viernes, 10 de diciembre de 2010

Hay que deshacer la casa

Era el título de una obra teatral, de mediados de los 80, con la que Charo López tuvo un gran éxito en Buenos Aires y por la que, aquí, a su regreso, compartiendo escenario con la desaparecida Lola Cardona (¡qué maravillosas actrices conforman la historia de la interpretación de este país!), ganó el Premio Ercilla. Es la historia de dos hermanas que, tras la muerte de sus padres, se reúnen en la casa familiar para repartirse la herencia. Ahí empiezan a aparecer los recuerdos, las rivalidades, la nostalgia y los conflictos. Ayer, desmantelando la librería para su cierre definitivo, me acordé de esta obra de teatro escrita por Sebastián Yunyet. Aunque aquí, en la librería, no tengamos que repartirnos nada (todo regresa a las distribuidoras y a las editoriales, qué pena), sí aparecen, inevitablemente, los recuerdos. Tres años de trabajo. Ocho horas diarias durante esos tres años, si hacemos minucioso recuento, son unas cuantas horas, con su lentitud o con sus instantes más luminosos y fructíferos. Cada uno de los libros de fondo de la librería, como cada uno de los que conforman la librería de mi propia casa, tiene un significado, un sentido. No están ahí por estar. Cuando, comprando ese libro, en el caso de la tienda, imaginaba que habría un lector al que podría interesarle esa historia, ese autor. Libros imprescindibles de Ítalo Calvino, Ángel González, Truman Capote, Pablo Neruda, Carson McCullers, Clarice Lispector, y tantos y tantos otros. O, en el caso de mi propia librería, constituyen el resultado de otras lecturas, de otras recomendaciones, de otros descubrimientos. Cada uno tiene su propia historia. Una aventura detrás de cada libro. Por eso, aunque en mi casa tenga cada vez menos espacio, me cuesta tanto deshacerme de los libros: todos ellos, incluso los menos buenos, forman parte de mi recorrido vital, con todas sus cosas positivas y negativas. Traen, al sacarlos de su hueco de la estantería, el recuerdo de una tarde, de una época. La manera en la que, cuando no tenía trabajo, iba ahorrando o camelando a mi madre para que me comprase otro, otro título más, anda, por favor, que acabo de escuchar a Fulanito o Menganita (póngase aquí el nombre de un escritor, actriz, director de cine o prestigioso editor) decir que es magnífico y en la biblioteca aún no lo tienen: ésos eran siempre mis argumentos de más peso. Quizá, ahora sin trabajo, tenga que volver a ellos.
Miles de recuerdos, ya digo. De ilusiones. Ahora, muchos de los libros de la tienda, de los imprescindibles y de los que no lo son tanto, están ya en cajas, preparados para su viaje hacia otros rumbos, otros recorridos, otros espacios. Su historia continúa lejos de esas estanterías que, durante estos años, les sirvieron de cobijo. No deja de ser, si lo pensamos bien, una buena metáfora de la propia vida. Todos buscando nuestro lugar en el mundo, como los personajes de aquella película argentina, así una y otra vez. Qué cansancio.

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