domingo, 28 de febrero de 2010

Amistad y garrafón

Si el otro día hablaba aquí de la importancia del amor, no quiero pasar por alto las cualidades de la amistad, de la buena amistad. Un amigo es esa persona que te escucha, que ríe y llora contigo cuando viene el caso, que apoya, que comprende, que dice lo que piensa (y esas palabras, aunque a veces sean críticas o desagradables, no te molestan), que no juzga. Un amigo de verdad está siempre ahí, a cualquier hora del día o de la noche, respetando tus decisiones, aunque no le veas todos los días. Forma parte de la familia que tú has elegido libremente, la familia que no te ha sido impuesta. Nadie dijo que fuera fácil conservar este tipo de amistades. A lo largo de la vida se pasa por etapas difíciles, con sus más y sus menos, con problemas y desencuentros, discusiones y malos rollos, pero si el fondo de la amistad es el que tiene que ser, un fondo de cariño noble y auténtico, todo lo malo se termina echando a la espalda. Lo negativo, como siempre, se aniquila con cinco buenas carcajadas, una tortilla de patatas bien gorda y una botella de vino por cabeza. Y las tonterías, fuera. Muchas veces hay que hacer cosas que a uno no le apetecen, ceder, transigir, perder de nuestra parte. Se pierde, sí, en ocasiones, para ganar. Y viceversa. La amistad es un toma y daca constante, pero en eso consisten las relaciones humanas, la convivencia. El estar aquí y ahora, y mantenerse, durante años, así.
Hay gente que siempre quiere hacer lo que le da gana, erigir su voz constantemente, ser el protagonista de todas las fiestas, tener la razón en todo momento, buscar gresca con el que no comparte su visión de las cosas. Y esa gente, conocemos casos de chicos y chicas, acaba sola, criticando a unos y otros, nadie quiere estar a su lado, todo el mundo termina huyendo de ella, convirtiéndose en caricaturas trasnochadas de sí mismos.
Siempre que volvemos a casa, como este viernes, a la tantas de la madrugada del día siguiente, después de una de esas mágicas noches con nuestros amigos, no puedir evitar acordarme de aquellas juergas por el Madrid de los años 70 que narraban los geniales Paco Rabal y Fernando Fernán-Gómez, toda aquella gozosa camaradería y la misma manera de ver el mundo. Aquellos cantarines y alegres regresos a casa, después de aquellas largas noches de farra. Lo malo, aquí, son, al día siguiente, las consecuencias de esas copas de garrafón de cuarta que te ponen cada vez en más sitios, cobradas a precio de oro, que te machacan la cabeza y el estómago, y que casi dan ganas de parapetarte detrás de alcohol de calidad y de no volver a salir de casa nunca más.

viernes, 26 de febrero de 2010

El amor

Estos primeros días de sol y temperaturas agradables, después de tanto e intenso frío, me traen recuerdos de otros días así. Ahora que ya puedo despojarme de las chaquetas más gruesas y abrir un poco la puerta de la librería para que se cuelen esos tímidos rayos de sol templado, pienso en aquella otra librería en la que antes trabajaba, en su puerta también abierta y en aquellos rayos de sol de la primavera ya en todo su esplendor que se colaban a través de ella. Dentro, detrás de aquel cartel con la preciosa portada de "Historia de un abrigo", al principio de todo, tú y yo, tres años atrás. Miles de proyectos, de ilusiones, de complicidades. Miles de sueños que se resumían en uno solo: estar juntos. Todo eso que, ahora, casi mágicamente, se está cumpliendo. Lo que empezábamos a soñar se está convirtiendo en realidad, nuestra realidad, sí. Qué vértigo. ¡Cuántas risas en aquella librería! Qué aventuras. Las aventuras que conlleva siempre el hecho de vivir, de vivir intensamente y sin tapujos, y enamorarse. Enamorarse sin miedo, que es como hay que enamorarse y como hay que vivir. Superadas ya las barreras de los primeros miedos, las barreras de las mentes más estrechas, somos, en la medida de lo posible, dueños de nuestro propio destino. Hacemos lo que nos da la gana, sin tener que entregar cuentas a nadie. Todo lo demás sobra. Trabajamos, leemos, viajamos, organizamos miles de cosas, nos moviliza la curiosidad, nos planteamos cientos de proyectos. Un futuro en común. Qué importa lo que digan los demás. Digan lo que digan. Y nos reímos, nos reímos mucho. La risa puede con todo lo malo, con todo lo feo: con las personas que no están a la altura. La risa es uno de los lazos que más une a la gente. La risa y la libertad. Esa libertad que nos permite hacer lo que nos da la gana sin molestar a los demás. Que es lo que debería hacer todo el mundo, por otro lado. Madrid, Nueva York, Londres, París, Gijón, Roma, Lisboa, Buenos Aires... No concibo ninguna de esas ciudades sin ti, como no concibo ya casi nada sin ti. Por eso, porque estamos aquí, porque ya casi es primavera, y esta casi primavera me hace recordar todas las primaveras que llevamos viviendo juntos, porque estamos a puntos de casarnos, porque es fácil si lo intentamos, como dice John Lennon, ese poeta, porque lo intentaremos mientras nos quede aliento, te dedico estas palabras, también esas otras dos que tú y yo sabemos. El sol, ya ves, que hoy me pone un poco tonto.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Placeres sencillos

