domingo, 31 de enero de 2010

Cuestión de sexos

Aún hoy, después de unos cuantos años ya dedicado al oficio de librero, me sigo sorprendiendo cuando determinados padres o madres (sobre todo ellas, las madres, que siguen siendo las encargadas de comprar los libros de los hijos) se escandalizan al recomendarles un libro protagonizado por una chica a su hijo masculino, o al revés. Siendo sinceros, suelen tolerar peor que un niño lea una historia protagonizada por chicas que lo contrario. (Como siguen tolerando menos que un niño juegue con muñecas o con un carricoche a que una niña lo haga con una pelota de fútbol, que ésta, siendo otra historia, es la misma). Las historias de Kika Superbruja, sin ir más lejos. Siempre hay excepciones, claro, honrosas y muy plausibles, pero, aunque parezca mentira, son pocas las madres que a día de hoy se llevan un libro de Kika para un chico (o de "La Cenicienta", o "Blancanieves": ese tipo de madres, ya desde bien temprano, se encarga de no familiarizar a su hijo con el ambiente, digámoslo así, de las chicas, y suele decantarse por "El gato con botas" o "Los tres cerditos"). Desde aquí, insisto, me quito el sombrero ante esas otras madres (incluso abuelas: esas abuelas maravillosas, modernas, inteligentísimas, ávidas lectoras ellas también) porque con su gesto convierten en normal lo que, hasta la fecha, al menos mayoritariamente, resulta extraordinario. ¿Miedo? ¿Temor a que otros niños se rían de él, a que lo hagan otras madres? ¿Resquicios de ese pasado carca y machista y homófobo del que procedemos? Quizá un poco de todo ello. A veces, aunque sé que no debo hacerlo, me apetece preguntarles si en el futuro dejarán a sus hijos leer "Madame Bovary" o "La Regenta" -sólo por citar dos casos de protagonistas femeninas-, o si, por el contrario, sólo les permitirán leer historias de guerreros, aventureros y espadachines. Es un poco absurdo, ciertamente. Creo que, en este sentido, los nuevos libros de Tea Stilton están abriendo nuevos caminos. Los niños están tan enganchados a las historias de Gerónimo, les gustan y les entretienen tanto, que esas madres más cerradas parecen ir abriéndose a esas historias, aunque la protagonista sea una ratoncita. Algunas llegan a medio disculparse con el socorrido "lo importante es que el niño lea, ¿verdad?". ¡Claro que lo importante es que el niño lea, señora! Y esas lecturas, todas ellas, protagonizadas por chicos y por chicas, harán del niño un hombre maduro, culto, inteligente que sabrá respetar a las mujeres, verlas de igual a igual, sin misterios, medias tintas, pasos en falso o demás tonterías variadas.

viernes, 29 de enero de 2010

Soledad Puértolas

La familia, especialmente la figura de la madre, y los viajes, pese a que ella misma confiesa múltiples miedos e inseguridades a la hora de enfrentarse a ellos, son esenciales en la literatura de Soledad Puértolas. ¡Cuántos retratos de la madre en algunas de sus mejores páginas! ¡Cuántas mujeres viajeras en tantas otras! Viajes en tren, mayoritariamente, que, como en el resto de su obra, esconden, detrás de su aparente sencillez, miles de cosas, de aventuras, de sensaciones, de deseos, de frustraciones, de temores, de hallazgos. Esa manera de narrar, mostrando sólo lo esencial, es una de las más complicadas de llevar a cabo. Soledad, que ha tocado gozosamente todos los géneros, es una maestra en ese arte, el arte de crear atmósferas a través de un estilo directo, que ocultan las turbulencias de las vidas cotidianas, la fragilidad de la existencia. Lo extraño, lo difícil o lo luminoso, según el momento, que es vivir. Ahí está la tradición de los mejores cuentistas americanos. De John Cheever a Raymond Carver, de Carson McCullers a la canadiense Alice Munro. Sin olvidarnos, por supuesto, de Anton Chejov -tan vigente, tan cercano-, o de damas como Katherine Mansfield o Virginia Woolf, de quien Soledad heredó su derecho a una habitación propia (habitación para leer, para escribir, para coser, para pensar, para amar o, simplemente, para contemplar en silencio el mundo a través de una ventana abierta, las estrellas que brillan en ese cielo nocturno), la reflexión más íntima y depurada, la belleza de la palabra escrita, y ese punto ligeramente melancólico.
Ahí, sí, se inscribe la obra de Soledad Puértolas. Con su inconfundible manera de narrar, con su sabia visión del mundo, con su sutileza: ahí está su estela. Esa estela que, como esas bolsas de plástico que arrastra el viento en días que auguran tormentas y que flotan durante horas por el espacio, esconde el enigma, el misterio, la fugacidad de la vida.

