martes, 30 de noviembre de 2010

Nacho Martínez

Éramos muy jóvenes y teníamos ganas de hacer cosas diferentes y creativas. Ser escritores, locutores de radio, directores de cine, actores, guionistas... O todo eso a la vez, ya puestos, con esa maravillosa inocencia a cuestas de los jóvenes que están seguros de que se van a comer el mundo de inmediato con su talento y sus ganas infinitas. Acabábamos de dejar atrás el colegio. En los últimos meses, habíamos ganado un concurso literario con la historia de una mujer alcohólica, "Elisa siempre llega tarde" (¿dónde andará ese relato?), donde el jurado había dictaminado que se trataba de un texto muy maduro para nuestra edad (se trataba de un concurso para estudiantes de C.O.U.). Ahora estábamos en verano y habíamos decidido escribir un guión de cine. ¿Cómo lo hacíamos? Lo mejor era llamar a alguien a quien admirásemos y decirle que nos dejase uno, así podríamos ver la estructura, los espacios en blanco y todo lo demás. Se barajaron varios nombres, que ya no recuerdo. De repente, al ser asturiano, surgió el suyo, Nacho Martínez. Hacía poco que habíamos visto la serie "El olivar de Atocha" y teníamos, evidentemente, muy cercano el recuerdo de "Matador", aquella película que Almodóvar, pensando en Ava Gardner, escribió para Charo López y que ella no quiso hacer, y donde él, como acostumbraba, estaba magnífico. Busqué su nombre en la guía de teléfonos y le llamé a su casa de Madrid. Contestó él mismo. Aquella poderosa voz que escuchábamos en sus trabajos, lo era aún más en directo. Le conté nuestra propuesta. Me dijo que lo llamase de nuevo a la semana siguiente a otro número, el de la casa de Oviedo, donde iba a pasar unos días con la familia, y que sí, que nos traía el guión y que ya nos veríamos. Así lo hice: a los ocho días justos volví a llamarle y quedamos con él. Nos encontraríamos en el bar Sevilla, a las cinco de la tarde. Allí estaba él, Nacho Martínez, puntual, educadísimo, con el guión bajo el brazo, muy caballero. Le hablamos de nuestro proyecto, de nuestas aficiones, de nuestras inquietudes, de nuestras ganas de viajar, de ir a Madrid, de hacer miles de cosas. Él nos contó algunas historias sobre cine, sobre Madrid, y nos dijo que había venido a descansar, que lo necesitaba tras duros meses de trabajo. Nos entregó el guión de una película que, por problemas de financiación, no había llegado a realizarse. Le dimos las gracias repetidas veces y quedamos en volver a vernos. No lo hicimos, claro. Pero nunca olvidaremos ese gesto, el de quedar con dos principiantes para entregarles el guión que le habían pedido: ese gesto que define tan positivamente a la persona que lo hizo. Y nunca olvidaremos su imagen, tan delgada, tan alta, con sus sandalias de tiras marrones, sus ropas blancas y su cigarrillo siempre entre los dedos, alejándose por la calle Cimadevilla, tras despedirse de nosotros, pensando -seguramente- en todos los palos que les esperaban a aquel par de ingenuos que había dejado atrás, respirando el calor húmedo de la tarde de verano, descansando por estas tierras, las suyas. Nacho Martínez, aquel caballero que, hoy, dando nombre a un prestigioso premio, está en las manos de esa mujer que se arrepintió de no haber querido ser Ava Gardner. ¿Nuestro guión? Lo mejor de él está en este recuerdo, sin duda.

jueves, 25 de noviembre de 2010

An early frost

Vemos una de las primeras películas que se hicieron en los EEUU sobre el sida, "An early frost", que compramos la otra tarde en Berkana. Es una cinta hecha para la televisión con la dignidad de algunas de las películas hechas para ese medio y el aliciente de ver a la siempre maravillosa Gena Rowlands, a Ben Gazzara y a Sylvia Sidney en los papeles protagonistas. Son los padres y la abuela materna de Aidan Quinn, el joven, con todo un prometedor futuro por delante, al que le diagnostican el sida. En ella, con valentía y sin tapujos, se trata el tema de la homosexualidad y el del sida. No hay que olvidar que es una película de los primeros años ochenta, cuando ambos seguían siendo temas tabús. Más aún el del sida, me atrevería a decir. El joven, al serle diagnosticada la enfermedad, se tiene que enfrentar a sus padres para decirles las dos cosas: que es homosexual y que tiene sida. La reacción de los padres es bien diferente. La madre, comprensiva como la mayoría de las madres, enseguida se pone de su parte. La abuela materna, también. El padre, en principio, lo repudia. La primera reacción al oír su confesión es la de pegarle un puñetazo. Después, poco a poco, al ver la salvaje marginación que sufren los primeros afectados por esa enfermedad, se va mostrando más abierto, más tolerante, sin ponerse a la altura de la comprensión de las dos mujeres, su esposa y su suegra. La hermana, embarazada, también se muestra -al principio- reticente y huidiza, con temor a que ese hijo que está esperando pueda ser infectado sólo por estar en la misma habitación que él.
Hay una escena terrible. El joven, una noche, en casa de sus padres, sufre una importante recaída y llaman de inmediato al hospital. Vienen a recogerlo en ambulancia. Cuando los operarios que conducen la ambulancia descubren la enfermedad que sufre, se niegan en rotundo a llevarle y se marchan. Ahí es cuando el padre se despoja de todo prejuicio y lo lleva él mismo en su coche. Imagino, al ver esta escena, el infinito sufrimiento que provoca el rechazo, que todas esas personas, las primeras a las que les diagnosticaron la enfermedad, marginadas, desamparadas, solas... Imagino su final. Esa manera de morir rechazado por todo el mundo, incluso por sus propias familias. Y no puedo imaginar un final peor.
Leo, casi al mismo tiempo, un espléndido y reciente artículo que Antonio Muñoz Molina escribió en su blog sobre un amigo que se instaló en Nueva York, a finales de los setenta, huyendo de una familia ultrarreligiosa que lo había repudiado al enterarse de su homosexualidad. Y pienso, sí, en toda esa gente que tenía sueños, esperanzas, ilusiones, ganas de comerse el mundo. Y cómo -de una manera u otra- se fueron quedando en el camino. Pienso en toda esa gente que, al margen de las propias dificultades de la vida, tuvimos que añadir la de tener una sexualidad diferente a la de la mayoría. Y también pienso en muchas de esas madres, amigas, tías o abuelas de homosexuales que, ahora, tras la publicación de mi libro, se acercan para alabar -al margen de la literatura- mi valentía. Así lo dicen, textualmente, conscientes de lo que su pariente homosexual pudo haber sufrido también. (Me están contando muchas historias a este respecto: historias terribles de rechazo, de violencia por parte de los padres, de cierta rebeldía que inicialmente tenían sus protagonistas y que, con el cansancio acumulado, se fue apagando). Valentía, sí. Aún hoy expresar tu vida, como homosexual, en términos idénticos a los que lo haría un heterosexual es considerado una valentía. Supongo que el día en que no sea así, habremos logrado la mayoría de las expectativas. La película de la otra noche, pese a los veinticinco años transcurridos, me temo que tampoco se ha quedado demasiado anticuada.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Soledad Puértolas, académica