Los olores siempre nos trasladan a otras épocas, a otras sensaciones, a otros momentos ya vividos. Este domingo, sin ir más lejos, en "El Refu", tomando vermú rojo y aceitunas Jolca. Félix, como siempre en los últimos tiempos, era el encargado de preparar el delicioso combinado. Fuerte, contundente, delicioso, preciso, evocador. Hacía tiempo que no tomábamos vermú rojo, ese brebaje que tiene tanta fama en algunos lugares por su carácter añejo sólo por llevar abundantes dosis de canela. El vermú de Félix no sé que llevaba, ni quiero saberlo (canela no, desde luego), sólo sé que me trasladó a la infancia, a aquellas soleadas y veraniegas mañanas de domingo en las que mi tío Jose, el hermano de mi padre, me llevaba por los pueblos de Asturias a tomar el aperitivo y él se bebía varios vermús como ése, mientras a mí me dejaba pedir (a diferencia de mi padre) varios Bitter Kas y todas las patatas y aceitunas y calamares que me apeteciesen. Me gustaba oler la copa de mi tío, acercar la nariz y los labios al cristal, hacerme el interesante. Y el olor era el mismo que el de este domingo. Un olor fuerte, contundente, ligeramente afrutado, ligeramente amargo, con una base a madera, a barril, a corteza de limón. Y un sabor a la altura de ese olor. Llegados a este punto, uno sabe perfectamente que los placeres más extraordinarios de la vida -los placeres sencillos, que diría Jane Bowles, tan formidable bebedora como escritora- están en las cosas más simples. Lo más agradable está siempre en ese punto inesperado de la cotidianidad, en esos ratitos que surgen mágicamente escapándose de la rutina. Cuatro amigos, en una cocina (esa cocina que alberga tantos secretos, tantas risas y tantas lágrimas), una mañana de domingo, charlando y bebiendo vermú rojo, mientras se van dorando las patatas en la sartén. El sol y los primeros calores colándose por la ventana. La felicidad está ahí, en ese olor, en ese sabor, en ese tiempo detenido. En esos placeres sencillos.

