martes, 28 de junio de 2011

Orgullo Gay

La historia es bien conocida. El 28 de junio de 1969 un grupo de gays estaba tomando tranquilamente una copa en su bar de siempre, el Stonewall Inn, situado en el Greenwich Village de Nueva York, esa ciudad que acaba de aprobar estos días el matrimonio entre personas del mismo sexo. La policía, como ya había hecho más veces, entró arremetiendo contra ellos por el simple hecho de ser gays y de estar allí reunidos. A diferencia de esas otras veces, aquellos gays, hartos de aquellas injustas redadas, se enfrentaron a la policía, les plantaron cara. Desde entonces, el 28 de junio es el día en que se celebra el Orgullo Gay en todo el mundo. En los lugares donde puede celebrarse, que en otros muchos, como se sabe, la homosexualidad aún está ferozmente perseguida y condenada a muerte. Tengo un amigo que ronda ahora los sesenta años. Cuando hablamos de esto, siempre nos recuerda cómo, en esta misma ciudad, Oviedo, no hace demasiados años, la policía entraba en los bares de ambiente y se llevaba en el furgón a los hombres que estaban allí tomando su copa pacíficamente. Él, que vivía con su abuela en un pueblo de los alrededores, siempre les pedía a los policías que le dejasen llamar a la anciana para que no se preocupara por su tardanza. Nunca le permitieron hacerlo. Muchas veces, los tenían en la comisaría hasta el día siguiente. Otras, los dejaban marchar al cabo de un rato. Supongo que dependía del policía de turno o de su estado de ánimo. Cada vez que salía a tomar una copa, estaba presente la posibilidad de acabar en el calabozo. Sin remontarnos tan atrás en el tiempo, hace unos pocos meses, Íñigo y yo salíamos de La Santa, ese local imprescindible para comprender las manifestaciones culturales y nocturnas de esta ciudad. Un grupo de jóvenes, al vernos salir de allí, comenzó a arremeter contra nosotros. Serían unos quince o veinte, bien cargados ya de copas. Nos encaramos a ellos y comenzó la valiente agresión: quince o veinte contra dos. Llamamos, como pudimos, a la policía y ni siquiera contestó el teléfono: debía de andar muy ocupada aquella noche. Al cabo de un rato, gracias a unos colegas que pasaban por allí, logramos librarnos de aquellos energúmenos. De regreso a casa, un par de aquellas niñatas vestidas al estilo hippie-doscientos euros cada prenda y con móviles de última generación en sus manos, desde un taxi, nos localizaron y, a través de la ventanilla, no del todo satisfechas -al parecer- con su anterior intervención, empezaron a llamarnos maricones. La historia clásica. Tan clásica como cansina. Sobretodo, cuando uno va cumpliendo una edad y lleva toda su vida escuchando la misma perorata. Han pasado 42 años desde aquellos enfrentamientos en el Stonewall Inn, han cambiado muchas cosas (creo que, al margen de otras cuestiones políticas, los homosexuales y todos aquellos que están de nuestro lado, no deberíamos olvidar la férrea posición que mantuvo Zapatero con respecto al matrimonio gay en este país, esa ley aprobada a las pocas semanas de alcanzar el gobierno y recurrida ahora por el Partido Popular), sí, pero aún queda mucha lucha, muchas conciencias que revisar, muchas mentalidades que abrir. Y a todas esas personas que proclaman lo absurdo de celebrar un día del Orgullo Gay (donde la celebración se mezcla con la reivindicación), que por qué no -dicen- un día del Orgullo Heterosexual, les diría que yo estaría encantado de no tener que seguir reivindicando mis derechos y que seguramente ellos celebrarían y reivindicarían su día en el mismo momento en el que saliesen de un bar con su pareja un viernes por la noche y un grupo de encolerizados comenzase a insultarlos y golpearlos repetidamente por el hecho de ser heterosexuales. No hay más que ponerse en la piel del otro, aunque sea por un momento, y las cosas ya se van viendo de otro color. Y termino como empecé, en el Stonewall Inn, rememorando aquella tarde en la que entramos por primera vez y sentimos esa punzada que se siente en el estómago al entrar en lugares donde han sucedido cosas importantes, hechos que cambiaron el rumbo del mundo.