jueves, 28 de enero de 2010

Las criadas

"Las criadas" es una pieza magistral, difícil de interpretar, complicada de digerir (para algunos más que para otros). Jean Genet trazó la imagen perfecta de esas dos mujeres, siempre al límite, perversas, seductoras, manipuladoras, víctimas de la sociedad y de sí mismas. Dos outsiders. Dos desarraigadas. Dos sórdidas perdedoras. Se han hecho muchas versiones de la obra. Mítica, dicen los que tuvieron la suerte de verla, fue la de Núria Espert y Julieta Serrano. No lo dudo, desde luego: ambas son dos actrices de raza. Yo tuve la suerte de ver hace unos pocos años a Emma Suárez y a Mónica López (Aitana Sánchez-Gijón, que interpretaba originalmente su papel, no salió de gira) en los papeles de las criadas y a Maru Valdivielso en el de la señora. Cambió, con esta obra, la idea que tenía de Emma, a la que admiraba -sobretodo por las películas de Julio Medem- y consideraba buena actriz, pero no una actriz superlativa. Después de ver esta obra sí la incluí en ese grupo. Revolvía su cuerpo menudo con una naturalidad -¡con aquellos taconazos sobre la pendiente por la que se movían sobre el escenario: añadiendo más dificultad a la dificultad!- impresionante. Y de su interior arañaba una voz grave, arrastrada, doliente, herida, ideal para el personaje. Mónica López estaba a su altura, lo que no es decir poco, en un duelo interpretativo memorable; y, aunque me quedé con las ganas de ver a mi admirada Aitana en aquel papel, me gustó (re)descubrirla. Maru Valdivielso también estaba magnífica haciendo de señora en el papel menos agradecido si es que en esta obra hay alguno así. Soberbia, distante, envuelta en una bruma de lejanía, fragilidad y avasallamiento: otra víctima más. Las tres, ya digo, estaban memorables. Como lo estaban Isabel Huppert, Sandrine Bonnaire y Jacqueline Bisset (¿en el mejor papel de su madurez?) en "La ceremonia", la libre adaptación cinematográfica dirigida por Claude Chabrol.
Ahora, en un giro ya empleado en alguna que otra ocasión, se representa en Madrid una versión protagonizada por hombres. Quizá esté bien, no lo dudo, es una apuesta diferente, pero no me apetece demasiado verla. Creo que la obra está concebida para tres mujeres, para tres actrices de primerísimo orden. Porque sólo ellas, las mujeres, son capaces de alcanzar ese grado de vulnerabilidad y violencia y no parecer unas simples locas o salvajes.

miércoles, 27 de enero de 2010

El tiempo de los gitanos

Estaba en Gijón, por alguna de las estrechas callejuelas de Cimadevilla, pendiente abajo, muy cerca del mar. Era un local que se asemejaba a una cueva pequeña y acogedora, con ladrillos envejecidos, un altillo a modo de escenario al fondo y una minúscula barra a la entrada. Tenía su encanto. Un garito donde cantaban y tocaban las palmas un grupo de gitanos. Canciones míticas, clásicos populares. Del repertorio de Cecilia al de los Gipsy Kings, tan de moda por entonces. Lo hacían bien. Sus voces eran graves -con esa gravedad que otorga el J&B y el Winston americano a las voces- y sus palmas, grandes y fuertes, contundentes. Se turnaban para cantar y había uno que lo hacía igual que Manzanita y otro, de ojos de un intenso verde y larga melena rizada al viento, que Antonio Flores, aquel poeta. Al final de aquellas noches salvajes y muy divertidas, siempre terminábamos allí. Qué tiempos. Nos acordábamos entonces, claro, de Ava Gardner en sus interminables y legendarias noches madrileñas. No podía ser de otra manera. Aquel espectáculo debía de ser impresionante, una delicia para mitómanos avezados como ya éramos nosotros: Ava, muy borracha, con los ojos humedecidos por el alcohol, bailando al ritmo de los flamencos, buscando unos brazos en los que apoyarse, a la caza de cualquier compañía que le recordase a Frank, al murmullo de su voz, la voz de La Voz. El recuerdo de la condesa descalza, ya digo, siempre presente en aquellas noches de la iguana. Nos emocionábamos con aquellas canciones tremendas mientras pensábamos que el mundo, en breve, sería nuestro. Hay veces en la vida en las que, afortunadamente, se celebran muchas cosas buenas, muy buenas incluso. Nosotros, entonces, celebrábamos la amistad. No había más. Era suficiente. El final de la noche nos sorprendía de pronto, pidiendo la última canción y el último whisky. O los penúltimos. Afuera, el sol se reflejaba ya sobre el mar, sobre la quietud de los barcos, sobre los paseantes más madrugadores. Y el olor de ese mar despejaba un poco nuestras cabezas y nos recordaba que era la hora de irse a la cama, solos o acompañados, o a la playa.