martes, 23 de febrero de 2010

El café de la abuela

El café de la abuela Luisa era un café rico, ligero, aguado. Quizá porque ella, la abuela Luisa, que en realidad no era nuestra abuela sino la segunda mujer del abuelo (aunque esto era un secreto que debíamos de guardar delante de ella), era una persona tacaña, muy tacaña. Siempre se justificaba -ante los reproches de mi padre o de mis tíos, sobretodo de mi tía, a este respecto- diciendo que ella, como tantas otras personas, había vivido una guerra, y que sólo el que pasó por ella sabe bien de lo que está hablando. Me gustaba aquel café ligero y aguado que me dejaban tomar, siendo niño, con mucha leche. Un tazón de leche y dos gotas de café, consistía aquel festín que siempre venía acompañado de la misma retahíla por parte de los mayores: el café es malo para los niños, tienes que tomarte Cola-Cao o Nesquik, como todos los niños, pero a mí aquello no me gustaba nada, ni el Cola-Cao ni el Nesquik, me empalagaban ambos a más no poder. Prefería, ya entonces, el café y su liturgia. Aquellas tardes de verano, bajo la frondosa higuera que se elevaba imponente delante de aquella casa de piedra, escuchando las historias de los adultos, descifrando alguna de aquellas conversaciones que parecían ocultar alguna clave, dejando pasar las horas lentamente. Los hombres, según avanzaba la tarde, se iban quedando dormidos en las hamacas o sobre la hierba, siempre a la sombra, y las mujeres continuaban, bajando un poco el tono de voz, con su cháchara. Las charlas de las mujeres eran siempre apasionantes. Siempre tenían algo de qué hablar. Nunca se cansaban. En el mes de julio, salvo excepción, también estaba mi tía Maru, la mujer del hermano de mi padre, que vivían en Bruselas con sus hijos y venían a pasar aquí parte de las vacaciones. Mi tía Maru era muy moderna -sobretodo ante los ojos de mi abuela y de mi tía Charo, la hermana de mi padre-, tomaba vermús de color y vino en las comidas, fumaba un Ducados detrás de otro y bebía tazas de café negro constantemente. Siempre traía un montón de glamourosas revistas francesas -Vogue, Elle, Marie-Claire, Cosmopolitan- y muchos libros (casi todos en francés). Mi tía Maru era, en aquel momento, todo un personaje. Se pintaba las uñas de los pies de rojo intenso y llevaba el pelo corto, muy corto, casi rapado, lo que le otorgaba un toque francés muy pronunciado. Tenía un aire a una madura Marguerite Duras, de la que era ferviente lectora. La tía Maru era de las mujeres que menos hablaba en aquellas conversaciones, siempre lideradas por la tía Charo. Se quedaba callada, pensativa, esbozaba una ligera sonrisa y se enfrascaba en sus numerosas lecturas. Su mundo parecía, por entonces, a principios de los años 80, muy lejano al de aquellas otras mujeres, las mujeres de aquí, más convencionales, mucho menos modernas. El contraste de lo que era por aquel entonces una parte de Europa y la otra. Una Europa moderna y avanzada, y otra recién salida de una larga dictadura.
Recordando ahora aquellas lejanas y lentas tardes de verano, aquellas tardes que se prolongaban hasta las diez y pico de la noche, en las que la cafetera estaba cada poco en el fuego (para indignación de la abuela Luisa, que les recordaba constantemente que con tanto café no podrían conciliar el sueño), dejando su intenso y exquisito olor en la espesa humedad de los veranos del norte, creo que allí puede estar uno de los orígenes de mi amor por la literatura, por las palabras, por narrar lo que estaba viendo y sucediendo a mi alrededor, por describir aquellas escenas tan pintorescas, tan "chejovianas" (sin saber aún quién era Chéjov, claro), por reproducir las historias y las vidas de aquellas mujeres tan diferentes, tan particulares. La vida, ya por entonces, bien anudada a la literatura.

viernes, 19 de febrero de 2010

Aznar, en la universidad

La gente sensata, que somos la mayoría, la que creemos en el poder de la palabra sobre todos los demás poderes y respetamos todas las ideas que sean democráticas aunque no las compartamos, detestamos profundamente la mala educación. Nunca, en ningún momento, deben perderse las formas ni los modales. Por eso creo que el gesto de Aznar levantando el dedo al grupo de estudiantes que lo habían abucheado previamente es totalmente desacertado. Un gesto barriobajero, impropio de un hombre que fue durante ocho años el presidente de este país después de ser elegido (no olvidemos esto) democráticamente en las urnas. No se puede hacer ese gesto en una universidad. Va contra el espíritu mismo de la propia institución. Dicho esto, por muy en contra que esté (que estoy) de la política y del discurso feroz, añejo y rencoroso de Aznar, añadiré que tampoco soy partidario de los abucheos. La violencia verbal siempre es el germen de algo negativo y peligroso. Como tampoco comparto la idea de que se le vayan a tirar tomates a un artista si no te gusta cuando actúa en un recinto gratuito. Si te saca de quicio ese artista o ese político, no vayas a verle, no le escuches, no le votes. Escoge a otro, a otros. Es así de simple. Lo grande de vivir en democracia es eso, que uno puede escoger libremente. Puede elegir a quien escucha, a quien vota, con quien se acuesta o con quien se casa o no se casa. Y la educación tiene que prevalecer ante todo. Debe ser el primer paso para el entendiemiento, la convivencia y el respeto, sobretodo el respeto, entre los que pensamos de una manera y los que piensan de otra.