domingo, 26 de junio de 2011

Las flores y los penes

La fotografía con la que se abre la exposición es la de una mirada, la suya. No podría asegurarlo, pero me imagino que en esa fotografía, la de la mirada, Robert Mapplethorpe ya estaba enfermo. Refleja cierto cansancio, cierta tristeza, cierto abatimiento. Esos ojos claros y melancólicos. Los ojos de Robert Mapplethorpe, el fotógrafo que murió a causa del sida a los 42 años y que escandalizó a buena parte de la sociedad -siempre tan fácilmente escandalizable, por otro lado- con sus magníficas fotografías de desnudos masculinos, los sexos prominentes por bandera. Fuera los armarios que quieren ocultar la verdadera naturaleza de las cosas. Ahí están ahora, después de sus ojos, algunas de esas flores y de esos penes de generoso tamaño (de hombres negros en su mayoría), en esa exposición que ha sido seleccionada por la mirada del cineasta Pedro Almodóvar. Las fotografías de Mapplethorpe son, pese a las posturas de algunos, mucho más poéticas que eróticas. Muestran, de una manera desafiante y rotunda, la postura de un hombre homosexual que quiere mostrarnos con orgullo el objeto de su deseo. Tal cual. Los hombres desnudos, sus penes exhibiéndose con absoluto descaro -nunca exento de poesía, repito-, desafiando a la cámara y al resto del mundo. Casi al mismo tiempo que vemos en Madrid esta exposición, leo la biografía de Patti Smith, "Éramos unos niños", que puede considerarse, a su vez, la del propio Mapplethorpe. En ella cuenta cómo se conocieron, cómo congeniaron desde ese primer instante, cómo empezaron a dedicarse al arte y a depender uno del otro. No tenían un duro, tenían que realizar trabajos alimenticios, mal pagados, que les consumían muchas horas al día. Si compraban los lápices necesarios para dibujar (los dos empezaron dibujando), tenían que prescindir de una de las comidas de la jornada. No importaba. Estaban llenos de ilusión, de creatividad, de entusiasmo por la vida y por el arte. Ah, el arte y el hambre. ¡Cuántos ensayos se podrían escribir sobre eso! Sus vidas se juntan y se separan, pero esa unión poderosísima que hay entre ellos jamás desaparece. Lo que viene después, es bien conocido, pero no conviene olvidar esos duros comienzos. Patti y Robert caminando por las calles de aquel Nueva York de principios de los años setenta, buscándose la vida, observándolo todo con los ojos fascinados de quienes aún tienen pocos años y están alerta. La vida por delante. Los temores de ella cuando él se adentraba en los rincones más sórdidos de la ciudad. El proceso de aprendizaje, de conocimiento, de búsqueda. Los miedos y las contradicciones. "Nueva York es una urbe auténtica, furtiva y sexual", escribe Patti. Y él, Robert, no estaba dispuesto a mirar hacia otro lado. Todo eso estará después ahí, en sus fotografías: en las de esta exposición y en las del resto de su obra. El lado oscuro también puede volverse luminoso. Sólo depende de la mirada que lo refleja y de la mirada que lo observa. "¿Adónde conduce todo? ¿En qué nos convertiremos?". Esas eran las preguntas de aquellos dos jóvenes que pasaban hambre, que escuchaban a los Doors (una y otra vez el mismo disco, el que tenían) y que leían obsesivamente a Genet y a Rimbaud. Las preguntas que todos nos hacemos. El comienzo del viaje. El tiempo, como siempre, se encargó de revelar las respuestas.

lunes, 20 de junio de 2011

Helados

Pocos sabores me remiten de un modo más inmediato a la infancia, a aquellas tardes lentas y cálidas de los veranos, tardes que parecía que nunca fuesen a terminar ni en las que pudiese suceder nada malo, que el sabor de los helados. Helados de vainilla o de mantecado, mis favoritos. A veces, pocas, como los de mi hermana o los de mi padre, de chocolate. O, quizá, combinados: una bola de cada sabor, de intenso amarillo y marrón. Siempre, de cucurucho o en tarrina, de gran tamaño. Me gustan los helados que se desbordan, que tienes que lamer rápidamente por uno y otro lado porque se deshacen a gran velocidad con el calor, con el sudor de las manos. Las manos impregnadas completamente con sus azúcares y sus deliciosos olores. Ese olor, sobretodo el de la vainilla, que luego se quedará un largo rato ahí, en las dos manos, pese a que las hayas limpiado con un pañuelo humedecido, con un poco de agua fría. Estos días, en Llanes, me he comido unos cuantos. (Qué ricos helados tienen por aquí). Y he recordado, de pronto, aquellas tardes, las de la infancia, cuando nada malo parecía que pudiese suceder. Aquellas tardes, las de los seis años, cuando me quitaron las anginas, también las recordé. Después de la operación, todos los días a la hora de la merienda durante más de un mes y medio, tenía que comer un buen trozo de helado. Qué maravilloso regalo tras aquella terrible experiencia, la de la operación. Comer aquel generoso trozo de helado, a las cinco en punto, como si fuera la hora inglesa del té, me hacía olvidar aquel sufrimiento. ¿Un poco más? Mi madre siempre cedía y partía otro trozo, más pequeño que el anterior, apenas la mitad del otro, por si acaso terminaba sentándome mal para la garganta o para la barriga, que también podía ser. Los helados, años más tarde, en casa, de madrugada, viendo películas antiguas, en blanco y negro, grandes películas y películas menores de geniales intérpretes. Ambos placeres, el del sabor de los helados y el de la visión de aquellas películas, asociado al sabor de los primeros cigarrillos. Tres placeres que iban estrechamente ligados. Qué feliz me iba para la cama, casi al amanecer, con aquel sabor en la boca y las imágenes de todas aquellas películas en la cabeza. Los gestos de los actores y de las actrices, los movimientos de sus cuerpos, los diálogos, los encuadres, las escenas más memorables. Bette Davis, arpía entre las arpías, fumando como una carretera y haciendo de las suyas. Marlon Brando, en camiseta o con gabardina, llamando a voces a Stella o aullando por las calles de París. Audrey Hepburn, como haríamos muchos años más tarde evocándola, desayunando en Tiffany´s. Bárbara Stanwyck, teñida de rubio platino, con gafas negras, incitando a Fred Macmurray a la perdición. Lee Remick, tan buena intérprete y hoy tan olvidada, emborrachándose con Jack Lemmon. El propio Lemmon enamorando a Shirley... Y tantos y tantos ejemplos. Parte de la formación de aquel adolescente inquieto y con ganas de conocimiento que fui. Aún queda mucho de todo aquello, tantos años después: la inquietud y las ganas de conocimiento siguen ahí, intactas. De conocer el mundo, de atraparlo por unos instantes en la palma de la mano. Las películas, las clásicas y las otras, las protagonizadas por grandes intérpretes en sus momentos más bajos. (Acabo de revisar "La posesión de Joel Delaney", una película muy menor pero que, sólo por ver a la gran Shirley MacLaine, merece la pena). Y el sabor de los helados, en Llanes o en cualquier rincón del mundo, tan delicioso, tan evocador. Las manos impregnadas durante un rato con su olor a vainilla. Y en la memoria, todas esas historias que no cesan.

