martes, 8 de marzo de 2011

Mujeres

A Esther Prieto, compañera
Es un mediodía soleado de sábado y estamos sentados en una terraza del Upper West de Nueva York. Vamos a comer con Elvira Lindo, una de las escritoras que de forma más acertada se ha acercado al universo femenino tanto en sus novelas como en sus brillantes artículos, en un restaurante cercano a su casa. Y, tomando un aperitivo, hacemos tiempo. Íñigo está leyendo el periódico. Mientras tanto, observo a las gentes que pasan. Sobretodo, a ellas, a las mujeres. Pasan por delante de nosotros, de una edad y otra, de un color y otro, de una condición y otra, de diversas nacionalidades. Van solas, de la mano de sus parejas, chicos o chicas, con niños o sin ellos. Algunas van del brazo de otra mujer mayor, sus madres probablemente. Ríen, hablan, gesticulan con las manos, fuman, señalan a un punto o a otro, se detienen ante los puestos de libros de segunda mano que están colocados a lo largo de la calle, o no lo hacen. Mujeres que viven en Nueva York. Cada una con su estilo, con su propia historia detrás. ¿Qué se esconde detrás de cada una de esas vidas? Un misterio. Dejo volar la imaginación. Vidas frustradas o plenas. Vidas que, como las de todos, se componen de ambas cosas, momentos de frustración y de plenitud. Es sábado y hay más motivos para la plenitud que para la frustración. Es primavera. Hace calor. Es un día relajado. Hay cosas que, estemos donde estemos, no cambian. El curso de la vida. ¿Qué determina ese discurrir? Otro misterio.
Meses más tarde, estamos sentados en otra terraza, en nuestra ciudad. Es un sábado de marzo. Hace frío aún, pero aprovechamos esos débiles rayos de sol que buscamos con anhelo y que, a fuerza de intentarlo, calientan algo la piel. Pasan muchas mujeres. Muchos tipos de retratos femeninos. Algunas caminan con paso lento; otras, lo hacen con paso decidido, desafiando. Algunos de los perfiles de aquellas mujeres de Nueva York, cambiando el peinado y los vestidos (o quizá sin cambiarlos), se repiten en esta calle del Oviedo antiguo. También, de manera casi mágica, los mismos comportamientos. Madres, hijas y abuelas. Mujeres de uno u otro continente que luchan, que sufren, que ríen, que reivindican sus derechos. La igualdad, ay. Qué hermosa palabra para gritarla hoy, 8 de marzo, y cualquier otro día, aquí y allí. El legítimo derecho a ella, a la igualdad. Más allá de cualquier otra razón, eso es lo que une a unas y otras mujeres, a todas ellas. No importa el país, la edad, las diferencias culturales o ideológicas. El derecho a ser ellas mismas y a ser respetadas como tal. Muchos hombres estamos ahí, de su lado. Y, por mucho que se empeñen otros hombres con su miserables hazañas en lo contrario (ya van trece asesinadas en lo que va de año), ellas lo saben.
Vuelvo a Nueva York, pero no recordando aquel día de mayo del año pasado, los momentos previos a la entrañable comida con Elvira, sino a un tiempo más lejano, a un Nueva York que no conocí, el de los años 50, el que se retrata en una novela maravillosa que estoy leyendo, "Brooklyn", de Colm Tóibín. Una de esas novelas que administras para cada día con la imposible intención de que la magia que te transporta al sumergirte en ella no se termine nunca. Y me quedo con la historia de esa chica de familia humilde, Eilis Lacey, que se ve obligada a emigrar de su Irlanda natal a Brooklyn. Los cambios sociales y personales a los que asiste, la dificultad de dejar atrás a su querida familia, de hacerse un hueco en un mundo que no es el suyo y que tiene que adoptar como si lo fuera. Y pienso en todas esas mujeres que, como ella, tuvieron que irse, en su valentía y en su fe en la vida. Esa fe por la que, pese a todo, debería merecer la pena seguir luchando. En cualquier época y rincón del mundo.

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