Estamos en Madrid para asistir al acto de investidura de Soledad Puértolas como académica. El cielo de Madrid -tan alto, tan azul, tan literario- se oscurece de repente y empieza a llover. Se desluce por completo el día. No importa. Decidimos tomar un gin-tonic en el Ritz antes de dirigirnos a la Real Academia. Un pianista, al fondo, recrea famosas melodías del cine americano. Cuando llegamos, descubrimos a un grupo de gente que ya está haciendo cola. Las invitaciones, por colores que indican la prioridad de los asientos, son reclamadas a la entrada. El edificio, tanto por fuera como por dentro, impone cierto respeto. El color de nuestras invitaciones, amarillo, nos permite sentarnos en las primeras filas, junto a los amigos y los familiares de Soledad. Delante de nosotros está Jorge Herralde, su editor. Cuando me levanto para acercarme a él y darle las gracias por las cariñosas palabras que me ha dedicado recientemente por "El extraño viaje", me doy cuenta de que está al fondo saludando a unos y a otros. Ahí está Rosa Pereda. Allí, Carmen Posadas, Cristina Morató y Eugenia Rico. A mi lado, queda un asiento libre. Y en la butaca siguiente, con una boina de fieltro fucsia y numerosas pulseras diminutas en sus muñecas, descubro a Marina Mayoral, escritora admirada, con la que empiezo a hablar. Me cuenta que está algo resfriada, con los vaivenes del tiempo -ahora frío, ahora calor- ya se sabe, que se ha jubilado ("así tengo más tiempo para escribir", señala) y que en la primavera publicará una nueva novela. La felicito por ello y le prometo que escribiré algo sobre ella para la revista Clarín. Me gustan sus historias de mujeres, su particular mundo. Y sé que a García Martín, director de la revista, también. A los poco minutos, en el asiento que quedaba libre entre Marina y yo, se sienta Enriqueta Antolín, cuya larga entrevista a Francisco Ayala, recogida en un libro, "Ayala sin olvidos", he releído estos meses, tras la muerte del escritor. Poco a poco, van subiendo al estrado los académicos (algunos de ellos con verdadera dificultad) y enseguida da comienzo el acto. José Luis Borau y José María Merino salen de la sala en busca de Soledad Puértolas. Entran los tres. Todas las miradas se dirigen a la escritora, bien escoltada por su anfitriones. El momento, tan solemne, de su entrada está acompañado de cálidos y sonoros aplausos. Enseguida le dan la palabra. Soledad centra su discurso en los personajes secundarios del Quijote, sus aliados. Es evidente que, en su obra -al margen de en este último libro de relatos, "Compañeras de viaje", donde resulta patente-, los personajes secundarios, ya desde el principio de su carrera, son muy relevantes. Aliados, sí, es el título del discurso. De todo ese discurso, tan bello y tan bien leído, me quedo ahora con unas palabras que Soledad rescata del Quijote, palabras que Cervantes pone en boca de maese Pedro: "Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala". Son importantísimas en la obra de la propia Puértolas y en la de todos aquellos escritores que, como ella, buscamos la transparencia del lenguaje. José María Merino le da la réplica y concluye el acto con nuevos y acalorados aplausos. Soledad Puértolas ya es académica, la quinta mujer que está dentro de la institución. Y yo pienso en todas esas tardes y esas madrugadas de insomnio, leyéndola y releyéndola, sublimes instantes, momentos llenos de placer (de los más placenteros como lector, sin duda alguna) y entusiasmo, y en lo afortunado que soy ahora, estando ahí, fundiéndome en un cariñoso abrazo con ella. Porque ahí, en ese abrazo, están, sí, esos momentos, todos ellos. Los que todo escritor busca en su interlocutor, y viceversa. Y yo sé que ella lo sabe.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Vanessa Gutiérrez