viernes, 17 de junio de 2011

Algunos profesores

Hace algún tiempo, tras años dedicado al oficio, un librero contó sus experiencias en un libro y se convirtió en un rotundo e inesperado éxito. A veces, después de casi diez años trabajando en el mismo oficio, me viene a la cabeza la idea de seguir los pasos de aquel hombre y escribir algunas de mis experiencias al frente de las dos librerías en las que trabajé hasta la fecha, Aldebarán y Trabe. Dos librerías muy diferentes entre sí: por ubicación y por el público que las frecuentaba. Con algunas cosas en común, como es lógico. El amor de algunas personas por la literatura y la inconveniencia de hacerse con más libros de los que se pueden pagar, por ejemplo. Quizá porque me veía muy reflejado en esas personas -¡dichoso dinero!-, me inspiraban mucha ternura toda aquella gente que, independientemente de su edad o de su sexo, siempre querían hacerse con más libros de los que podían pagar en aquel momento. Un libro les llevaba a otro, y siempre se quedaban con ganas, esperanzados con la posibilidad de hacerse pronto con aquel ejemplar que acababan de descubrir en la librería o que yo, siguiendo el rastro de sus gustos o de sus compras, les había recomendado. Pensaba en todo esto el otro día, en el instituto de Mieres donde Íñigo tenía que mostrar a los profesores todas las novedades de libros editados en asturiano. Fue en un descanso de las jornadas de profesores que allí, cerca de aquellas calles donde tantas tardes de mi infancia pasé, se celebraban. Muchos de ellos se acercaron a la mesa donde nos encontrábamos para hojear los libros. De repente, un profesor (un chico joven, como la mayoría de los asistentes) señaló uno de los libros y exclamó, mirando a la otra profesora que iba a su lado: "¡Anda, mira, éste lo tengo yo fotocopiado!". Así lo dijo, tal cual, y se quedó tan ancho. Al minuto, ella hizo lo propio con otro de los libros: "Pues éste lo fotocopié yo hace poco". Ambos libros costaban doce euros. Lo dijeron en voz alta, a escasos metros de donde Íñigo y yo nos encontrábamos, rodeados de otros profesores que hojeaban otros títulos, sin rastro de pudor ni de vergüenza ni de nada parecido. Lo que en otros tiempos me hubiese indignado profundamente, el otro día me llenó de algo muy parecido a la tristeza y a la desilusión. Como si ya se hubiese perdido definitivamente la batalla. Dos profesores, con un sueldo decente, fotocopiando libros y diciéndolo en voz alta sin ningún problema. Tengo, como librero, muchas anécdotas con algunos (algunos, insisto: no generalizo: sé que todos no son iguales) profesores que por el mero hecho de serlo consideran que debes regalarles prácticamente los libros o con otros que se empecinan en recomedarles a sus alumnos libros que llevan años descatalogados, con los múltiples incovenientes que esto supone para los padres y para los libreros. Y no importa las veces que repitas, erre que erre, que qué más quieres tú que vender, pero que ese libro es imposible de conseguir, que ya no existe. Pero este asunto de los libros fotocopiados del otro día, creo que supera todas las expectativas. Y pasa de convertirse en una triste anécdota en algo por lo que dan ganas de tirar la toalla definitivamente.