jueves, 18 de febrero de 2010

Madres y libros

Aún hoy, pese a los indiscutibles avances que ha hecho el hombre (unos más que otros, todo sea dicho de paso) en casi todo, incluída la educación de los hijos, de sus propios hijos, siguen siendo -mayoritariamente- las madres las que ayudan a los niños a hacer los deberes del colegio, entre otras muchas tareas. Me enternecen sobremanera esas madres aceleradas que entran en la librería pidiendo ese libro que reclaman los profesores a última hora, siempre a última hora, y algunas veces descatalogado. Muchas de ellas aseguran con cierto tono de disculpa que, dado que el tiempo se les echará encima, serán ellas mismas las que leerán el libro y le harán un resumen a los críos. Sólo por esta vez, susurran, al ver mi cara de perplejidad y divertido asombro. Otras, ciertamente agobiadas, llegan pidiendo un libro que las ponga al día en matemáticas, ¿lo hay?, dime que sí, por favor, ruegan, búscame algo, lo que sea, ya no me acuerdo de nada de todo aquello... Hay otras que vienen encantadas porque sus hijos quieren determinado libro. Muchos críos no quieren leer, pero otros lo tienen muy claro: los libros de Manolito Gafotas (aquí me quito, de nuevo, el sombrero ante mi querida Elvira Lindo: creo que sólo las madres y los libreros sabemos de verdad el verdadero alcance de su literatura juvenil) y de Gerónimo Stilton, auténtico fenómeno de los últimos tiempos, pertenecen a ese grupo en que los niños desean expresamente ese libro, su libro. Todas esas madres son mi madre, hace muchos años ya, cuando se me atragantaban las dichosas matemáticas y empezaba a descubrir otros mundos, los de la fantasía. Yo no tenía necesidad de que me leyesen los libros, ya lo hacía muy bien solo, a cualquier hora, en cualquier rincón, en casa, en la casa de los abuelos, en el campo, en la playa. Era ella, sí, mi madre la que siempre me compraba los libros que quería, nunca miraba el precio, ni si eran muchos los libros que le pedía. Me los compraba siempre los viernes, cuando regresaba del colegio, con todo el fin de semana por delante. Toda clase de libros, según la edad y el momento. De pequeño y de mayor: mi madre siempre me compró libros. También discos y películas, y entradas de cine y de teatro y de circo, cuando yo aún no trabajaba. Mi madre, sin ser ella una gran lectora, fomentaba así mi amor por la cultura. No conozco mayor fortuna que esa. La mejor que ha podido dejarme. Porque en ella, de un modo muy sutil e inteligente, está también la demostración de su amor, de su comprensión, de su apertura de mente.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Clara Sánchez: El placer de leer

Clara Sánchez es una de esas escritoras que, poco a poco, paso a paso, sin prisas pero sin pausas, ha ido creando una carrera sólida, muy sólida. Si, hace un mes, me hubiesen hecho escoger entre dos de sus narraciones, me hubiera quedado con "Desde el mirador" y "Presentimientos". Ahora, con la novela ganadora del Nadal 2010 en las manos y su primera lectura ya hecha, tendría que añadir sin remedio alguno "Lo que esconde tu nombre". Es una de esas novelas que no puedes soltar, que están narradas de una forma tan perfecta que apetece en todo momento seguir y seguir y seguir leyendo, sin mirar la hora del reloj ni si nos ha sorprendido la madrugada de repente. Podríamos decir, si hubiese que hacerlo, que es una mezcla de géneros. Pero eso es lo de menos. Lo que realmente importa es eso: la voracidad con la que apetece abalanzarte sobre ella, seguir la pista de cada uno de sus personajes, saber qué les va a pasar en la escena siguiente, en el capítulo siguiente. Y digo escena y digo bien, porque la novela se compone de breves escenas en las que uno y otra protagonista nos van narrando los acontecimientos desde sus diferentes ópticas y puntos de vista. Y digo escena y digo bien, porque es una novela muy cinematográfica, llena de bellas e intrigantes imágenes muy bien urdidas, muy bien narradas. El suspense está ahí, siempre en ese filo álgido del que no debe descender (y no desciende) si quiere mantener la atención. Patricia Highsmith y Ruth Rendell -por citar sólo a otras dos grandes damas- así nos lo enseñaron. Pide, como le pasaba a la anterior, "Presentimientos", a voces una película, una gran película. La película que vas viendo según vas leyendo la novela. Julián y Sandra, esos dos personajes que se encuentran, que se apoyan, que viven la aventura. La vida que hay detrás de Julián, estremece. (Federico Luppi debería ser el protagonista de la adaptación). Y la transformación que va sufriendo el personaje de Sandra, según va avanzando la narración, es verdaderamente memorable. Lo mejor de una novela que debería tener un éxito de público acorde con la calidad literaria de la misma. En ello, este librero, a día de hoy, está.

