domingo, 31 de julio de 2011

Semana Negra

La Semana Negra de Gijón, ubicada aquí o allá, es una mezcla de muchas cosas. Libros de primera y de segunda mano, películas a precio de saldo, perritos calientes, patatas fritas, cerveza helada en vasos de plástico, el tren de la bruja, la noria, la tómbola, esos empalagosos algodones de color rosa para comer, niños correteando de un lado a otro con sus entradas en la mano para subirse a alguna de las atracciones, gitanas jóvenes vendiendo tabaco rubio y mecheros, y gitanas viejas de ojos profundos y negrísimos ofreciéndote milagrosos ramitos de no sé qué hierbas olorosas e intentando leerte la mano a toda costa por unos cuantos euros (una de ellas, con su exagerada insistencia, agarrando con fuerza mi mano, decía que la dejara seguir leyendo, que veía muy claramente que esa muchacha por la que bebía los vientos estaba ya muy próxima a ceder, completamente entregada, a mis peticiones). Ahí reside la gracia y el encanto de todos esos días que tienen en el encuentro con los escritores -las charlas, las conferencias, las firmas- la base de su celebración. Todos los años me dejo caer por allí. Y me gustaría seguir haciéndolo, en un lado o en otro de esa ciudad, Gijón, que siempre ha mostrado gran interés por la cultura. Pasear entre el barullo de la gente, detenerme en los puestos de libros, charlar un rato con viejos conocidos o subirme, como este año, por primera vez a la noria. Decía alguien (creo que era mi abuela Luisa, con esa filosofía única de las mujeres de antes) que el que no vive ciertas cosas en su juventud, las tiene que vivir en la madurez, y qué razón tenía. Este año, al margen de subirme por primera vez a la noria, la Semana Negra ha tenido un extraordinario hallazgo: conocer personalmente a Maruja Torres. Tan cariñosa, tan encantadora y tan divertida, compartiendo complicidades y cañas, como nos imaginábamos. Su charla posterior tuvo todo lo que se esperaba de ella: mordacidad, ironía y risas, abundantes risas, ya desde su entrada en escena con ese homenaje a la que fue hasta hace poco la alcaldesa de la ciudad, Paz Fernández Felgueroso. Se llevó encendidos aplausos y nosotros nos llevamos un encuentro memorable. Hacía calor, mucho calor, el jueves en Gijón, enredado en la humedad característica de estas tierras (el mar ahí, tan cercano; su visión, majestuosa, desde lo alto de la noria), pero de regreso, en el coche, con todas las ventanillas abiertas, dejando que una deliciosa corriente de aire refrescase nuestros rostros, tuvimos la dulce sensación de haber acudido a una de esas citas que tienen lugar una vez al año y que uno no concibe muy bien los comienzos del verano sin ellas.