miércoles, 15 de junio de 2011

Feria de Madrid

De Gran Vía al parque del Retiro, camino de la feria del libro, bajo un poderoso sol que nos reconforta tras numerosas semanas de frío, lluvias y humedad en el norte, pienso en Carmen Martín Gaite, tan admirada desde la adolescencia, que era una de las presencias fijas año tras año. Ahora, en el medio de las casetas, hay un pabellón que lleva su nombre. Al poco de llegar, una joven pareja con un bebé en su silla pasa por nuestro lado. Él le dice a ella: Creo que este año viene Carmen Martín Gaite. Así estamos. Hay, en la feria, todo tipo de gente. Personas, como ese muchacho que piensa que vendrá a firmar una escritora que murió hace más de diez años, y otras, en su mayoría, interesadas por la literatura. Ahí estamos nosotros ahora, haciendo cola para que Elvira Lindo nos firme su espléndida colección de artículos, "Don de gentes". Elvira, tan cercana y cariñosa como siempre, con esa sencillez que poseen las personas con verdadero talento, nos estampa una dedicatoria preciosa. Recorremos todas las casetas, una por una, para tocar, hojear, acercarse a los libros, una y otra vez, como una especie de rito necesarísimo. Al día siguiente de esa mañana, alrededor del mediodía, firmo ejemplares de "El extraño viaje", ese libro que tantas satisfacciones me está dando y que tanto me está haciendo viajar, conocer a los lectores, acercarme a ellos. Vienen algunas personas que conocí a través de facebook, esa red social que ha añadido nuevas variantes a la manera de conocer gente, de hacer amigos. Sin facebook, no hubiese conocido a muchas de las personas que ahora conozco. Gente reconocible por todo el mundo y gente anónima, la que ahora se acerca a la caseta donde me encuentro para comprar mi libro o, con él ya leído, para que se lo dedique. Lucía, una de las profesoras que utiliza textos de "El extraño viaje" para trabajar con sus alumnos, es una de ellas. Algunos me hablan del artículo que Maruja Torres publicó en EL PAÍS sobre él y las ganas que tienen desde entonces de hacerse con uno. Me conmueve especialmente un hombre de unos sesenta años que se acerca con ese artículo recortado. Lo saca de la cartera y me lo muestra. Me dice las ganas que tiene de leerlo y de conocerme. Y, dentro de esa caseta donde me encuentro, vuelvo a pensar en Carmen Martín Gaite y en todas esas otras mujeres que llevo admirando desde la juventud y que, ahora, están ahí, firmando a escasas casetas de la mía. Pienso en Elvira Lindo (la gente de la distribuidora me cuenta que, gracias a su prólogo, una famosísima cadena de librerías, quiso incluirlo en su catálogo), que tanto ha hecho por este viaje. Y en Maruja, claro, tan sabia y generosa. Y ahora, días después, en esta mañana plácida cercana al verano, con el rumor del mar a escasos metros de la terraza en la que me encuentro escribiendo (Llanes, otra vez, como refugio), pienso que, pese a lo complicado que resulta todo, el viaje, a ratos tan extraño, está mereciendo la pena.

