miércoles, 24 de marzo de 2010

Paisaje

Son las seis de la tarde y acaba de llover. Me asomo a la puerta de la librería y el aire huele a la tierra mojada de aquellas tardes de primavera que pasábamos en el campo, en la casa de la abuela Luisa y el abuelo Pepe, cuando ya podíamos andar en camiseta y pantalón corto, con los brazos y las piernas al aire, con aquella piel excesivamente blanca después de los interminables meses de invierno protegida por algún bronceador con olor a Nivea, y los días eran ya bastante más largos. También huele a las manzanas que la abuela ponía en aquel frutero de tres pisos que le habíamos regalado por algún cumpleaños, encima de la mesa del comedor de arriba, aquella enorme mesa de gruesa y oscura madera que casi nunca se usaba. Manzanas verdes o rojas que se iban quedando amarillas con el paso de los días. Y cuyo olor, que también se extendía por todas las habitaciones de aquella casa de dos plantas pintada de color vainilla, ya podía percibirse desde los primeros peldaños de la escalera. El sonido del péndulo de aquel viejo reloj que siempre atrasaba era el único que rompía la solemnidad del ambiente. Pasaban, entonces, como hoy, lentas, muy lentas, las horas, la tarde. Las tardes de primavera y verano de aquellos años, tantos años atrás ya. Los hombres dormían la siesta. Las mujeres, cansadas ya de hablar, de contarse sus cosas, recogían la cocina, cosían ensimismadas bajo la higuera o leían revistas atrasadas. A mí, silencioso, me gustaba recorrer la casa, la parte de arriba, donde no había nadie. Las fotos que estaban colgadas en las paredes (en una de ellas, a medio camino entre el blanco y negro y el sepia, estaba la del abuelo Pepe, el día de su boda con nuestra verdadera abuela, María, bellísima mujer, cuyos rasgos, los que mostraba aquella fotografía, veo ahora en los de mi hermana, también María, en memoria de aquella abuela que no conocimos), los cajones donde la abuela guardaba recortes de periódicos completamente amarilleados por el paso del tiempo, los imponentes aparadores donde lucían las piezas de aquella vajilla de porcelana que sólo se usaba por Navidad o en ocasiones muy especiales. También me gustaba tumbarme en una de aquellas camas antiguas y sentir aquel silencio, aquella extraña paz, aquella serena luz que lo invadía todo. Los rayos de sol sobre la madera del suelo, la humedad, el olor de la lluvia, el zumbido de las moscas, el pesado tic-tac del reloj, el lejano ladrido de dos perros que se peleban, las gatas en celo reclamando atenciones. Años más tarde, en el feliz año que viví en el campo, en Sariego, recordé, casi cada día, todas esas sensaciones. Y me prometí a mí mismo que no sería la última vez que lo haría. Vivir en el campo, esa otra meta por alcanzar. La vida, después de todo, me ha enseñado eso: que nada, nada es imposible. Sólo es cuestión de tiempo.

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