domingo, 17 de julio de 2011

Kate Winslet

De ella se han dicho muchas cosas, prácticamente todas buenas. Que si es inteligente, que si es guapa, atractiva, sexy, natural, buena actriz... Sí, sobretodo, se ha dicho de ella eso: que es una gran actriz. No conozco, independientemente de la calidad de sus películas (siempre interesantes, como poco), una interpretación suya mediocre, forzada o desganada. Siempre está perfecta, creíble, muy ajustada a sus papeles. Nunca sobreactúa o se toma a la ligera una interpretación, como hacen algunos de sus colegas cuando el producto es más bien alimenticio. Hay películas donde está soberbia, todos los premios del mundo serían pocos para ella. Me vienen a la cabeza, así de pronto, "Iris", "Juegos secretos", "Revolucionary road" o "El lector", por la que, finalmente, tras unos cuantos intentos previos, se llevó el Oscar... Pero aún no había visto "Mildred Pierce", esa joya cinematográfica dirigida para la televisión por Todd Haynes, donde, aparte de la propia Kate, están algunos de los mejores actores americanos de estos tiempos, con esa otra maravillosa mujer, Melissa Leo -¡qué voz, qué hermosura de rostro curtido!-, a la cabeza (de actualidad estos días por su papel de oscura policía en la estimable "Betty Anne Waters"). La interpretación de Winslet en esta serie es un auténtico prodigio. No puedes apartar los ojos de ella en ningún momento. Qué sabiduría. Cuánta verdad transmite en cada uno de sus gestos, de sus movimientos, de sus palabras. Una de las piezas fundamentales para hacer un melodrama realmente creíble, es la interpretación de su protagonista. Aquí, con Kate, la cosa discurre sola. Con más dinero o con menos, con risas o entre lágrimas, siguiendo el rumbo o perdida por las circunstancias, entregada a su papel de madre o enfurecida y dolorida por los problemas que eso, ser madre, acarrera, Kate Winslet está soberbia. Parece que lleva toda la vida sirviendo tartas en un bar de mala muerte, recibiendo los pellizcos de algún cliente grosero, dejándose seducir por un cliente atractivo y de labia fácil. O amasando, previamente, las propias tartas. La naturalidad es una de sus mayores cualidades. (Días atrás, antes de ver la serie, durante la polémica que se desató en algunas bocazas por la barriga de esa ministra a la que sacaron en bikini, a pie de playa, en una foto, me acordé de ella, de sus palabras a favor de la naturalidad de los cuerpos femeninos, de la defensa a ultranza de la imperfección del cuerpo humano, de esa belleza que está ahí, lejos del bisturí y de las tiranías de las dietas y de las modas). Qué escena aquella en la que, tras sufrir las humillaciones verbales de la señora que la entrevista para trabajar en su casa, Winslet abandona la misma y, llorosa y desencajada, la cámara la sigue. Todas las emociones que se desprenden de la fragilidad que albergamos los seres humanos están en ese rostro. Qué revoltijo en la boca del estómago. Me vino a la cabeza aquella imagen (un clásico ya de nuestro cine) de Carmen Maura en "¿Qué he hecho yo para merecer esto?", una de las incuestionables películas de Almodóvar, cuando, ya casi al final, se despide de su hijo y la cámara se centra en el dolor de su rostro. Sobran las palabras. Dice mi amigo Pablo Vilaboy, que tantas horas de cine tiene también a sus espaldas, que este año no debería haber nominadas a los premios Emmy, sino que se lo deberían dar directamente a ella. No puedo estar más de acuerdo.