martes, 26 de enero de 2010

Concha Velasco

He tenido a Concha Velasco, en el teatro, a escasos metros de mí, separados tan sólo por esa mínima distancia que hay entre la primera fila que siempre ocupamos los más entusiastas y el escenario. He visto sus arrugas, sus risas, sus lágrimas, sus gestos de ira, de alegría, de desesperación, de satisfacción, de rabia, de amor, de temor y de dolor. La pasión que pone en su trabajo, el arte que inunda las tablas cuando ella aparece -ya sea sola o acompañada-, la entrega total y absoluta. Pocas como ella se merecen los premios, todos los premios que le den, como ahora la Medalla de Honor del Círculo de Escritores Cinematográficos. La he visto en el cine y en la televisión, claro, en sus buenas y en sus malas películas, en casi todas. Pero no es lo mismo. En el teatro, Concha, sublime actriz, poderosísima presencia, se crece. El teatro es su vida (no lo puede ocultar), su pasión. Esa pasión que transmite siempre a lo bestia, ya esté representando una obra de Tennesse Williams, de Antonio Gala, de Adolfo Marsillach, o de Romain Gary, como la última, la que está mostrando ahora por todos los teatros del país, "La vida por delante", dando vida a una ex prostitua judía: triste, melancólica, noble, cansada, muy cansada, bajo la dirección de ese otro enorme actor que es Josep María Pou. Dice Concha que se retira, que será su último papel. No lo creo. No lo quiero creer. No lo quiero ver. Espero aún muchas interpretaciones de esta vasilloletana tierna, aguerrida, vulnerable, fuerte, débil, sensible, de poderoso carácter y hermosa voz ronca. Le quedan muchos papeles en los que demostrar que está ahí, a medio camino entre Anna Magnani y Shirley MacLaine, dispuesta a darlo todo, a contagiarnos su pasión, el teatro, que es la nuestra. Iré a verla a cualquier rincón del país. No quepa la menor duda.