Son muchas las satisfacciones que me está dando este libro, El extraño viaje. Desde el primer momento en que mi compañera y amiga Esther Prieto me lo propuso, hace ya unos cuantos meses, hasta este viernes en el que acabo de presentarlo en Gijón, ciudad tan importante en mi vida y tan significativa en el propio libro. No olvido la tarde en la que mi querido compañero Samuel me enseñó la maravillosa portada que, con tanto mimo, había creado para mis textos; ni la mágica noche en la que recibimos el prólogo de Elvira Lindo, siempre tan señora; ni las palabras que le han dedicado personas a las que admiro como José Luis Piquero, Laura Freixas o Alberto Piquero. Las entrevistas de Antón García, Mercedes Marqués, Isabel Gemio o Damián Barreiro. La presentación en la plaza de Trascorrales, con casi doscientas personas escuchando, silenciosas y muy atentas, mis palabras y viajando -una vez más- conmigo. La complicidad con Azucena Vence, con Carmen Suárez. Ni las estupendas ventas que está teniendo en estos tiempos de tantas dificultades económicas. Ayer, en la presentación del libro en Gijón, en esa acogedora librería, La buena letra, que con tanto entusiasmo regenta mi colega Rafa, surgió de nuevo la magia. La escritora Vanessa Gutiérrez, tan cercana y buena comunicadora, fue la causante de que apareciese esa magia (que sólo aparece cuando le viene en gana, como bien sabemos). Con un estilo impecable, Vanessa fue desgranando las claves del libro -el yo como punto de partida, el yo con relación a los demás, la creatividad y la cultura como partes esenciales de la vida, y la figura de la mujer y la idea del viaje como centro del libro-, deslizando las preguntas, respetando los silencios, las pausas, las palabras del otro, yo, que escuchaba, embelesado (al igual que el público), cómo esas palabras que había escrito habían llegado a ella, tal cual las concebí en su momento. La conexión era total. Vanessa tiene clase, encanto, profesionalidad, talento como creadora y como comunicadora. Eso ya lo sabemos todos los que la seguimos con fidelidad, no estoy descubriendo nada. Lo que no sabía, aunque pudiese intuirlo, era el alcance que esas palabras, mis palabras, tuvieron en ella. Y de ahí, de ese alcance (impagable), surgió esa complicidad que, como escritor, uno siempre busca en el lector, en los lectores. Sobre todo, cuando quien te lee, es una mujer tan estupenda como ella, Vanessa Gutiérrez, con la sabiduría por bandera, la experiencia y el constante estudio como tablas imprescindibles, y todo un futuro luminoso por delante. Poco después, ya para finalizar, escogió uno de mis textos preferidos del libro, El café de la abuela Luisa, para leer en voz alta, y ahí sentí que de aquella boca pintada de un rojo intenso (¡ese rojo tan chic y cabaretero!) no sólo surgía una preciosa voz, la suya dando sonido a la mía, sino la de todas las mujeres que están ahí, en ese texto, y en todas las historias de mujeres y de hombres que están detrás y que se reconocen en las mías. Vanessa, te debo un largo poema. Éste es sólo un primer esbozo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

El tiempo amarillo

Mi amigo Miguel González, compadre ya, ese hombre que ama los libros tanto como yo y que, junto a su chica, Carolina, lleva con mimo, esfuerzo, ilusión y mucho entusiasmo esa librería, Seshat, en Gijón, refugio de exquisito gusto para los amantes de la buena literatura y en la que presentaré mi libro a finales de diciembre (el día 30, jueves, para ser exactos), acaba de recordarme, sin él pretenderlo ni saberlo, con una foto en blanco y negro de Jessica Lange y Sam Shepard, aquel tramo de mi vida en el que todo comenzaba. Es una foto que apareció, en su momento, en la revista El Europeo, aquella revista que comprábamos los que sabíamos que había otro mundo al otro lado de nuestra pequeña ciudad y que estaba ahí, al alcance del sueño. Ese mundo, sí, que ya sentía mío. Jessica y Sam están muy enamorados, los rostros muy pegados, el pelo rubio y mojado de ella, la sonrisa de él, su diente un poco roto o torcido o ambas cosas, que no se sabe demasiado bien, al principio de su historia de amor, en el comienzo de los años 80. El influjo de "Crónicas de motel" y las charlas que se acababan al final de la tarde con mi amiga María -en la cafetería de aquel hotel donde tantos planes hicimos y que tantas tardes nos sirvió de cobijo-, tan presentes, ciertamente inolvidables pese a todo, antes de que todo se transformase o se esfumase como lo hace siempre lo imposible. Una foto gloriosa, magistral, impresionante, que representa con fuerza ese amor y atrapa poderosamente la vibrante luz que los envuelve a los dos, Sam y Jessica, Shepard y Lange, tras el rodaje de "Frances" (la biografía cinematográfica de la bellísima actriz Frances Farmer), donde se conocieron, o acaso ya en el rodaje de "Country", su siguiente película juntos, no lo sé. Esa foto, que estuvo durante años en mi habitación, enmarcada, vigilando nuestros sueños, nuestros desvelos, nuestras risas, nuestros miedos, anhelos y complicidades (¿te acuerdas, Alberto?), y también la otra cara de todo eso, la cara más fea y antipática, que también la hubo. Ahí están, sí, viendo esa fotografía, todas aquellas noches que me pasaba escribiendo, emborronando folios y más folios, soñando con hacer posible un sueño, mi sueño, publicar un libro, escribir, escribir, escribir... Esa foto que robé, en una noche loca, cuando las noches ovetenses eran otra cosa y el espíritu de Ava Gardner, de fiesta en fiesta, estaba a mi lado, en un bar, La Regenta, donde tantas buenas veladas pasamos, ¿os acordáis? Estaba a la entrada, clavada con unas chinchetas, a punto de caerse en cualquier momento. Aquella madrugada, lo recuerdo bien, decidí que esa foto iba a ser mía. Me había quedado sin aquel ejemplar de El Europeo y no podía pasar sin ella. Merche (la otra tarde creí verte, tan cambiada, con aquel mismo pelo revuelto y aquella misma sonrisa cómplice, entre el barullo de la gente y luego te perdiste como se pierden esos hallazgos de los que uno no está demasiado seguro de haber encontrado), sé que sabrás perdonarme. Jessica se fue conmigo: estuvo en buenas manos, te lo aseguro. Sam, también. Sobre la foto, amiga, aún conmigo, como dijo el poeta, Miguel Hernández, uno de los nuestros, ya se ha posado el tiempo amarillo.