viernes, 15 de julio de 2011

Viernes

El viernes es el mejor día de la semana. Detrás de ellos, de los viernes, siempre está la expectativa de lo que puede suceder a la vuelta de la esquina, en esos dos días de descanso (quien tenga la suerte de disponer del sábado y del domingo para el ocio) que vienen por delante. Recuerdo, cuando estaba atado a los horarios comerciales, la placentera sensación que me embargaba cuando no tenía que trabajar los sábados y podía disponer de aquel puñado de horas como me apeteciese. Levantarme cuando me diese la gana, desayunar tranquilamente (café, zumo y tostadas) y volver a la cama a leer, a escuchar la radio, a contemplar cómo el frío que se intuía al otro lado de la ventana no iba conmigo. Ah, qué perezosas y encantadoras mañanas de sábado. Ahí parecía que el mundo se fuese a detener, que la aparición del lunes siguiente era sólo un espejismo. Mañanas de sábado, muchos años atrás, en la casa de mis padres, sin colegio, en aquella cocina con enorme ventanal y las cortinas nunca cerradas, mientras mi madre escuchaba canciones por la radio y hacía la comida y las cosas de la casa. La noche anterior, la del viernes, ella y yo habíamos estado viendo la televisión hasta muy tarde. Era la época de aquel mítico programa, el "Un, dos tres... responda otra vez", con Mayra Gómez Kemp a la cabeza (con el tiempo fui descubriendo que aquella mujer fue uno de los primeros mitos eróticos de algunos de mis amigos heterosexuales), que no nos perdíamos y de aquellas series que venían después, como "La huella del crimen", y que demostraban que en este país, además de poseer unos actores descomunales (Carmen Maura, Terele Pávez, Victoria Abril, Fernando Guillén, Sancho Gracia, María José Alfonso, Ana Marzoa... y tantos y tantos otros), también se podían hacer productos televisivos excelentes. Qué respeto imponía aquella voz masculina y muy profunda que decía al comienzo: "La historia de un país es también la historia de sus crímenes". Y más respeto aún, viendo ya el nuevo capítulo, al pensar que todo aquello que estabámos contemplando había sucedido de verdad. La fuerza del cine (aunque estuviese realizado para la televisión) bien hecho. El cine, precisamente, tiene su lugar especial el viernes, el día en que se estrenan las películas en las salas comerciales. Qué emoción, al ver la cartelera en el periódico, al saber que, en apenas unas horas, podría disfrutar de aquella película por la que llevaba meses esperando. Y qué decepción al comprobar que aquella esperada película no se estrenaba aquella semana en esta pequeña ciudad de provincias. Ir al cine en la primera sesión, con muy pocas personas, tomar previamente un café en el bar de al lado, hojear los periódicos, leer una página más de aquella novela que llevaba en la bolsa, paladear esa dulce espera de que la disfrutamos los que siempre somos puntuales. Pequeños y placenteros momentos que van conformando el paso de los días. Aún hoy, tantos años después, esa ilusión por descubrir los nuevos estrenos cinematográficos perdura. Los viernes, después del cine en aquella primera sesión de la tarde, también eran los días de reunirse con los amigos y de salir a bailar y a lo que surgiese hasta que el amanecer nos sorprendía aquí o allá. Ahora, aunque nos reunamos con los amigos para cenar, cada vez bailamos menos. Son tiempos diferentes. Ciclos que se renuevan. Sin embargo, cuando me levanto y abro la ventana, como acabo de abrirla hace tan sólo un rato, sé que es viernes. Su magia y su misterio, tan poderosos, continúan ahí.

jueves, 7 de julio de 2011

Deseos

Marina Mayoral regresa a las calles de Brétema, el mítico territorio que ella creó hace treinta años, trasunto de su Galicia natal, con sus nubes -esas nubes que pasan, como escribió otro gallego ilustre, Cela- y sus cielos grises. Y lo hace con un montón de personajes, algunos de ellos viejos conocidos de su literatura. Muchos personajes que conforman las numerosas historias que tejen la novela, espléndida. Mujeres que guardan silencios, hombres que también lo hacen. Silencios que, a veces, pesan. Otras veces, muchas, son silencios necesarios, imprescindibles. Ah, los silencios. Qué importantes en la obra de Marina Mayoral. Esos silencios que están ahí, que se enredan fuertemente en la vida, que la complican o la hacen más llevadera. Lo que se cuenta, sí. Y también lo que no se dice: lo que hay detrás, lo que se intuye, tan importante también en la obra de la escritora gallega. Lo que se vislumbra detrás de los visillos, de aquellos visillos de los que también nos habló Carmen Martín Gaite. Lo que se vislumbra ahí y no se dice. Los secretos. Todos tenemos uno, por pequeño que sea, que no queremos compartir con nadie. "Todos tenemos algún secreto que no queremos que los demás conozcan, ni siquiera las personas que más quieres", dice una de las mujeres que conforman el mosaico de esta narración. Los secretos, tantas veces relacionados íntimamente con los deseos. Todo tipo de deseos. Más aún con los que se callan que con los que se nombran. ¡Cuántos deseos se van quedando ocultos, bajo lo más hondo de la memoria, arrinconados por el día a día, por la sucesión de los acontecimientos que conforman una vida! La propia Marina ha contado que la idea de esta novela surgió por una frase que le escuchó decir a una mujer, que estaba detrás de ella, en una aeropuerto. "Tú has sido lo que más he deseado en la vida", escuchó la escritora pronunciar a aquella mujer, que, cuando pasó un tiempo prudencial y se volvió para ver el rostro de la mujer que decía aquellas palabras, ésta ya había desaparecido. No se puede imaginar un deseo mayor. "Tú has sido lo que más he deseado en la vida". Está dicho todo. Y la escritora empezó a hilar, una historia con otra; deseos callados, ocultos, prohibidos, insatisfechos; viejos conocidos que prosiguen en estas páginas con sus peripecias... Deseos. Marina Mayoral, alternando con maestría la primera y la tercera pesona, ha creado un poderoso mosaico que vidas que van y vienen, que se cruzan, que buscan su sitio, que echan de menos el lugar que no hallaron o aquel otro que apenas duró unos instantes, que siguen adelante. Marina Mayoral ha dado otro importante paso en su impecable carrera literaria con esta novela. Cuando terminé su lectura, recordé aquellas palabras que Alice Munro pone en boca de uno de sus personajes femeninos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella".