martes, 16 de febrero de 2010

La gata feliz

Hay gatos muy ariscos, que van a su aire, que no te dejan ni tan siquiera acercarte a ellos. Hay otros, la mayoría, que van y vienen según les convenga, ahora sí, ahora no, según su apetencia. Y hay otros, casi como la mayoría de los perros en este sentido, que quieren todo el día estar a tu lado, que reclaman constantes contemplaciones, mimos, caricias y que les prestes toda la atención del mundo. A este tipo de gatos pertenece la nuestra, Francesca. Es una gata mimosa, muy mimosa. Ya desde bien temprano, cuando pongo los pies en el suelo, viene detrás de mí reclamando su primera ración de mimos. Se estira en el suelo, deseando que pases su mano por el lomo, por la cabeza, que juegues un poco con ella, que le hagas cosquillas en el cuello, en la barriga. Después, ya en la cocina, mientras preparo la cafetera y le pongo agua fresca en su cuenco, ronronea entre mis piernas como diciendo anda, vamos a jugar otro ratito, sólo un poco, qué más te da... Con la taza de café humeante ya en la mano, escribiendo en el ordenador, vuelve a las andadas. Estira las patitas delanteras y las coloca encima de mis piernas, intentando subirse a mi regazo. Cuando lo consigue por sí misma o con un poco de ayuda, observa con detenimiento la pantalla, lo que estoy escribiendo, husmea el café. Sabe (le quedó claro ya desde el primer día) que no puede tocar las teclas del ordenador, y no lo hace. Sólo mira -fijamente- con sus bellísimos ojos marrones la pantalla y me lame los dedos. Detrás, está la ventana y, cuando se cansa de contemplar las letras, da un saltito y se coloca justo detrás del portátil, al lado de los cristales, y de los tres o cuatro libros que estoy leyendo a la vez (Clara Sánchez, Anne Tyler, Margaret Atwood...), y mira las casas de enfrente, la vida que empieza a arrancar, las primeras luces del día. Así parece feliz, sabiendo que estoy ahí, a escasos metros de ella, escribiendo, imaginando que me voy a quedar toda la mañana así, escribiendo y pasándole de cuando en cuando la mano por la cabeza. Qué más quisiera yo, Francesca, descubro que le susurro antes de levantarme para ir a trabajar, qué más quisiera yo...

jueves, 11 de febrero de 2010

Depresiones

Un inesperado día te despiertas y sientes que no puedes levantarte, que algo dentro de tu cuerpo y de tu cabeza te lo impide. No sabes qué ocurre, pero sólo sientes pena, tristeza, melancolía, desazón, ganas de llorar y de desaparecer de este mundo. El trayecto de la cama al sofá se hace interminable. Salir de casa se convierte en la tarea más pesada, más difícil. Tarea casi imposible. Ahí, en la cama y en el sofá, te sientes a salvo. Son los únicos lugares donde quieres estar. No quieres ver a nadie, no puedes. Todo a tu alrededor te causa mucha fatiga, mucho cansancio, mucho hartazgo. Las palabras, todas las palabras, incluso las de consuelo o de apoyo, te suenan mal, falsas, como un eco molesto y desagrable, como un zumbido atosigante que penetra tus oídos con una fuerza única, insospechada. Cualquier cosa te ofende, el más mínimo gesto se convierte en muy costoso de llevar a cabo. La vida carece de sentido por completo. Las constantes taquicardias te obligan a ir al médico. Unas diminutas pastillas de color naranaja aplacan esas taquicardias, ese dolor, esa desazón. La tristeza continúa. Tres pastillas al día, a veces cuatro o cinco. Duermes mejor, duermes muchas horas durante el día, las noches siguen siendo difíciles. Pesadillas, insomnio, angustia, miedo. Te muerdes la lengua, cierras los puños, castañean los dientes. Desde entonces, incluso después de recuperarte, aborreces las noches. Su magia ya pierde todo significado. Incluso ahora, en la mejor etapa de tu vida, aborreces las noches. Las huellas de aquellos dos años. Todo -para bien y para mal- en esta vida deja una huella, una cicatriz, un poso. La fragilidad de nuestros cuerpos y de nuestras mentes es extrema. Desconocemos el significado de esa fragilidad hasta que ocurre algo así. Sólo la presencia de una persona hace más llevadero ese dolor. La madre. Esa mujer que está ahí, que no pregunta, que no juzga, que se desespera por verte así (cuando tu auténtico carácter -alegre, activo, dinámico, un torbellino en acción- es diferente al de ese despojo que arrastra sus pies por la casa), que lucha para que salgas adelante. El poder de las madres es único, no conoce límites. La madre que escucha, que complace, que batalla para sacarte una de aquellas constantes sonrisas de antaño. Nunca llovió que no parara ni hay mal que cien años dure, dice el famoso refrán. Y es cierto. Un buen día, después de todo, las cosas empiezan a cambiar, atrás quedan las pastillas, el miedo, las angustias. La calle, el sol, el cielo, la lluvia y el viento vuelven a ser necesarios. Te enfrentas de nuevo a la vida, le encuentras su significado, recuperas -poco a poco- las risas, ahuyentas todo aquel horror. Quedan las huellas, sí. Pequeños fantasmas que, muy de tarde en tarde, hacen su aparición estelar. Pero avanzas, avanzas, avanzas... Y escribes, y paseas, y sales al cine, y a bailar, y a beber, y a reírte con tus amigos, y a ligar de nuevo... Regresas, sí, a la vida. Vuelves a mirarla cara a cara. A desafiarla. A disfrutarla. A encontrarle su significado. A bebértela a grandes tragos. Todo puede ser posible de nuevo. Y, de hecho, lo es.

