lunes, 13 de diciembre de 2010

Gays que van a misa

Las calles están adornadas con unas luces ridículas y desfasadas, que en algunos tramos se apagan y se encienden lentamente. Suena una música triste, muy triste, más propia de un funeral antiguo que de los días previos a la Navidad. Camino de los mercadillos de El Fontán, descubrimos algunos locales ya definitivamente clausurados, que la semana pasada aún estaban abiertos al público, mostrando sus mercancías al público. Todo está a medio camino entre el escenario descarnado de las películas de Ken Loach más radicales y alguno de los suburbios de Buenos Aires sobre los que aquel taxista, después de haberlos visitado tan despreocupadamente, nos alertó. Algunos jóvenes, con rostros desencajados, regresan de la juerga nocturna del sábado. Faltan pocos minutos para las doce de la mañana. Hoy es domingo todo el día, como decían al final de aquella obra de teatro del gran Edward Albee, "¿Quién teme a Virginia Woolf?". Nos encontramos con Sergio (llamémosle así), un viejo conocido. Camina deprisa, apenas se para, dice que llega tarde a misa. No doy crédito. Sergio, con el paso del tiempo fuertemente aferrado a su rostro, es (¿era?) un cliente habitual de saunas y demás locales y puntos de encuentro gays: aquí y en cualquiera de las ciudades que visitase. Todo parece una broma de pésimo gusto. Creencias religiosas al margen, que cada cual es muy libre de aferrarse al dios que crea más conveniente (y merece, desde luego, todo mi respeto, como ya se he señalado varias veces en estas páginas), ¿cómo se puede ser gay y acudir con ese fervor tan desmesurado a un recinto donde el discurso que allí se proclama te rechaza tan violentamente sólo por el mero hecho de que te gusten las personas de tu mismo sexo? No entiendo nada. Tengo la sensación de que, con estas lamentables perspectivas económicas, nos estamos volviendo todos locos poco a poco. Está mal decirlo (por eso le he cambiado el nombre), pero, tiempo atrás, vi a Sergio en situaciones que para sí quisieran los más atrevidos clientes de Studio 54, lo cual, sobra decirlo, me parece estupendamente: el sexo está para disfrutar plenamente de él y no debe tener más límites que los que te ponga la persona con la que lo llevas a cabo. Y ahora, el muchacho, llega tarde a misa... Y sí, efectivamente, nos damos la vuelta para comprobarlo (no termino de creérmelo), sube las escaleras con ese mismo paso apresurado, como me imagino que harían minutos antes los devotos que ahora ocupan los primeros bancos, y entra en la iglesia. Por la mañana misa y por la tarde, la inmensa tarde de domingo, sauna. Viva la coherencia.
La última vez que fui a misa, unos dos años atrás, me prometí firmemente no volver. Hacía mucho tiempo que no iba, desde los tiempos del colegio, más o menos, y, al tratarse de la boda de unos amigos y ante la insistencia de algunos de los otros asistentes, decidí entrar. Nada había cambiado desde entonces. Ni rastro de evolución. Ni un paso adelante. Lo que hace que tantos fieles -creyentes sensatos, que los hay- se vayan alejando de ahí. El discurso de aquel día estaba centrado en las uniones de parejas, lo cual, tratándose de lo que estábamos celebrando allí, me pareció normal. Pero, hablando de ello, poco tardó el cura en empezar a echar un sermón rotundo y peligroso -el mismo de siempre, por otro lado- sobre las uniones homosexuales, faltaría más. Siempre a vueltas con lo mismo. Qué obsesión y qué falta de respeto. Me dije: se acabó. No se puede tener tanta tolerancia con los intolerantes. Nunca más. Y espero cumplir mi promesa, venga la situación económica que venga. De aferrarse a un clavo ardiendo, que al menos sea divertido y respetuoso con los demás.

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