jueves, 18 de noviembre de 2010

La visita del Papa

Pasé casi quince años estudiando en un colegio de curas. Los años más importantes en la formación de cualquier niño y adolescente. Muchos años de represión, miedo, angustia, torturas psicológicas y físicas por parte de algunos de los otros niños y adolescentes que no toleraban encontrarse con un compañero diferente y -siempre, siempre- bajo la complicidad silenciosa y perversa de los curas y los profesores, alguno de los cuales, llegado el caso, se sumaban a las crueles bromas de los menores sin ningún tipo de reparo, de humanidad, ni de vergüenza. Mi colegio era una especie de cuartel, de cárcel (cuando, el pasado mayo, después de casarme, estuve en Alcatraz, la mítica prisión de San Francisco, la primera sensación que percibí fue ésa, la del siniestro parecido que tenía con aquel espantoso colegio, y no es broma o exageración lo que estoy diciendo) donde, evidentemente, triunfaba el más fuerte, el gallito, el típico chulo de barrio, el matón de la clase. El que tenía cierta pluma, el gordito, el que no sabía saltar el potro en las clases de gimnasia, el que utilizaba unas gafas más gruesas de lo habitual o el que tenía la cara llena de granos o una leve cojera: todos éramos carne de cañón, todos estábamos expuestos al ensañamiento más brutal y despiadado. Los que apuntábamos maneras gays, no obstante, nos llevábamos la peor parte. Lo más odiado, lo más repudiado era eso. Marica, mariquita, maricón... Y, a veces, esas palabras venían acompañadas de un puñetazo, un golpe en la cabeza o una buena pedrada en la frente, que de todo eso tengo recuerdo y cicatrices. Y en casa, pese a las magníficas relaciones que teníamos con nuestros padres, no nos atrevíamos a decir nada porque, cuando uno es un niño y está formándose, siempre piensa que es él el que está haciendo algo malo. Callábamos, aguántabamos, rezábamos, como nos habían enseñado nuestros padres, y le pedíamos a aquel Niño Jesús que estaba en la mesita de noche para que todo aquello terminase lo antes posible. Pasaron los años y, con ellos, los abundantes traumas sufridos se fueron superando poco a poco, no sin dificultad. Desde luego, no fue una tarea sencilla borrar todo aquel sufrimiento. Hay gente que no supo dejar esas huellas atrás, que aún está pagando las consecuencias de semejantes abusos y atropellos.
Pienso en todo esto tras la reciente visita del Papa a nuestro país (aconfesional, no lo olvidemos) y la polémica que esa visita provocó. Las cosas han evolucionado, sí, pero en algunos sectores, los relacionados con la jerarquía eclesiástica, las cosas siguen más o menos igual, por mucha denuncia que ahora quieran hacer de los casos más vergonzantes que la rodean. Respetando, como respeto, todo tipo de creencia religiosa y a muchas de las personas sensatas (que las hay, según hemos podido ver también estos días) que la practican, cada cual es muy libre de aferrarse a lo que quiera para sobrevivir, como es lógico, no debería consentirse que este Papa, representante máximo de la iglesia católica, arremeta nada más pisar suelo español contra las leyes democráticas establecidas en él como es el caso de la ley de matrimonios homosexuales. Es, de antemano, una absoluta falta de educación y de respeto al propio país que está visitando, haya escrito él su discurso o se lo haya escrito alguno de sus secuaces. Erre que erre siempre con la misma perorata, con la misma letanía, ¡qué pesadez!, ¡qué hartazgo!, con la cantidad de problemas que hay que resolver aquí y en el resto del mundo. Porque lo otro, que dos personas del mismo sexo decidan casarse, ya no admite, hoy por hoy, discusión alguna. Y el señor Rajoy, si gana las elecciones y tiene un poco de decencia, debería pensar lo mismo porque él, a diferencia del Papa (que no es nadie para los que no creemos en esa arcaica jerarquía), sí será el presidente de todos los españoles. De los miles de homosexuales que nos hemos casado, amparados por esta magnífica, necesaria y muy justa ley, le hayamos votado o no a él, también. Y eso un presidente democrático no debería de olvidarlo, ni de mirar cobardemente hacia otro lado, como si tal cosa, como hacían aquellos curas y profesores de mi colegio, casi treinta años atrás.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Berlanga, ese genio