miércoles, 10 de febrero de 2010

La idea del viaje

Tengo amigos a los que no les gusta viajar. Sienten una enorme pereza por todo lo que rodea a los viajes. No es mi caso. Pocas cosas me agradan más que preparar la maleta, salir de casa, escapar de la rutina, conocer otros lugares, otras gentes, otras costumbres. Todas esas sensaciones, todas esas experiencias. El misterio que nos aguarda. Me entusiasma ya desde que sólo es una idea, un proyecto aún por definir, por perfilar. Cómo se va fraguando en nuestra cabeza la posibilidad de ir a un lugar o a otro, los motivos, las filias. Cada viaje tiene su motivo, su historia. Siempre -¡menos mal!- nos ponemos de acuerdo enseguida. ¿Tendremos bastantes días libres, nos alcanzará el dinero, nos defraudará tal o cual sitio? Qué más da todo eso. El caso es ir, conocer el lugar, disfrutar de la diferencia, las conclusiones ya se sacarán a la vuelta. Incluso meses más tarde, cuando el viaje ya está reposado y te sientas a escribir un artículo para ésta o aquella revista, aparecen nuevas y maravillosas percepciones. De alguna manera, mágicamente, rebuscando en la memoria, regresas de nuevo allí. Cuando los viajes son muy largos, no sé por qué, se añade un temblor añadido. ¡Trece horas de avión, dos o tres enlaces, varias horas de espera en diferentes aeropuertos, la posibilidad de que pierdan nuestros equipajes! Nada de eso importa: para eso están las pastillas para dormir, las necesarias dosis de paciencia y los tres o cuatro libros correspondientes. Menos mal que los aviones no nos imponen en exceso como a algunos de nuestros amigos viajeros, esos amigos que, precisamente por ese miedo, auténtico pánico en algunos casos, no se atreven a cambiar de continente, a cruzar el Atlántico. Como nosotros ahora, qué emoción, en mayo, rumbo a Nueva York (de nuevo), a San Francisco, a Las Vegas... Ya está cerrado el viaje. Ahora queda estudiar las guías, informarse, tomar notas para no perdernos absolutamente nada. Comienza la segunda parte de los preparativos.