domingo, 3 de julio de 2011

Boleros

Otro gin-tonic, por favor. Eso estaba diciendo cuando la descubrí, la otra noche, en la barra de uno de esos bares que conservan el espíritu de las boites de los 70: múltiples espejos, paredes enmoquetadas de rojo, mesitas minúsculas delante de los sillones y música de nuestros clásicos (Raphael, Camilo Sesto, Julio Iglesias...). Tenía los ojos vidriosos y la piel tostada por el sol de estos días. En el pasado, había sido una mujer resultona, coqueta, atractiva. Ahora, con ese tono de piel excesivo que algunas mujeres se empeñan en convertir en elegante y que no hace más que echarles años y arrugas encima, seguía conservando algo de todo aquello. La recuerdo alegre, cantarina, caminando con garbo de un lado a otro del bar que regentaba con su marido, sirviendo con entusiasmo las mesas, consciente de la atracción que suscitaba en algunos de los clientes que posaban sus ojos en aquellas caderas ajustadas en faldas de vivos colores. El blanco era su color favorito para las faldas, para los vestidos de tirantes ceñidos al (buen) cuerpo. En los pies, ya fuese invierno o verano, sandalias de tacón alto. Otros tiempos. Era imposible acercarse los domingos a la barra para pedir un vermú y una ración de gambas, o los sábados por la noche para cenar. Siempre estaba lleno. Un día, de repente, salta la noticia por el barrio: el marido se largó con una clienta a buscar fortuna en el sur. Aquel bar que estaba atiborrado de gente, comenzó su declive. De la noche a la mañana, sólo cuatro gatos -más por fidelidad que por otra cosa- seguíamos yendo por allí. Ella, trastornada por aquel vaivén, apenas prestaba atención a los clientes, sólo escuchaba, ensimismada, boleros. Una y otra vez los mismos boleros en la voz de Luis Miguel. Se respiraba, cuando te acodabas al fondo de la barra, esa tensión nerviosa que se origina en los sitios sin gente y en los que, no sé bien por qué, te entran unas ganas nerviosas de echarte a reír sin venir mucho a cuento, consciente de que no debes hacerlo: un poco como en el colegio, cuando también te entraba esa misma risa mientras el profesor trataba de explicar algo y el sonido de la tiza deslizándose -como una sutil amenaza- por la pizarra era el único que se oía en toda la clase. Muchas de aquellos sábados en los que, después de tomarnos unos vinos en su local más por solidaridad que por otra cosa, nos aventurábamos en la noche, la encontrábamos de regreso, despuntando ya el nuevo día, el nuevo domingo, tambaleándose sobre aquellos zapatos de tacón alto, las piernas siempre morenas, la cabeza hacia delante. Pasábamos, mi hermana y yo, por su lado y la saludábamos, como si con aquel saludo quisiésemos decir que estábamos con ella. Eso, también, fue lo que, la otra noche, cuando nos encontramos, quisimos decirnos, el uno al otro, después de tantos años, tras besarnos e interesarnos por nuestras respectivas vidas. Seguimos del mismo lado. Otra ronda de gin-tonic para nuestra mesa también, por favor.