viernes, 22 de enero de 2010

Panorámica

Esta mañana, al salir del portal de casa, me sorprendió la lluvia. Era muy temprano, aún no había amanecido del todo. A esas horas, mucha gente camina acelerada, en una y otra dirección, con cara de sueño y cansancio acumulado, hacia sus trabajos y sus quehaceres cotidianos. Los niños esperan, muy abrigados, junto a sus padres o madres, en la parada la llegada del autobús que los trasladará a sus colegios. Una nueva jornada. Subí a buscar el paraguas. Francesca me recibió con sus maullidos más alegres, enredándose entre mis piernas, tirándose a la larga en el suelo para que la acariciase. Supongo que pensaría que volvía para quedarme, como es siempre su deseo: no soporta estar sola. Bajé de nuevo a la calle, dispuesto a caminar un buen rato antes de abrir la librería. Me gusta caminar por la ciudad a esas horas. Observar a la gente. Los niños, los viernes, muestran una actitud completamente diferente al resto de los días de la semana. Saben que es el último día de trabajo, también el último día del temido madrugón. Recuerdo aquella maravillosa sensación de los viernes por la tarde. Llegar a casa, merendar, olvidarme del colegio, poder leer todo el tiempo que quisiese, ver la televisión sin horarios, acostarme tarde y fantasear libremente sin miedo al movimiento del dichoso reloj. Qué felicidad. Algunos jóvenes regresan ahora a casa, tambaleándose, después de una larga noche. Quizá vuelva de nuevo a ponerse de moda salir los jueves, como hace años. Los jueves eran días mágicos para quedar con los amigos. Hace tiempo que se perdió esa magia por mucho que algunos se empeñen en lo contrario. Me reconozco vivamente en esos jóvenes, en aquellas épocas de estudiante y en aquellas otras en las que estaba sin trabajo. Todos los días, entonces, eran días de fiesta. Y qué bien lo tenemos pasado, ¿verdad? Salíamos de casa a las doce de la mañana y regresábamos casi al amanecer. No había problemas, ni preocupaciones, ni recibo alguno que pagar. Libres de toda atadura. La ciudad, como el París de Hemingway, era una fiesta. O quizá éramos nosotros, sí, la fiesta. Bendita fiesta. Hay que aprovecharla siempre mientras se pueda, mientras el cuerpo aguante, por si acaso llegan los malos tiempos, que llegarán de un modo u otro, no cabe duda.
Caminando, al amanecer, un viernes o cualquier otro día de la semana, con paraguas o sin él, se descubre otra mirada de la ciudad, de las gentes. Una perspectiva muy diferente. Otra manera de tirar del hilo para empezar el día.

lunes, 18 de enero de 2010

Haití

La inocencia de los niños nunca dejará de sorprenderme. El sábado, después de evitarlo durante varios días, vi imágenes de la tragedia de Haití por televisión. Las palabras, evidentemente, sobran. El silencio, señor obispo de San Sebastián, siempre es en estos casos la mejor opción, la más prudente, la más humana. Sobretodo, cuando abrimos la boca para decir solemnes barbaridades y para llevar el ascua a nuestra propia sardina, como siempre. "Mejor si me callara", recuerdo que leí esa misma mañana en un verso inédito de Herta Müller, Premio Nobel 2009. Mejor si nos calláramos, sí. Allí estaban, en medio de las palas que recogían a los muertos como si recogiesen trastos viejos para encender luego una hoguera, un grupo de niños, entre ocho y diez años, jugueteando y picándose entre ellos, riéndose al ver las cámaras de televisión y a los periodistas, ajenos a todo aquel dolor y sufrimiento. Los contrastes de esta vida, ya se sabe. Quizá sin aquellas risas frescas y luminosas ni aquellos enormes ojos negros e infantiles que devoraban la cámara, sería del todo insoportable contemplar aquellas escenas que no pertenecían a ninguna película de Hollywood ni a remotas épocas medievales sino, desgraciadamente, a la vida real y al momento presente. El aquí y ahora. Y concluye Herta Müller: "La noche cose un saco/ de tinieblas/ yerba, mala madre amarga/ silba un tren en la parada/ o quizás un niño falto de abrazo,/ en la acera, un zapato descalzo".

domingo, 17 de enero de 2010

Cumpleaños

Ese chico que cumple hoy años se llama Félix. No diré cuántos porque Félix es una estrella y las verdaderas estrellas, como bien sabemos, no tienen edad: son jóvenes mientras su espíritu se mantenga joven, y el de Félix está ahora mismo en plena adolescencia, como poco. Nos conocimos hace una década ya. Él estaba viviendo un momento muy dulce de su vida y yo estaba en la plenitud de una relación tormentosa al estilo del matrimonio Burton-Taylor. Enseguida congeniamos. Los dos teníamos unas cuantas noches a nuestras espaldas, una manera similar de ver las cosas y el deseo -que nunca llegará a cumplirse, desgraciadamente- de haber bailado hasta el amanecer en Studio 54 a finales de los setenta. Aquí, con nuestras posibilidades, tampoco lo hacemos mal. Félix es divertido, ingenioso, provocador. Tiene talento y cuerda para rato. Mezcla deliciosamente lo culto y lo popular. Y eso me encanta. María Jiménez, John Waters y la filosofía griega. A veces nuestras posiciones no coinciden (o él hace para que no coincidan, aunque lo hagan) y entonces saltan las chispas. No sé cómo lo hace pero siempre le encuentra cinco patas al pobre gato. Ése es su encanto. O uno de ellos. (Casi) siempre te desmonta inteligentemente la película, aunque luego te ayude a montarla de nuevo. Con él dos y dos nunca suman cuatro ni por casualidad. Esas otras veces, como la otra noche, cuando la película no queda desmontada con la misma inteligencia, la sangre nunca llega al río. Es lo que tiene la amistad. Un gin-tonic y a otra cosa. Pues eso: Feliz cumpleaños.