martes, 9 de febrero de 2010

Algunas mujeres

Cuando, en 1995, Jessica Lange recibió su segundo Oscar, descubrimos que el tiempo es inflexible, que los años ciertamente no pasan en balde. Tenía, entonces, 45 años. El rostro de Jessica había cambiado por completo, se había transformado. Seguía siendo una mujer bellísima y muy atractiva, pero los años estaban ahí: en su rostro y en sus manos. El paso del tiempo, las experiencias, las arrugas que demuestran que se ha vivido con plenitud: todo lo poético que queramos decirlo pero el caso es que, quizá porque hacía tiempo que no la veíamos (por entonces, aún viviendo en su rancho de Virginia, se prodigaba poco), la transformación chocaba, llamaba poderosamente la atención. Se iniciaba otra etapa de su carrera de la que Jessica, con la inteligencia que ha demostrado a la hora de escoger sus películas a lo largo de todos estos años y pese a las trabas que ponen a las actrices después de cumplir los cuarenta en Hollywood y en casi todas partes, ha salido airosa, triunfante. La mejor, junto a Susan Sarandon, de su generación por muchas nominaciones que quieran darle a la previsible Meryl Streep. Hace poco me sucedió lo mismo con esa espléndida escritora que es Paula Izquierdo, que ahora, por cierto, publica nuevo libro, "El nombre no importa". Conocí a Paula hace años, en la feria del libro de Oviedo, cuando vino a presentar "El hueco de tu cuerpo", su segunda novela. Una chica abierta, amable, encantadora, que no encajaba demasiado en el acartonamiento -ya por entonces bien palpable- de esta feria. Además, evidentemente, de poseer una belleza que, a su lado, deslumbraba aún más que en las fotos promocionales. Me dedicó el libro y, desde entonces, sigo su interesante carrera literaria con atención. Hace poco descubrí una foto suya reciente y, al igual que le sucedió en 1995 a Jessica, descubrí la transformación de su rostro. Sigue siendo una mujer muy bella, con un punto importante a Jacqueline Bisset, otra mujer que ha ganado con los años en todos los aspectos. Con todo el paso y el poso del tiempo reflejado en su rostro, en su mirada, en sus manos. Lo que la hace, sin duda, aún más interesante. Me gustan esos rostros de mujeres bellas e inteligentes: vividos y bebidos, sin operaciones ni retoques (creo que del de Jessica, en estos momentos, ya no se puede decir lo mismo, pese a que ella declaró por entonces -alentada también por su marido, el escritor Sam Shepard- que nunca se acercaría al bisturí, ay), que demuestran que han pasado por la vida plenamente, que la juventud es una etapa más de nuestra existencia, no necesariamente la mejor, y que las experiencias de los años (casi) siempre nos hacen más sabios. Pienso en todo esto después de ver una reciente foto de mi amiga, la maravillosa fotógrafa e ingeniosa mujer Gloria Rodríguez, a medio camino entre Susan Sarandon y Charlotte Rampling: el pelo revuelto, la mirada intensa y profunda, la serenidad, el aire del cine clásico. Qué mujeres. Algunas de las que más me gustan.

lunes, 8 de febrero de 2010

Ventanas

Acabo de situar mi mesa de trabajo al lado de la ventana, de tal manera que además de la pantalla del ordenador puedo ver el inmenso, abierto y muy luminoso patio que hay entre nuestro edificio y el de enfrente. También tengo al alcance de los ojos todas las ventanas de ese edificio. En cada una de ellas, como es lógico, una historia. La pareja de recién casados que cada día coloca un mueble nuevo en su casa, la joven abogada que recibe cada mañana la visita de alguno de sus clientes, la mujer que se asoma a la ventana para fumar. Ahí me quiero detener ahora, en esa mujer. Casi siempre está en la ventana, fumando, sea la hora del día o de la noche que sea. Ahora mismo, cuando aún no ha amanecido, mientras escribo esto, ahí está, soñolienta, con su eterno cigarrillo entre los dedos. Es una mujer de unos cincuenta y pico años, el pelo rubio y mal teñido, la bata de color rosa entreabierta, las huellas de un pasado físicamente esplendoroso. A veces nuestras miradas se encuentran pero -aún- no nos saludamos. Francesca, desde la esquina de la mesa donde le gusta enroscarse, también la observa. Le encanta ver cómo el humo asciende y se pierde en la oscuridad. (Le fascina el movimiento del humo: a veces trata de atraparlo con su pequeña pata). ¿Qué historia habrá detrás de esa mujer? ¿Qué fracasos, qué logros, qué frustaciones? Quién sabe. Parece que nunca sale de casa. Los sábados por la mañana se cubre el pelo con una redecilla bajo la que se esconden esos diminutos rulos que tanto utilizaban nuestras abuelas cuando no podían ir a la peluquería, pero por la noche -la temible noche de los sábados para los solitarios- se queda contemplando la televisión hasta el amanecer, pasando de un canal a otro, sin importarle mucho (me temo) lo que está viendo. A su lado, siempre hay una botella de whisky. Ahora mismo me está mirando, como si supiera que estoy escribiendo sobre ella. Francesca se ha despertado y la observa ensimismada. El humo que asciende en la oscuridad. La mujer sonríe y se retira de la ventana, envuelta en ese humo. Quizá sea su hora de dormir. Apaga las luces, deja la ventana abierta. Su abultada silueta se pierde en la penumbra. Cerca de la ventana, aún permanecen los rastros de ese humo que Francesca, pese a su persistencia, no consigue atrapar.

