sábado, 2 de enero de 2010

Mujer en el bar

Son las diez y media de la mañana del último día del año. Estoy tomando un café en un bar con aires de boîte setentera, con luces verdes y adornos navideños propios de aquella década dispersos sin mucho criterio por aquí y por allá. La televisión, aunque sin volumen, está encendida al fondo. Están pasando imágenes de los acontecimientos más destacados del año que se va. Suenan, por los altavoces, villancicos tradicionales a ritmo dance. A mi lado, en la barra, una mujer de unos sesenta años muy mal llevados desayuna un vaso de vino peleón y un cigarrillo negro detrás de otro. Está sola y mira al frente, con los ojos perdidos en el espejo que nos refleja desde la pared del fondo de la barra. ¿Dónde despedirá esta mujer el año viejo y recibirá al nuevo?, me pregunto. Pide otro vaso de vino peleón, que la joven camarera de generoso escote, que está ahora mismo coqueteando con un atractivo cubano que acaba de llegar, le sirve de mala gana. No obstante, le llena el ancho vaso casi hasta la mitad, como diciendo ahí tienes bastante refuerzo, por un buen rato no me molestes más. Y sigue coqueteando con el cubano, que le muestra orgulloso un reloj enorme que se pierde entre un montón de pulseras doradas y que tiene toda la pinta de no haberse acostado aún. Apuro mi café y vuelvo a la mujer que sigue bebiendo vino peleón a pequeños y continuos sorbos. ¿Qué motivos pueden llevar a alguien a una situación así? ¿Soledad, abandono, pérdida de seres queridos? Quizá algo de todo ello. Mientras salgo del bar pienso en lo afortunados que somos algunos y en el poco derecho que tenemos de quejarnos. Acabar así, como esa mujer a la que la camarera le está diciendo ahora mismo que va a terminar en el suelo como todos los días, es sólo cuestión de segundos. De un día para otro, inesperadamente, todo puede cambiar. No conviene despistarse.

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