viernes, 15 de enero de 2010

Guantes

Un guante tirado en el suelo, en medio de la calle, a las ocho y media de la mañana de este húmedo y gélido viernes de enero. ¿A quién pertenecerá? Un guante negro, de piel, unisex. ¿Qué hace ahí ese guante, a esa hora de la mañana, sobre la acera recién regada? Lo más probable es que se le haya caído a alguien -un hombre, una mujer, un travesti, que cada vez hay más y más visibles por esta pequeña ciudad, afortunadamente-, a una de esas personas que, muy apresuradas y soñolientas, se dirigen a esa hora a sus trabajos, a sus quehaceres diarios, a su rutina. Una incógnita con la forma de un guante negro para una mano grande, para unos dedos largos, para combatir las bajas temperaturas. Un guante, sí, ciertamente elegante, con clase. ¿Quién lo estará buscando? Un operario de limpieza (parece cabreado: barre con excesiva furia las aceras con ese escobón feo y viejo, muy desgastado) lo recoge bruscamente del suelo y lo pone en su carrito, sobre el enorme cubo de la basura, negro y amarillo.
Unos pasos después, otro guante, también en el suelo, perdido, abandonado, sin su pareja. Es un guante muy grande, más aún que el anterior, deportivo, de alguien joven o que, sin serlo, quiere parecerlo. Es de colores intensos, alegres, chillones, muy brillantes, un rojo y un blanco en toda su plenitud, impecables. Quizá vaya a juego con el anorak, uno de esos gruesos plumas tan necesarios en este largo invierno. Quizá, ambos, formen parte de un equipo para la nieve, para practicar el esquí en alta montaña, en estos días tan apropiados para ello. Dos guantes perdidos, dos enigmáticas historias detrás, dos historias que se cruzan en el camino, dos posibilidades que -seguramente- acabarán ahí, en el cubo de la basura de ese hombre malhumorado que barre las calles como si quisiera arrancar de cuajo toda la porquería del mundo. Este viernes, aún sin amanecer el día, languideciendo enero.

jueves, 14 de enero de 2010

Isabel Gemio

El otro día hablaba en este blog de la radio nocturna, ese refugio para insomnes, solitarios, creadores, sentimentales, corazones rotos y demás noctámbulos del más variado pelaje. Y no sería justo hablar de la radio nocturna y no mencionarla a ella, a Isabel Gemio. Hace ya casi veinte años, en Radio Nacional, condujo un programa memorable, "Noches de amor", donde la poesía, la música, toda clase de manifestación cultural y las historias de amor de los oyentes (divertidas, tristes, melancólicas, alegres, dolorosas, surrealistas, imposibles...), contadas en apenas tres minutos, tenían cabida. De José Agustín Goytisolo -poeta de cabecera del programa- a Chavela Vargas, de Marguerite Duras a Marianne Faithfull, de Luis Eduardo Aute a Pepa Flores, de Luis Antonio de Villena a la gran Massiel. Joaquín Sabina, Antonio Gala y Tom Waits. Gentes importantes de la música, el cine, el teatro y la literatura pasaron por allí. La noche, en palabras del tristemente desaparecido Goytisolo ("Tu destino está en los demás/ tu futuro es tu propia vida/ tu dignidad es la de todos"), le era propicia: a Isabel y a todos nosotros, sus fieles seguidores. El programa -muy cuidado- tenía magia, mucha magia. Luego, Isabel volvió a la televisión e hizo variados y muy exitosos programas. Unos mejores que otros, pero siempre innovando y marcando su estilo. Treinta años de profesión a sus espaldas, ahí es nada. Cuando la cosa se empezó a hacer imposible, regresó a la radio, donde continúa en las mañanas de los fines de semana, para regocijo de sus muchos admiradores. Estos días, Isabel está de plena actualidad a causa de las declaraciones de su sobrina en esa televisión que se dedicó a masacrar a otra Isabel, Pantoja, hasta la saciedad. En este país algunos han perdido por completo los papeles, ya lo sabemos. El todo vale llevado ya hasta las últimas consecuencias. Soltar por esa boca por un puñado de audiencia. Inundarlo todo de mierda por un cheque en blanco y a ver quién tira más piedras y con más fuerza. No importa el trabajo de la gente, la trayectoria (30 años, ya digo, en el caso de la Gemio), la profesionalidad. Nada. Todo al traste por lavar trapos sucios frente a una cámara de televisión, por masacrar a quien no piensa como tú. Es muy triste y muy doloroso, sí, pero creo que, pese a todo, no hay que darle más importancia. Toda esa gente acabará en su sitio, en ese tipo de programas de carnaza y vísceras. Y los profesionales, los que hacen algo de verdad en su profesión, ahí seguirán, imbatibles, porque la gente, la gente común y corriente, la gente de la calle, no somos tontos, por mucho que se empeñen algunos en lo contrario. Ahí está Isabel Pantoja, contra viento y marea, demostrando lo que sabe hacer: cantar y bailar estupendamente, demostrando su arte, te guste o no te guste, que cada cual es muy libre, ojo. Y ahí seguirá Gemio, Isabel, después de esta absurda e impertinente tormenta, haciendo lo que mejor sabe: una de las mejores radios de este país y recitando poemas como Dios, caso de existir, haría.