martes, 14 de junio de 2011

Más estrellas que en el cielo

Lees la noticia en el periódico y piensas: ojalá pudiese ir a verla. Una exposición de Ron Galella, el fotógrafo neoyorquino obsesionado por retratar a figuras públicas en momentos privados. El Paparazzo extraordinaire, le definió la revista Newsweek. Y de repente estás ahí, en la amplia sala del Círculo de Bellas Artes y en la parte de arriba de la tienda Loewe de Gran Vía (con una decoración muy apropiada para la ocasión: con sus telas negras y plateadas, sus lámparas retro, sus luces moradas y sus múltiples espejos), rodeado de muchas de esas fotografías de personajes famosos. Más estrellas que en el cielo, que diría mi añorado Terenci Moix. Todas en riguroso blanco y negro. Marlon Brando, Paul Newman, Jooanne Woodward, Sofía Loren, John Travolta, Andy Warhol, Gala y Dalí, entre muchos otros... Y sus dos principales obsesiones: Elizabeth Taylor y Jackie Kennedy. La primera, en sus propias palabras (se puede ver un interesante vídeo con entrevistas, reportajes y retratos del propio autor dentro de la misma sala), más asequible que la segunda. Liz y Richard Burton en un estreno, Liz delgadísima, Liz hinchada por el alcohol y las pastillas, Liz bailando, con gesto sorprendido, tras la entrega de los Premios Tony... Siempre -gorda o delgada- bellísima, siempre deslumbrante en su papel de estrella absoluta. Hay unas imágenes terribles de los dos, Richard y Liz, captados mientras preparan una fiesta en su barco. Galella está escondido en un piso del edificio de enfrente (se pasó horas allí) y capta sus entradas y salidas, sus desayunos con tormentosas peleas incluidas que evocan los momentos de la mejor película que hicieron juntos, "¿Quién teme a Virginia Woolf?", y el instante en el que los famosos actores tienen que poner plásticos alrededor porque barcos de turistas, al descubrirlos, fotografían sin piedad su intimidad. Y Jackie, harta de tener al paparazzi tras su propia sombra, llega a ser captada por su objetivo corriendo por Central Park nada más verle. La fotografía es impactante. Tiene algo de terrible, pese a su gran belleza, porque, viéndola, casi puedes sentir la angustia de aquella mujer que demandó varias veces al fotógrafo al que Marlon Brando llegó a romper la mandíbula y varios dientes. También están Rita Hayworth y Greta Garbo en sus respectivas y dignas decadencias. Elton John, Cher, Mick Jagger, Bianca, Jerry Hall, Liza Minnelli (todos ellos captados tras abandonar algún local de juerga: los ojos vidriosos, el gesto incómodo, las luces del amanecer al fondo) y Grace Jones, semidesnuda, bailando en la fiesta de Año Nuevo de 1978 del Studio 54, rodeada de camareros y bailarines exhibiendo sus poderosos culos desnudos. "Uno busca capturar el encuentro persona a persona, la reacción, y ver, pero no a través del lente, a través del lente no se ve", dice Galella. Cientos de reacciones y de personas están aquí, en esta extraordinaria exposición donde, tras verla detenidamente, quedan claras varias cosas: la obsesión de un hombre por retratar al famoso, la importancia del trabajo de ese famoso (su trabajo le da la fama, eso a lo que tan poca importancia se le concede hoy en día) y que algunas estrellas, las que están aquí, lo fueron realmente por algo. Por su obra, por su talento, por su glamour. Ah, qué lejanos parecen hoy esos conceptos. Otros tiempos, sin lugar a dudas. Los que Terenci Moix, en toda su obra, supo plasmar tan bien.

jueves, 9 de junio de 2011

Volver

Ahí está, desvencijada, desafiando al tiempo. La casa de los ladrillos rojos. La casa que fue de mis abuelos, en Mieres, situada enfrente del campus universitario, donde antes había un pozo minero. El pozo que, siendo niño, obervaba desde esos amplios ventanales del tercer piso del edificio, ahora cerrados a cal y canto. Aquellos hombres sudorosos, cansados, con los cuerpos y los rostros manchados por el carbón, por las profundidades de la tierra, que bajaban o salían de la mina. Sí, el edificio ahora está vacío, medio abandonado. Parece ser (me cuenta mi madre más tarde) que los hermanos, hijos de los propietarios, con fuertes desavenencias entre ellos, no se ponen de acuerdo con las decisiones de la venta. La historia es clásica. Tiene, el edificio, algo de fantasmal, como todas las viviendas que están cerradas o medio abandonadas. Situado debajo, a escasos metros del portal, bajo ese cielo encapotado que amenaza lluvia, diferentes sentimientos se apoderan de mí. Pena, nostalgia, tristeza, desazón. Esa sensación, tan poderosa a veces, de que el tiempo se nos escapa de las manos a una velocidad salvaje, imposible de controlar. No puedo evitarlo y subo las escaleras que conducen al primer piso, donde estaba la peluquería a la que mi abuela, tan presumida y elegante como era, iba todas las semanas. La propietaria también vivía allí y desde la acera de enfrente, los sábados por la mañana, podías ver a las mujeres de un lado a otro, fumando, riéndose y hablando sin parar, con rulos, redecillas o grandes toallas en la cabeza. Muchas de aquellas mañanas, cuando llegábamos y aparcábamos el coche enfrente de la casa, me gustaba buscar a la abuela y saludarla con la mano. ¡Ya estamos aquí, abuela! Si la abuela estaba debajo del secador o en la parte de atrás, a punto de salir ya de la peluquería, las vecinas la avisaban rápidamente. Virginia, ya está aquí su nieto. Y ella se asomaba a la ventana -la misma que la suya, dos pisos más abajo- para saludarnos con la mano. Luego, con algarabía, como si de un importante acontecimiento que las sacase de sus rutinas se tratara, lo hacían el resto de las mujeres. Esa mano que, ahora, es la misma que la de mi madre cuando, un tanto melancólica, se asoma a la ventana para despedirnos cuando nos vamos de su casa. Huele a moho, a sucio, a viejo, a abandono. Una rata pasa rápidamente delante de mis pies y se esconde. Las paredes, por algunos sitios, están desconchadas, carcomidas por la humedad. El sol se filtra por varios sitios, mostrando aún con mayor rotundidad la absoluta decadencia. No puedo seguir subiendo las escaleras. Un nudo aprieta con fuerza la boca de mi estómago y me impide continuar subiendo cuando descubro, cerca de la puerta de esa vivienda, la de la peluquería, los buzones -grandes, antiguos, de un verde grisáceo, desvaído-, y en uno de ellos, el perteneciente al tercero derecha, a la casa de los abuelos, la tarjeta donde figura el nombre y los apellidos de ambos. Tomás y Virginia: mis abuelos maternos. Han pasado muchísimos años desde su muerte, y esa tarjeta, carcomida por el tiempo, continúa ahí, como continúan esas cosas -detalles a los que a veces nos olvidamos de concederles demasiada importancia-, en las que no reparamos. Bajo de nuevo las escaleras. Íñigo me está esperando bajo la vieja marquesina de la parada del autobús. Una chica que se parece a Penélope Cruz pero que no es Penélope Cruz anuncia un champú y sonríe con esa falsedad que otorgan la impostura y esos dientes excesivamente blanqueados que tanto se llevan ahora. Me pongo a su lado y observo de nuevo las ventanas de la casa de los abuelos. Allí donde la abuela, tras el duro trabajo frente a su máquina de coser, se acodaba un rato antes de preparar la cena. Y pienso, de repente, en las ventanas de los hoteles de Manhattan en los que hemos estado, tan diferentes a éstas. Un mundo separa ambas ventanas. Sin embargo, yo sé que un lazo secreto las une: la curiosidad de aquel niño que se asomaba a unas sigue siendo la misma que la del adulto que se asomaba a las otras. Miles de kilómetros y casi cuarenta años separan ambas escenas, ambas ventanas. La memoria se llena de imágenes. Múltiples y poderosas imágenes. Mientras, silenciosos, regresamos al coche y dejamos atrás esa casa, la de los abuelos, echo un último vistazo alrededor y pienso que sí, que, de alguna manera, me he salvado.