(A mi amigo Félix Onís)
Descubrí el cine de Luis García Berlanga, en aquella adolescencia de principios de los años 80, cuando supe que el maestro era el padre de uno de los músicos que en aquellos momentos más admiraba (y sigo admirando), Carlos Berlanga, y que, junto a Alaska y a Nacho Canut, sigue siendo una figura imprescindible para conocer la música y su importante papel en la cultura y en la sociedad, todos los cambios que se estaban llevando a cabo en este país por entonces y ese otro tipo de vida que se vislumbraba más allá de la grisura y el encorsetamiento de una pequeña ciudad de provincias como la mía. Todo aquel mundo, todo aquel torrente de gentes hablando y hablando, entrando y saliendo, todas aquellas situaciones -muchas veces a medio camino entre lo patético, lo cruel y lo grotesco, heredadas de aquel terrible pasado dictatorial del que proveníamos- me fascinaron desde el primer instante, aunque, como es lógico, en aquellos momentos, por mi edad, trece o catorce años, no pudiese comprender el verdadero alcance de aquel mundo tan variado, complejo y riquísimo. Las cosas que había detrás de todo aquello, lo que se decía y lo que no se decía, lo que se mostraba y lo que se intentaba mostrar sin evidenciarlo. La mordacidad, la farsa, la salvaje ironía, el guiño deliciosamente desmesurado, la ternura ligeramente apuntada. Un puñado de obras maestras, sin duda. Cada cual tendrá su preferida.
Algún tiempo más tarde de aquel descubrimiento, en aquella estupenda televisión que dirigía la directora de cine Pilar Miró, a la hora golfa del Cine de medianoche donde tantas películas encontramos los adolescentes ávidos de sorpresas, cultura alternativa y conocimiento, pude ver "Tamaño natural", una de las películas de este genio que se nos ha ido que más me gustan. Una complejísima reflexión sobre la soledad, entre otras reflexiones, decididamente brutal, sobrecogedora, impactante. Berlanga -una vez más- no se andaba con tonterías ni con medias tintas. No era su estilo.
Recuerdo, también, años después, aquellas tardes de los sábados con Beatriz Pecker en "Fiebre del sábado", de Radio Nacional. Hablando de todo: de cine, de erotismo, de zapatos femeninos, de músicas, de mujeres, de viajes, de la vida... Un placer escucharle, dejarse llevar por todos aquellos mundos. Su voz pausada, susurrante. Su sabiduría. Su aire de caballero elegante, pícaro y un punto travieso, que parecía saber disfrutar plenamente de la vida. Era un verdadero placer, ya digo, escucharles a los dos, tan bien se complementaban sus voces, sus visiones de la vida y su complicidad, que somos muchos, sí, los que seguimos añorando la presencia de Beatriz Pecker en las ondas.
Recuerdo hoy el empeño de Concha Velasco, diciéndolo en casi todas las entrevistas, por trabajar en alguna de sus películas. Y como ese empeño dió su fruto en la última que dirigió "París-Tombuctú". Y esa escena, ya tan memorable, donde la Velasco, pletórica, guapísima, exultante y muy sensual y descarada, anima a Michel Piccoli a acariciarle sus poderosas tetas. Sólo él, Berlanga, con su fascinación por las mujeres, podía haber hecho algo así, con esa elegancia e insinuación.
Les imagino, en esta mañana helada y un tanto triste, a él y a su hijo, Carlos, sonriendo y conversando plácidamente en algún lugar cálido y soleado que recuerde a esas playas valencianas tan suyas.
El tiempo, sí, inflexible, que, con tanta ausencia destacada, nos va dejando cada vez más huérfanos, nos va haciendo cada vez más viejos y más solos.

martes, 16 de noviembre de 2010

Así están las cosas

Estamos viviendo tiempos realmente duros. Escucho por la radio, en ese delicioso rato que puedo permitirme de descanso al mediodía, que dos millones de niños viven en hogares en riesgo de pobreza. La otra tarde, en la librería, una mujer me decía que parece que la mayoría de la gente -en la calle, en las colas de los supermercados, en las de los autobuses- está esperando la mínima oportunidad para saltar y desahogarse con el primero que tiene enfrente. La verdad es que no sé qué va a pasar aquí. Caminas por la calle, por las calles de esta ciudad, Oviedo, que tanta fama tuvo en su momento de grandes tiendas y de personas con importante poder adquisitivo, y te encuentas con la mayoría de los locales, incluso los del centro, cerrados o en vías de hacerlo. Y, si por casualidad, te animas, dejando volar la ilusión, a llamar a uno de los números de teléfono que empapelan con grandes cartelones los escaparates de esos locales cerrados desde hace más de un año y medio o dos para preguntar por el precio del alquiler y mejorar así la ubicación del negocio en el que trabajas, te quedas de piedra, la gente no se corta pidiendo auténticas exageraciones de dinero, ya no hay, si es que alguna vez lo hubo, término medio, prudencia, cierta solidaridad. Casi dos mil euros al mes por un local de ochenta metros cuadrados, sin ir más lejos, después de dejarte bien claro que deberás abonar por adelantado tres mensualidades y que ellos, los dueños del local, no se harán cargo de ninguna de las (abundantes) reparaciones que hay que hacer en el susodicho local. Y no pienses ni por un momento en una pequeña rebaja, porque entonces, la dueña (en este caso concreto) te dirá, casi con los malos modos de un gran enfado, que ese local costaba por lo menos dos o tres veces más, que bastante lo había rebajado ya, dados los tiempos. Y en ese plan -tremendo, sí- que intentas cortar buenamente porque sabes que, de un momento a otro, sin ningún tipo de reparo, se abalanzarán sobre manidos temas políticos escuchados en las televisiones más peligrosas y radicales. La gente no compra, no se anima a consumir, sale cada vez menos. Supongo que todos tenemos miedo a quedar, de un día para otro, sin trabajo, en la mismísima calle. Y así nos vamos cerrando y encerrando en nuestras casas. ¿Hasta cuándo?
Lo cierto es que, por otro lado, la gente tiene ganas de salir, de hacer cosas, de que le ofrezcan apuestas diferentes. Es lógico. Acabo de comprobarlo en la reciente presentación de mi libro. Al margen del interés que el propio libro pueda tener y generar por sí mismo o de la capacidad de convocatoria que yo pueda poseer, en esa presentación, la de El extraño viaje, se notaban esas ganas de ver algo diferente, con cierto glamour, calidad y espectáculo. Palabras, músicas e imágenes, sí, bien aderezadas. La literatura al alcance de todo tipo de público. Como sucedía aquí, en Oviedo, unos pocos años atrás. Cada jueves (o cualquier otro día de la semana, sin necesidad de que fuera en sábado o domingo) había un plan, algo interesante -a priori- que ver, a lo que asistir. Locales para tomarte un vino o para cenar repletos de gente de todas las edades. Ahora, lamentablemente, las cosas son diferentes. La falta de presupuesto arrasa con todo. Porque ya se sabe que las ideas, ay, van casi siempre unidas a ese (mayor o menor) presupuesto. Así están las cosas. Y la verdad es que, junto a la rabia y la impotencia, la situación produce pena, mucha pena. La frustrante sensación que se tiene después de haber perdido una importante batalla.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Esther Tusquets

