miércoles, 10 de marzo de 2010

Charo López

Me arrodillé a sus pies como los creyentes lo hacen delante de la imagen de un Cristo. Estábamos en Gijón, a principios de julio. Hacía una noche calurosa, muy agradable. El olor del mar se extendía por todas las calles. El rumor de las olas, también. Acabábamos de cenar en un restaurante italiano cerca del puerto. Y, cuando salimos, alrededor de la una de la madrugada, la descubrí de inmediato, sí, era ella, no había ninguna clase de duda, caminando -poderosa, decidida, toda vestida de negro, de la cabeza a los pies, camiseta de tirantes y falda larga con una abertura infinita a un lado, que dejaba al descubierto su espléndida pierna, sandalias sin tacón y enorme bolso, como una auténtica diosa griega: de cerca, cara a cara, aún se parece más a Ava Gardner- por la acera de enfrente. La llamé por su nombre y crucé la calle. Se dió la vuelta -la melena oscura librándose de un moño mal hecho, los ojos muy brillantes, bellísimos, la carcajada, su carcajada, dominándolo todo, absolutamente todo: Charo López, auténtica señora, en carne y hueso- y me saludó. Le cogí las manos, le dije que la habíamos visto por la tarde en el teatro, que la veía en todas las funciones que hacía, en todas las películas, que era su admirador número uno. Sí, el primero de la lista. De la larga lista. Y me arrodillé ante la mujer más guapa de este país, como la definió Umbral. Una mujer muy inteligente, que sigue siendo deslumbrante, traspasados los sesenta años. Una de nuestras mejores actrices, que domina la escena con clase, estilo y talento, mucho talento. Ella reía y reía. Nadie se ríe como ella. Y menos aún en la noche, aquella noche. La risa profunda de Charo y la noche. En la acera de enfrente, Iñigo, Félix, Alberto, Isaac y Yoli, reían también, perplejos al ver mis rodillas clavadas en el suelo gijonés. Me incorporé y le presenté a Iñigo y a todos los demás. Le dije, como si de una amiga de toda la vida a la que hacía tiempo que no veía se tratase: ¿no te parece guapo mi chico? Y ella le cogió la barbilla, le hizo ponerse de perfil y afirmó, muy seria y rotunda, sí, es muy guapo, y tiene un perfil estupendo. Ella, que tiene el mejor perfil de nuestro cine. Aquella noche, en Madrid, nos recordó, se estaba celebrando la fiesta del Orgullo Gay. Qué hacéis que no estáis allí, exclamó. Ninguna fiesta, para mí, le dije, es comparable a verte en el teatro. No hay alegría mayor para mí. Y volvió a reír, con esa carcajada alegre, sonora, un poco melancólica y muy contundente que tiene. ¿Cómo era eso que hiciste antes?, preguntó con su voz maravillosa, una de esas voces que brotan del fondo del alma, refiriéndose a mi manera de arrodillarme. Así, le dije, volviendo a ponerme de rodillas ante ella. Mis ojos a la altura de su cintura, los pechos grandes y hermosos apretados en aquella camiseta negra, el olor de su perfume, la potente carcajada y los ojos relucientes, pícaros, juguetones, un punto tristes. Nunca olvidaré aquellos ojos. Tampoco aquella mágica noche de julio.

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