miércoles, 13 de enero de 2010

Un tipo especial

Hay veces en que lo normal se convierte en extraordinario a causa del interlocutor que tenemos enfrente. Ahora que ya ha pasado todo el barullo de compras navideñas -compras, a veces, un tanto aceleradas y sin demasiado sentido-, ese ajetreo que en el fondo tanto me divierte y entretiene, me acuerdo de él. Era un hombre atractivo y elegante, de piel muy negra y muy brillante (con esa tersura única que tienen las pieles negras), con una educación exquisita, alrededor de los cuarenta años. Entró en la librería el día antes de Reyes, en un momento de tranquilidad, buscando un libro para su chica. Por su acento no parecía español, pero hablaba el castellano con bastante corrección. Me contó que no era un gran experto en literatura, que se había fijado varias veces desde el autobús en el escaparate de nuestra librería y que, por favor, le recomendase algunos libros. Así lo hice. Munro, Oates, Puértolas: le presenté varias obras recientes de algunas de mis escritoras favoritas. Quizá por mi entusiasmo o quizá por ese cielo tan azul y estrellado que aparece en la portada, se decantó por "Cielo nocturno", la última y estupenda novela de Soledad Puértolas, a puertas -por cierto- de ocupar un sillón en la Real Academia y de publicar -¡qué ganas!- nueva recopilación de relatos, "Compañeras de viaje". Había algo en él, en sus tranquilos movimientos, en su pausada y dulce manera de hablar, en la delicadeza con la que compraba aquel regalo, que lo convertía en un cliente especial, en un tipo especial. No todos los días tiene uno clientes así, desde luego. Y no todo el mundo, experto o no en libros, compra regalos con ese cariño con el que aquel hombre estaba adquiriendo aquel libro para su novia. Ni mucho menos, y menos aún en estas fechas que dejamos atrás, tan cargadas de abundantes falsedades y compromisos de pacotilla. Se notaba, en cada gesto y en cada palabra, el amor que sentía por ella, por su chica, las ganas que tenía de sorprenderla, de agradarla con aquel detalle, quizá uno más o quizá el único que le regalaría al día siguiente, no lo especificó. Con él, con aquel detalle, podría explicarse toda una historia de amor.