La encontré hace unos meses, un mediodía lento, pesado, grisáceo, de esos en los que la tormenta es una amenaza más que constante, deambulando por las calles de Oviedo. Parecía algo perdida, aturdida, desorientada. No llevaba paraguas, pese a esa insistente amenaza de lluvia. La tarde anterior, en una céntrica librería, había estado presentando la primera parte de sus memorias, "Habíamos ganado la guerra". Me contaron que esa tarde, la de la presentación, había preguntado repetidas veces por una sala de bingo. Esther -reconocido por ella misma- es una jugadora compulsiva y ha publicado una estupenda novela sobre el tema, "Bingo!". Siempre es divertido, si vas con tiento, precaución y el dinero justo, pasar una tarde en el bingo. Es un juego tan absurdo como apasionante, que crea verdaderas adicciones. Apuntar los números que van saliendo del bombo y, si hay suerte, si la fortuna hace que salgan los que tienes en tu cartón, llevarte un puñado de dinero, unos euros como caídos -mágicamente- del cielo. Tuve la sensación de que Esther, magnífica escritora, estaba aquel mediodía buscando una sala de bingo, que, por cierto, se encontraba bien cerca del lugar en el que nos hallábamos, a la entrada de ese conocido centro comercial que recorro todos los días de regreso a casa. Dos salas de bingo, para ser exactos. Nadie la reconoció y debo admitir que sentí cierto temor ante la idea de acercarme a ella, pese a las ganas que tenía de decirle lo importante que había sido toda su literatura en mi vida. "El mismo mar de todos los veranos", aquella lectura que nos había dejado deslumbrados, y todos los demás... hasta ese último y estupendo cuento que aparece en el volumen "Cuentos de amigas". Su cara no parecía predispuesta a hacer nuevos amigos. Me pareció sentir que ella hubiese agradecido más el hecho de acompañarla a echar una timba que hablarle de libros o literarios recuerdos de su pasado como una de las editoras más importantes de este país. No hice ni lo uno ni lo otro. Y lo cierto, para ser sinceros, es que ahora me arrepiento de no haberle dicho nada, sobretodo imaginando lo que hubiese sido apuntar números en un cartón, cantar línea o bingo, mientras ella (quizá) me contaba algunas de las más apasionantes historias de su aventurera vida.

