jueves, 4 de febrero de 2010

El cine de los sábados

Ayer, en la librería de viejo que hay al lado de casa, me encontré con el proyeccionista, ya jubilado, de los lamentablemente desaparecidos cines Brooklyn. Enseguida me reconoció (esos cines, con dos o con siete salas, como los otros, los Clarín, de la misma cadena, eran como mi segunda casa: durante años, muchos años, solía ir cuatro o cinco veces por semana tanto a ellos como a los otros que aún había en la ciudad: el Ayala, el Principado, el Real Cinema...) y estuvimos hablando un buen rato de lo triste y penoso que nos parecía que hubiesen cerrado todas las salas de la ciudad. Ahora, para ir al cine en Oviedo, hay que soportar una avalancha de gente que -los fines de semana, que es cuando los que trabajamos con el horario de las tiendas tenemos tiempo para ir- se pasa las horas en los centros comerciales y lo mismo se mete en un cine que en una bolera. Aquella cultura del cine era otra cosa. Uno iba a ver una película determinada, la que le apetecía, la que mejor se adecuaba a su estado de ánimo. Un drama, una comedia, un musical, una película de simple entretenimiento... No iba al cine a ver cualquier cosa, el ir por ir, proyecten lo que proyecten, cargados con esos enormes cartones de palomitas de estomagante olor y refrescos con una pajita bien ruidosa, sea la hora que sea. El otro día, en la sesión de las ocho, vimos a una pareja que se comía una hamburguesa con sus patatas y sus aros de cebolla, y se quedaba tan fresca. Por no hablar de la gente que no apaga los móviles o que se pone a hablar a través de ellos con total descaro y pobre de ti si dices algo. Ay, si Terenci Moix (a quien debo el título de este artículo así como tantas lecciones de buen cine, de sabiduría, de exquisito gusto y de amor por el glamour y las estrellas de verdad y no por estas cuatro niñatas que hoy se empeñan en poner de moda y que mañana nadie se acordará de ellas) levantara la cabeza...

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