martes, 7 de junio de 2011

Fantasmas

Hace algún tiempo, a principios de aquellos ya lejanos años noventa, era un bar de ambiente. Más o menos discreto, con aires de boite setentera, con olor a ambientador rancio y a humedad, paredes de moqueta gastada, música antigua, luces de color verde y cuarto oscuro al fondo, muy cerca de los baños. Todo un poco cutre. La barra de arriba siempre estaba cerrada. A través de unas largas escaleras que se encontraban casi a la entrada, accedías directamente a la parte de abajo, donde se concentraba la gente. Tipos, más bien mayores, quizá insomnes, aburridos y solitarios, tomando sus copas, a la caza de alguna novedad, de alguien a quien contarles sus vidas o hacerles una proposición (más patética que indecente). Alguna vez, a última hora de la noche, cuando mis amigos ya no podían más, me dejé caer por allí. Buscando no sé qué, no sé a quién. Con pocas ganas de irme para casa. Ah, la juventud que se resiste a terminar la noche. Acodado en aquella barra, deslizando la mirada de aquellos tipos hacia otro lado, siempre me acordaba de Susan Sarandon. Ninguna mujer, al menos en el cine, se ha acodado en una barra como ella. Pocas han representado de manera tan certera el papel de mujer fuerte, curtida en mil batallas, de superviviente de todo esto. Ella, Susan, no estaba, claro, pero yo la veía allí, acodada en aquella barra, con su melena roja recién peinada, sus medias nuevas y el escote a punto, fumando y bebiendo un whisky detrás de otro, mordiendo con rabia el hielo que quedaba en el fondo del vaso, buscando una aventura de una noche o, quién sabe, la historia de su vida, después de todo, pese a los golpes recibidos, la esperanza es lo último que se pierde. En alguna ocasión, alguna mujer con el perfil de la Sarandon se tomó allí las últimas copas. Mujeres que venían con algún amigo o vecino gay, que hablaban muy alto y se reían sonoramente, que hablaban sin tapujos de sus historias de amor o de sexo, que conocían al camarero de toda la vida y se hacían con la clientela del local, casi siempre la misma, en un par de minutos. Eran mujeres que habitualmente trabajaban en la hostelería y ese día, el de descanso, sólo querían divertirse. Al precio que fuera. No habría otro día libre hasta la semana siguiente y aquella noche aún tenía que dar mucho de sí. Las semanas siempre eran largas y los trabajos duros. Era lo que había. Mejor eso que seguir con aquel marido torpe que el destino les había puesto en el camino y que, por mucho que lo besaran, jamás se convertiría en el príncipe que el cuento -¡dichoso cuento!- les había prometido. El recuerdo de aquellas noches, el de aquellas mujeres como la Sarandon, riéndose y bebiendo en aquella barra, mordiendo con rabia el hielo del fondo del vaso, tratando de divertirse a toda costa, rodeadas de aquellos tipos tristes que buscaban evadirse de lo monótono de sus vidas, me asaltó la otra mañana, cuando, después de mi largo paseo, entré en aquel bar que ahora ya no es de ambiente, sino un bar donde desayunan obreros y funcionarias, amas de casa y parados, jóvenes que van a clase y limpiadoras que a esas horas (las nueve) ya han hecho tres portales, un poco triste y demodé como entonces, con la barra de arriba abierta y la oferta del día bien visible, recalcado con rotulador fluorescente, café y pincho por un euro ochenta, y allí, acodado en aquella barra, al levantar la vista del periódico, me pareció verla a ella, a aquella mujer que se parecía a Susan Sarandon, subiendo por las retorcidas escaleras, tambaleándose y moviendo la melena roja hacia atrás, buscando la puerta, aquella luz, la del nuevo día, que dañaría el brillo de sus cansados ojos hasta que lograse alcanzar su solitaria cama.