viernes, 12 de noviembre de 2010

San Francisco, 2010

La sensación que uno tiene cuando llega a San Francisco por primera vez y recorre esa parte de la ciudad que va del aeropuerto a alguno de los hoteles del centro es la de haber estado previamente allí. A Nueva York, esa otra ciudad americana con aires europeos, le sucede lo mismo. La influencia del cine, la literatura y las series de televisión es, en este sentido, tan amplia como decisiva, tan importante como inevitable. En realidad, cuando uno es mitómano de verdad y llega a alguna de estas grandes ciudades, una de las primeras cosas que hace es, precisamente, esa: recordarlo, casi de golpe, todo. Aquí se rodó tal o cual película, por ahí caminaba no sé qué actriz, allí moría de forma magistral uno de los alumnos más aventajados de Marlon Brando, un poco más allá tomaba un dry-martini aquel escritor mientas escribía su obra maestra, su cuento o su poema definitivo. Uno de los muchos atractivos de San Francisco es, sin duda alguna, ese. La ciudad está llena de lugares donde se rodaron muchas películas y míticas series de televisión. Esas series que a finales de los 70 y principios de los 80 revolucionaron el medio. Y también de muchos rincones literarios, muy literarios. El café Vesuvio (así, curiosamente, escrito, con v las dos, desafiando con rebeldía a las normas ortográficas), por ejemplo, donde Jack Kerouac y demás componentes de la generación beat, aquella generación de bohemios y grandes vividores, de rebeldes y hedonistas, acudían a menudo. Es un café viejo, pequeño, un poco destartalado, con decoración hippie y las paredes llenas de fotografías antiguas de muchos de aquellos músicos y escritores que lo frecuentaban y de otros que, desde añejas publicaciones colgadas en las paredes, te observan silenciosos y cómplices, como testigos mudos de aquél y de todos los tiempos. Tiene un olor muy peculiar: a vainilla, a humedad, a toda clase de tabacos (aunque, como en el resto de las ciudades americanas a excepción de Las Vegas, ya no se pueda fumar en su interior) y a esas partículas de polvo que están tan incrustadas por todo el local que sólo podrían desaparecer definitivamente con una limpieza a fondo o una reforma absoluta. Esa reforma que, por otro lado, destruiría por completo el encanto del lugar. Hay un rincón, enfrente de la barra, debajo de una fotografía en blanco y negro de Virginia Woolf que ilustra un número viejísimo de la revista Time, ciertamente especial. Desde allí, bajo la tenue luz, se puede contemplar el bar desde varias perspectivas, quién entra y quién sale, y ver cómo algunos escritores o aficionados a la literatura, poseídos por el espíritu de los viejos fantasmas y las abundantes copas, rememoran a sus clásicos. Algo parecido sucede en la librería, The City Lights Books, que está justo al lado. Acogedora, con miles de libros y todos muy apretados en sus estanterías, la librería -muy bien seleccionada- conserva ese halo de misterio que siempre acompaña a los sitios legendarios. Si cierras los ojos, no es difícil imaginar a cualquiera de aquellos beatniks sentado en el suelo o en aquellas escaleras de madera que unen los tres pisos, hojeando libros, manoseándolos, inspirándose, dejando pasar la tarde. En el último piso, el dedicado a la poesía, la luz entra a raudales por un gran ventanal y se detiene sobre los libros abiertos que reposan sobre las mesas, sobre las numerosas fotografías de poetas que decoran la sala, mientras, con sumo cuidado, intentas que la madera bajo tus pies no cruja demasiado para no estropear la sosegada magia del instante. San Francisco es una ciudad llena de fantasmas. Por sus calles, a cualquier hora del día o de la noche, aquí y allá, puedes encontrarte con mendigos pidiendo limosna o recogiendo latas de refrescos en el carrito donde guardan sus pertenencias; locos que hablan solos, que gritan, que discuten consigo mismos; enfermos de mil enfermedades; veteranos de guerra, inconfundibles con los tatuajes y las cicatrices recorriendo sus rudos y ajados rostros, que quedaron trastornados o mutilados; hippies, con lo que queda de sus largas melenas y esas ropas que -de tan pasadas de rosca como están- se han vuelto a poner de moda, cuyos cerebros no sobrevivieron a las sustancias que decidieron probar, a los viajes mentales, a tanta psicodelia; predicadores que, de tanto empeñarse en recitarlo, se creyeron su propio discurso; pobres diablos; simpáticos pícaros. Pero, todos ellos, son pacíficos. A lo sumo, con cierta delicadeza, se acercarán a ti para pedirte un cigarrillo, un dólar, un billete de tranvía, una pieza de fruta. O para contarte cualquier episodio -real o inventado- de sus excesivas vidas. También están los otros fantasmas, los que forman ya parte de la propia historia de la ciudad. El mencionado Kerouac y su grupo, Janis Joplin, Harvey Milk, que, en el barrio gay, el barrio de Castro, es una figura realmente venerada por propios y extraños, quizá aún más ahora tras la reciente película de Gus Van Sant protagonizada por Sean Penn. Su espíritu y sus reivindicaciones, aún tan vigentes y necesarias, están muy presentes en ese barrio y en toda la ciudad. Varias banderas enormes con los alegres colores que dan seña al movimiento homosexual ondean en la calle -según la denominan- más gay de todo el mundo. En la esquina principal, está el emblemático café Twin Peaks. Y en su interior, aún permanecen acodados algunos de los que iniciaron décadas atrás las manifestaciones por la igualdad. Esa zona, que se debate entre la divina decadencia y la modernidad, está llena de locales acogedores donde escuchar música relajante (jazz, chill-out) y tomarte un delicioso (y carísimo) vino californiano, un cabernet de primera clase. En uno de ellos, si lo deseas, entre vino y vino, y por un dólar el minuto, te adivinan el futuro. No es mal negocio, pensamos. Pero San Francisco es también muchas otras cosas: sus calles empinadas, sus tranvías, sus puentes, sus encantadoras y coloristas casas victorianas. Su bahía y sus alrdedores. Las vistas, desde allí, desde cualquier punto de la bahía, son magníficas, impresionantes. Sólo por eso merecería la pena visitar la ciudad. Situado enfrente, está el islote donde se erige Alcatraz, la emblemática cárcel por la que pasaron algunos de los delincuentes más famosos de la historia, con Al Capone a la cabeza, y, en la otra punta, Sausalito, un tranquilo y acogedor apéndice de la ciudad donde el leve rumor del mar es lo único que altera el silencio. Antes de coger el ferry, en el puerto de San Francisco, descubrimos un hermoso mercadillo de frutas, verduras, quesos, pescados, dulces y licores suaves. Todo tiene un color muy vistoso, una pinta estupenda. Las fresas son enormes, de un rojo muy intenso, y, cuando unas de las sonrientes chicas nos ofrece una, descubrimos que tienen un sabor realmente sabroso. Es sábado y la gente camina por allí con total relajación, deteniéndose sin prisa en cada puesto, probando de aquí y de allí, hablando con los vendedores, consultando precios, disfrutando de las horas de ocio. En San Francisco, tenemos continuamente esa sensación: la de que la gente disfruta con plenitud de cada momento. Sin las prisas, el estrés y los vibrantes aceleramientos de Nueva York, sin ir más lejos. El tiempo parece que se ha detenido en el barrio hippie, en esa larga calle -Haight Street- repleta de tiendas de segunda mano donde Janis Joplin compraba anillos, pulseras, sombreros, chalecos, sandalias... Y donde, ahora, si lo deseas, también puedes hacerte con todo tipo de cachivaches. Desde una lámpara hasta una muñeca antigua o uno de esos discos que pensabas que hacía años que estaba descatalogado. Todo es realmente auténtico. Añejo, sí, pero auténtico. Sin ese tono de impostura que últimamente recubre todo aquello que posee reminiscencias hippies. En esa misma calle, se encuentra el café Red Victorian, donde desayunaban aquellos beatniks de entonces después de sus largas noches de farra. Es un café un tanto destartalado, pero con cierto encanto. Desde su enorme ventanal, se puede ver buena parte de la calle, la única librería que hay por allí, las tiendas de ropa usada, los hippies que duermen junto a los escaparates o que tocan canciones famosas por un puñado de céntimos. La respuesta, me temo, sigue estando en el viento. Pero regreso a la zona de Castro, a uno de esos encantadores restaurantes situados en la parte de arriba de algunas de las casas victorianas que conforman el barrio. Se llama Poesía y, durante las cenas, de fondo, proyectan continuamente películas clásicas, normalmente europeas. Buñuel, Fellini, Pasolini... Ese día, entre plato y plato, la Catherine Deneuve de "Tristana" y el Donald Sutherland de "Casanova". La penumbra del local, los camareros que -al descubrir que somos españoles- nos felicitan por la ley de los matrimonios gays, el suave murmullo del resto de los comensales, la noche que va cayendo sobre la ciudad. San Francisco, 2010. Una ciudad tranquila. Un viaje importante.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Palabras que la escritora Laura Freixas dedica a El extraño viaje

Precisamente te quería escribir, para decirte cuánto me ha gustado tu libro. Hay algo, que no me gusta llamar "sensibilidad" porque la palabra está muy trillada, pero no sé de qué otra manera llamar a esa capacidad que tienes de percibir las cosas, todo lo que pasa, lo que se siente con los sentidos y con las emociones cuando parece que no pasa nada, esas temperaturas, lluvias, olores (palpita Asturias en el fondo), esos momentos detenidos, que están al borde de significar algo (no me extrana que te guste Clarice Lispector)... todos esos retratos de mujeres en las que no reparamos, como la lectora que pide el libro de Benedetti... (Solo hay algo que me ha chirriado en algún momento y es la idealizacion que haces de ciertos personajes, la pareja Bowles p ej.) Y está maravillosamente escrito. Has conseguido lo más importante: escribir un libro precioso.
Laura Freixas