jueves, 4 de febrero de 2010

El cine de los sábados

Ayer, en la librería de viejo que hay al lado de casa, me encontré con el proyeccionista, ya jubilado, de los lamentablemente desaparecidos cines Brooklyn. Enseguida me reconoció (esos cines, con dos o con siete salas, como los otros, los Clarín, de la misma cadena, eran como mi segunda casa: durante años, muchos años, solía ir cuatro o cinco veces por semana tanto a ellos como a los otros que aún había en la ciudad: el Ayala, el Principado, el Real Cinema...) y estuvimos hablando un buen rato de lo triste y penoso que nos parecía que hubiesen cerrado todas las salas de la ciudad. Ahora, para ir al cine en Oviedo, hay que soportar una avalancha de gente que -los fines de semana, que es cuando los que trabajamos con el horario de las tiendas tenemos tiempo para ir- se pasa las horas en los centros comerciales y lo mismo se mete en un cine que en una bolera. Aquella cultura del cine era otra cosa. Uno iba a ver una película determinada, la que le apetecía, la que mejor se adecuaba a su estado de ánimo. Un drama, una comedia, un musical, una película de simple entretenimiento... No iba al cine a ver cualquier cosa, el ir por ir, proyecten lo que proyecten, cargados con esos enormes cartones de palomitas de estomagante olor y refrescos con una pajita bien ruidosa, sea la hora que sea. El otro día, en la sesión de las ocho, vimos a una pareja que se comía una hamburguesa con sus patatas y sus aros de cebolla, y se quedaba tan fresca. Por no hablar de la gente que no apaga los móviles o que se pone a hablar a través de ellos con total descaro y pobre de ti si dices algo. Ay, si Terenci Moix (a quien debo el título de este artículo así como tantas lecciones de buen cine, de sabiduría, de exquisito gusto y de amor por el glamour y las estrellas de verdad y no por estas cuatro niñatas que hoy se empeñan en poner de moda y que mañana nadie se acordará de ellas) levantara la cabeza...

martes, 2 de febrero de 2010

Recuerdo neoyorquino

Acababa de anochecer en Nueva York. Caminaba delante de nosotros por la calle 54. Tenía alrededor de sesenta años y un aire a la Sofia Loren de hoy en día. Vestía una especie de camisón de seda rosa y un chal de flecos bastante viejo. Calzaba unas bailarinas muy desgastadas, también de color rosa. Llevaba unas enormes gafas como las de la actriz italiana y un bolso minúsculo, demasiado para su altura. En la cabeza, una peluca de color ceniza. O uno de esos imponentes cardados que parecen pelucas. Caminaba despacio, a pasos muy lentos, como el que no tiene nada que hacer. ¿Hacia dónde se dirigía? Parecía hacerlo sin rumbo alguno. No miraba hacia las tiendas, ni hacia el cielo: sólo de frente, concentrada en algún punto que estaba más en su imaginación que en el mundo real. Fumaba uno de esos cigarrillos muy largos y muy estrechos. Cuando llegó a la altura de Studio 54, se detuvo -pensativa y melancólica- ante sus puertas, terminó allí su cigarrillo y siguió su camino. Ahí le perdimos la pista. ¿Qué pensaría ante las puertas de ese emblemático local, mítica discoteca de los 70, ahora convertida en un teatro? Quizá se pasase, en aquellos tiempos, la noche allí, bailando hasta el amanecer. Quizá fuese una de esas miles de personas con talento que no consiguió triunfar donde deseaba (en Broadway, probablemente). Quizá sólo se tratase de una admiradora más de tanta celebridad -Liza, Andy, Truman, Bianca...- como se agolpaba a sus puertas por entonces. Un personaje típicamente neoyorquino, sin duda. Esta tarde, quizá porque cada vez falta menos para que vuelva a Nueva York, me he acordado de ella, de aquella mujer, de sus pasos -casi etéreos- por la calle 54, aquel inolvidable mes de septiembre.