lunes, 6 de junio de 2011

Los enamoramientos

Ayer, ya en la cama, después de un largo domingo de resaca intensa y persistente (la noche anterior habíamos ido a la boda de Samuel y María, tan enamorados como parecen), escuchando Radio 5, me encontré con una historia que me conmovió profundamente. Era en esa sección donde los oyentes pueden dedicar canciones a otras personas. Pues bien, en esta ocasión, Rafa, de sesenta y pocos años, se acababa de quedar viudo y quería dedicarle a su mujer una canción de la cantante de boleros Tamara, "Gracias", donde la protagonista da las gracias a la otra persona por existir, por haberse encontrado, por haberle sonreído, por todas sus palabras de amor. Poco antes de morir, ella, Marisol, su mujer, agarrándole con fuerza la mano, se la había dedicado a él delante de sus hijos. Y, tras su muerte, él, contaba, la escuchaba todas las noches, antes de irse a la cama, al menos un par de veces. La conductora de la sección (tan fabulosa como el resto de las secciones de esa radio), Teresa Pascual, le decía que debía dejar de hacerlo, que la escuchara sólo una vez por semana, que sería mejor para él, ya que, tras hacerlo, siempre se echaba a llorar, como también lo hacía mientras nos relataba su historia. Pero él, insistía, no podía evitarlo. También nos contaba que, poco antes de morir, ella le había pedido que, tras su desaparición, no se pusiese triste, que no se quedase en casa, que saliese a la calle, que hablase con la gente, que conociese a otras personas, pero él, añadía, no podía hacer aquello que ella le había pedido. Estaba triste, demasiado triste, para intentarlo siquiera. Su recuerdo era una constante. La voz se le rompía contándolo. Me imaginé, ya con la canción elegida sonando, cómo habría sido aquella historia de amor, cómo se habrían conocido, las dificultades por las que habrían pasado, las penas, las alegrías, los hijos, las dudas, los miedos, los años compartidos. Otra novela, sin duda. Cada historia de amor -tan parecidas y tan distintas unas a otras- contiene una dentro. Eso le diría a Rafa, si pudiese. Y también que, aparte de escuchar canciones melancólicas, leyese novelas. Eso siempre ayuda a salir del pozo. La última de Henry Roth, por ejemplo, "Un americano". La que estoy leyendo yo ahora mismo. Un espléndido hallazgo. Dice el protagonista de Roth, tras la muerte de su amada: "Había escrito sobre ella a comienzos de primavera, cuando las hojas de los árboles del exterior de la ventana de su estudio eran translúcidas y tiernas. Y ahora, a finales de otoño, el ciclo arbóreo llegaba a su fin; las ramas se habían enmarañado, el follaje estaba sombrío y sin lustre. La primavera volvería, pero ella no, ella no; vuelve sólo en su cerebro". Las palabras donde nos sentimos reflejados siempre hacen más llevadero el peso de la vida. Eso le diría a Rafa, si pudiese, aunque él creo que ya lo sabe.