El extraño viaje revisitado

La idea de crear un blog surgió el año pasado, a finales de octubre, en Llanes. Íñigo trabajaba, como de costumbre, en "Llanes al cubo" y yo quería hacer algo más que pasear, contemplar la belleza del paisaje, comer y beber, aunque todas esas cosas se puedan hacer estupendamente en esa localidad. Creamos el blog en esa casa desde la que se oye el mar y el graznido de las gaviotas que lo revolotean, y que tantas veces nos ha servido de refugio. Lo llamé El extraño viaje, como homenaje a la inolvidable película de Fernando Fernán-Gómez y al disco con el que Fangoria, hace unos pocos años, quiso homenajear al genial cineasta. Y, como siempre que emprendo una tarea literaria, sea del tipo que sea, me la tomé muy en serio. Hay alguna gente que desdeña y habla con cierto retintín de la literatura que se escribe en los blogs -es cierto que hay blogs de muchos tipos: no se puede generalizar-, pero, en mi caso, como el de muchos otros colegas, me enfrento a ese espacio en blanco con la misma seriedad, rigurosidad y profesionalidad con la que lo hago para estas páginas, para las otras en las que también escribo o para las que pudiese hacer en un futuro. Es el espacio en blanco en el que nos expresamos todos aquellos que no tenemos el hueco que desearíamos tener en los periódicos. Esos periódicos en los que tan buena literatura se ha escrito y se escribe en este país. Cada cual pondrá aquí los ejemplos que más se acomoden a sus gustos, estilo y preferencias, siempre tan particulares. Yo me quedo hoy con dos: Francisco Umbral y Elvira Lindo.
El extraño viaje -mi blog- se fue llenando, cada mañana, casi antes del amanecer, que es cuando habitualmente escribo, de muchas cosas. Recuerdos, vivencias, libros, mujeres, ciudades, amigos, músicas, películas, obras de teatro, luces de neón, luces de otras ventanas, amor... La memoria hizo también su papel. Y así rememoré todas las ciudades en las que había estado y todos los recuerdos que, caminando por aquellas lejanas calles, parques, librerías, teatros, terrazas, puertos, avenidas, museos, mercados y mercadillos callejeros, recordé. Un callejón decadente de aquel invierno de Buenos Aires me trajo el recuerdo del pozo minero que había enfrente de la casa de mis abuelos maternos, en Mieres, y el de los hombres cansados y sudorosos que salían de él; los gigantescos carteles iluminados de los teatros de Broadway me trajeron el recuerdo de todos los instantes llenos de emoción vividos antes de entrar en un teatro de mi provincia, donde actuaba alguna de mis actrices favoritas y el deseo de encontrarlas luego por la calle como un día me encontré a Charo López y otro, ya tan lejano, a Aitana Sánchez-Gijón cuando, convertida en Maggie la gata, se subía al tejado de zinc caliente de Tennessee Williams; los puentes de San Francisco me devolvieron todos los instantes de la infancia en los que llegaba a casa, después del colegio, y merendaba viendo algunas de las más emblemáticas series de televisión americanas de los años 70 y 80. Son sólo algunos ejemplos. Hay más, claro, porque lo bueno de los recuerdos es que se van hilando con la misma facilidad con la que un gato tira del hilo hasta deshacer por completo toda la madeja. Hablando de gatos, Francesca, nuestra gata, también está ahí, en las páginas de este libro y detrás del ordenador desde donde estoy escribiendo estas otras, mirando a ratos las luces encendidas de las ventanas del edifico de enfrente y otros, guiada por el sonido, los dedos de mi manos tecleando el portátil. Aparte de muchos de los recuerdos, buenos y malos, de los años vividos hasta la fecha y de las ciudades visitadas, el blog se fue llenando de mujeres, de muchas mujeres, siempre tan importantes en mi vida. Mujeres como mi abuela, mi madre o mi hermana, colegas, amigas que están ahí, cómplices, con las que me entiendo sin apenas cruzar dos palabras, y otras que se fueron quedando en el camino porque la vida no siempre es como quisiésemos sino como nos van dejando, ay. También mujeres desconocidas que veo por las calles, en el día y en la noche, y a las que sólo por un mínimo y determinante gesto deseo atrapar con mis palabras. Mujeres detrás de las que hay vidas que merecerían con toda probabilidad ser contadas. Y también, como el buen mitómano que soy, por iniciativa propia y aprendiendo de los gandes mitómanos, de esas mujeres que nos fascinan del mundo del cine, del teatro, de la radio, de la literatura, de la fotografía, de la música... Todas ellas imprescindibles, fundamentales compañeras de viaje. Hay dos constantes en el libro, dos hilos que unen todas las palabas, de principio a fin. Íñigo, la persona con la que comparto mi vida, y Nueva York, esa ciudad que tanto anhelaba conocer durante años y que no sólo no me defraudó sino que en mi mente está muy presente la idea de visitarla una y otra vez, redescubrirla -si es posible- cada año. Todo se andará, sí. Porque cuando uno está a punto ya de cumplir los 40 años, ésa es la lección que la vida te termina enseñando. Todo, tarde o temprano, pese a los cientos de trabas y dificultades, termina por llegar. Las plegarias culminan siendo atendidas. Sólo es cuestión de paciencia y perseverancia. Así, para finalizar, veo mi imagen delante de la máquina de escribir en la casa de mis padres durante muchas noches de muchos años, con el silencio cómplice de mi madre al fondo, y veo mi imagen delante de la casa que Truman Capote tuvo en Brooklyn y pienso en la poderosa presencia del azar y en cómo las cosas a veces están extrañamente unidas. El viaje comenzó en una casa, la de mis padres, y terminó en otra, delante de la casa del genial escritor americano. Y, entre medias, está este viaje, este extraño viaje.