lunes, 11 de enero de 2010

El desván

El desván era el lugar prohibido de la casa. Un misterio. Nos moríamos de ganas de conocerlo, de descubrir qué cosas se escondían en él. La abuela Luisa siempre le quitaba importancia al asunto: trastos muy viejos, cosas inservibles, tonterías, decía. Pero esas palabras no nos convencían. Queríamos comprobarlo por nosotros mismos. Muchas veces, ya muerto el abuelo Pepe, cuando la abuela se iba a la misa de doce de los domingos, insistíamos para que nuestro padre nos dejase subir hasta allí. No había manera. Sólo una vez lo conseguimos. Al parecer, a causa de las fuertes tormentas de aquella primavera, se habían roto algunas tejas y había que reparar buena parte del tejado. Algunas noches, desde la cama, podíamos oír cómo la lluvia y el murmullo del viento se colaban por aquellas tejas machacadas. Nuestro sueño estaba a punto de cumplirse. Era un día muy luminoso, cercano ya al verano. Nos pusimos la ropa más desastrosa que teníamos, teniendo en cuenta que después de la visita al desván acabaría en una de aquellas hogueras que mi tío o mi padre hacían de vez en cuando en la parte trasera de la casa para quemar lo que ya no tenía ninguna utilidad. Nada más subir las escaleras y atravesar aquella trampilla de madera endeble y carcomida, una nube de polvo y plumas de pájaro se formó en el aire. Hacía décadas que nadie subía allí. La abuela tenía razón: todo era viejo e inservible. Cajas destartaladas, ropa antigua, enseres de cocina muy anticuados, sacos destrozados por el paso del tiempo y los ratones, algunos de los cuales corrían despavoridos de un lado a otro al sentir nuestra presencia. Nada reseñable. Sin embargo, estar allí, en aquel momento, era toda una aventura. La gran aventura de aquel año, después de tanto desearlo. Y constituía una de las primeras lecciones de Kavafis sin haber leído aún al poeta griego: lo importante no es el final del viaje, sino el trayecto y la idea del viaje en sí misma.

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