jueves, 2 de junio de 2011

Leonard Cohen

Con el tiempo terminó convirtiéndose en una imagen un tanto tópica. La habitación en penumbra, la tormenta al otro lado de la ventana y la aguja del tocadiscos acercándonos su voz ronca. Ah, cuánta verdad se esconde a veces detrás de ciertas imágenes que el tiempo puede terminar tansformando en tópicas. Merendando versos y porros, como cantaba Adriana Varela homenajeando a otro poeta, Joaquín Sabina, con la frente siempre marchita y las nieves del tiempo plateando la sien. Eran los años ochenta, como se dice al principio de esa canción genial, y allí estábamos, en aquella pequeña habitación repleta ya de libros y de fotografías de nuestros ídolos, emborronando cuartillas, escuchando la lluvia, haciendo que estudiábamos, dejándonos llevar -cuando nadie nos veía- por los efluvios de algunos paraísos artificales, sintiéndonos diferentes. Soñábamos con estar en el hotel Chelsea porque él había estado y ahora se lo cantaba a Janis Joplin. Luego estaríamos cerca de ese hotel, el Chelsea, a través de muchas páginas de la literatura. Y finalmente, lo haríamos ante sus desvencijadas puertas, buscando la ventana desde la que se habían asomado él, y Janis, y tantos otros. A vueltas con la mitomanía. Queríamos viajar cerca del río con Suzanne, decirle hasta luego a Marianne y sentirnos como pájaros en el cable, como borrachos a medianoche, intentando a nuestra manera ser libres. Y lo éramos, acaso sin saberlo bien del todo, a nuestra manera lo éramos, imaginando otras vidas, hilvanando historias, tirando hacia delante como fuese, escuchando a aquel poeta de voz profunda. El tiempo se encargaría de demostrarnos que los hombres con esa voz sólo podían ser dos cosas: poetas o canallas. De los primeros hay pocos y de los otros, casi mejor no hablar. Mejor escucharlos en los discos, verlos en las películas, imaginarlos, como si fuéramos Woody Allen, saliendo de un poema o de una novela y cobrando vida, siempre lejos. Leonard Cohen, en aquellas noches (creativas) y en tantas otras (destructivas). Leonard Cohen, siempre ahí, al alcance de la mano, en un viejo disco, cuando la tristeza o la melancolía se apoderaba de nosotros, cuando el frío de la habitación era más intenso que el del otro lado, pero era el único refugio posible. Nuestro refugio, sí, después de perder la batalla, de conseguir las primeras heridas. Y ahí, tras la derrota, también estaba él, Leonard Cohen, nuestro hombre, haciéndonos olvidar que la vida, la que seguía fuera, era un engaño. Un completo engaño. Por eso, cerrábamos los ojos y escuchábamos.

miércoles, 1 de junio de 2011

Alice Munro

Hace ya unos cuantos años, cuando aún no estaba de moda, leí algunos de sus libros, los que estaban publicados en nuestro país. En alguna parte, Soledad Puértolas -cuya literatura guarda más de un punto en común con la de la canadiense- comentó que sus cuentos se encontraban entre sus favoritos y ese mismo día fui a buscar alguno de sus títulos a la biblioteca pública, la de El Fontán, donde tantas tardes de mi vida he pasado. Alice Munro era canadiense como Margaret Atwood y como Margaret Laurence (hoy, injustamente olvidada), cuyas obras había leído con gran entusiasmo. Se trataba de una ama de casa que había decidido escribir. Lo hacía en su habitación, mientras sus hijas pequeñas jugueteaban alrededor. Uno de los primeros libros que leí de Munro fue "Las lunas de Júpiter", en una edición del año 82 de la editorial Versal. Me impactó de manera importante. Los relatos de Munro encerraban novelas enteras. En unas cuantas páginas, quedaban plasmadas historias familiares completas. El ir y venir de sus miembros, las alegrías y las desdichas, las zonas oscuras y las luminosas: vidas enteras plasmadas en aquellas pocas páginas. La miseria y la grandeza de lo cotidiano. Muchas historias de mujeres. Madres, hijas, abuelas. Mujeres que vivían atrapadas en sus destinos, que se rebelaban contra ellos, que buscaban su destino. Pequeñas piezas que encajaban a la perfección dentro de un puzzle. Algunos años después, cuando Alice Munro aún seguía sin estar de moda y sus libros continuaban siendo inencontrables más allá de especializadas librerías de viejo, hallé aquel libro, "Las lunas de Júpiter", en una de ellas y a un precio astronómico. Ah, la mitomanía literaria siempre cuesta dinero, mucho dinero, ¿quién dijo lo contrario? Y me hice con él. Hoy, junto a otro título editado por Versal, "Amistad de juventud", es uno de los tesoros de mi biblioteca. Alice Munro, la mujer que un día dijo: "El triunfo de mi vida ha sido que ninguno de los ambientes en los que me encontré dominaron sobre mí". Alice Munro está ahí, en mi biblioteca, junto a las otras escritoras canadienses y también junto a los libros de quien me la recomendó aquella lejana tarde, Soledad Puértolas. Poco a poco, gracias a la editorial RBA, se fueron publicando sus nuevos títulos y recuperando los antiguos. En las estanterías de las librerías en las que trabajé, siempre estuvo ella, Alice Munro. También en los escaparates. A algunos grandes aficionados a la buena literatura -algunos buenos amigos, como Álex; otros, no-, les recomendé aquellos libros y se quedaron maravillados con aquella prosa sencilla que escondía detrás miles de historias, de sentimientos, de latidos. Poderoso mundo literario, pese a esa aparente sencillez, el suyo. Este año vuelve a estar entre los finalistas de los Premios Príncipe de las Letras. Espero que, de una vez por todas, se lo den. Si así ocurre, como tantas veces deseé, no tendré escaparate de librería donde colocar sus libros. Cosas que pasan. Sé que algunos amigos libreros (de verdad), lo harán por mí, mientras me sumerjo de nuevo en una de esas historias, tantas veces leídas, y rememoro alguno de aquellos viajes, los que iban de la casa de mis padres a la biblioteca pública de El Fontán. Sin duda, algunos de mis mejores viajes. Y tan fascinantes y llenos de expectación como si hubiesen sido al otro lado del mundo.