martes, 12 de enero de 2010

Silvia Tarragona

Silvia Tarragona me ha devuelto las ganas de escuchar la radio por la noche. Antes, entre los programas deportivos y esos otros que se dedican exclusivamente a recibir llamadas de gente que cuenta lo más morboso o estúpido de sus vidas, había tirado la toalla. Silvia tiene clase, estilo, cultura, ironía, cosmopolitismo y gran complicidad con el oyente, lo que resulta imprescindible para hacer radio nocturna. No todo el mundo, por buen periodista que sea, sabe moverse de noche por la radio. Silvia, sí. Tiene un grupo de colaboradores magnífico -desde los estupendos Óscar López o Jordi Tuñón, cada uno en su estilo, a Begoña Aranguren o Benjamín Prado, buenos escritores ambos-, lo que dice, evidentemente, más cosas a su favor. Silvia puede ser sexy, insinuante o mordaz, siempre con sutileza y esa complicidad de la que antes hablaba. Silvia puede ser, y lo es, graciosa, muy graciosa incluso, porque de ella misma, llegado el caso, se ríe la primera, como debe ser. Silvia -y eso se nota- lo tiene todo controlado. Y para controlarlo todo, además del imprescindible talento natural, son necesarias muchas horas de duro trabajo detrás. La voz de Silvia -preciosa, cercana y aterciopelada voz- está hecha para la noche. Yo sé, aunque no todas las noches pueda escucharla (el insomnio que viene y que va), que está ahí, que todo ese grupo de amigos están ahí, que sólo tengo que hacer un pequeño movimiento, sacar la mano de entre las sábanas, encender la radio y dejarme llevar. Y escucharlos a ellos. Y a la Streisand, con toda probabilidad. Tal como éramos. Tal como somos. Silvia, grande.

lunes, 11 de enero de 2010

El desván

El desván era el lugar prohibido de la casa. Un misterio. Nos moríamos de ganas de conocerlo, de descubrir qué cosas se escondían en él. La abuela Luisa siempre le quitaba importancia al asunto: trastos muy viejos, cosas inservibles, tonterías, decía. Pero esas palabras no nos convencían. Queríamos comprobarlo por nosotros mismos. Muchas veces, ya muerto el abuelo Pepe, cuando la abuela se iba a la misa de doce de los domingos, insistíamos para que nuestro padre nos dejase subir hasta allí. No había manera. Sólo una vez lo conseguimos. Al parecer, a causa de las fuertes tormentas de aquella primavera, se habían roto algunas tejas y había que reparar buena parte del tejado. Algunas noches, desde la cama, podíamos oír cómo la lluvia y el murmullo del viento se colaban por aquellas tejas machacadas. Nuestro sueño estaba a punto de cumplirse. Era un día muy luminoso, cercano ya al verano. Nos pusimos la ropa más desastrosa que teníamos, teniendo en cuenta que después de la visita al desván acabaría en una de aquellas hogueras que mi tío o mi padre hacían de vez en cuando en la parte trasera de la casa para quemar lo que ya no tenía ninguna utilidad. Nada más subir las escaleras y atravesar aquella trampilla de madera endeble y carcomida, una nube de polvo y plumas de pájaro se formó en el aire. Hacía décadas que nadie subía allí. La abuela tenía razón: todo era viejo e inservible. Cajas destartaladas, ropa antigua, enseres de cocina muy anticuados, sacos destrozados por el paso del tiempo y los ratones, algunos de los cuales corrían despavoridos de un lado a otro al sentir nuestra presencia. Nada reseñable. Sin embargo, estar allí, en aquel momento, era toda una aventura. La gran aventura de aquel año, después de tanto desearlo. Y constituía una de las primeras lecciones de Kavafis sin haber leído aún al poeta griego: lo importante no es el final del viaje, sino el trayecto y la idea del viaje en sí misma.

sábado, 9 de enero de 2010

Fotografía matutina

Estaba ahí, a primera hora de la mañana, tirada en el suelo, sobre los charcos de nieve sucia y barro que se habían formado cerca de los portales. La fotografía de una joven semidesnuda, con el pelo muy largo y muy rizado, y unas sandalias de vértigo, fotocopiada cuatro veces, en un blanco y negro triste y apagado, con un número de teléfono móvil, y su nombre, Sandra, y un breve comentario debajo, morena, española de verdad, curvas de vértigo, todo tipo de servicios, llámame, te espero. En los últimos tiempos se ha puesto muy de moda este tipo de anuncios. A veces, a última hora de la noche o a primera de la madrugada, he visto a chicos jóvenes, dominicanos o cubanos casi siempre, colocar estos anuncios en los parabrisas de los coches, en las bases de las farolas, en los portales, en los bancos de madera, bajo las persianas echadas de los bares. Si siempre resulta algo penoso y decadente, hoy, aún amaneciendo el día, lo parecía aún más. El frío y la oscuridad y la suciedad de la nieve, de esa nieve que es muy hermosa, sí, vista desde el lado más cálido de la ventana cuando está cayendo lentamente, contribuían a ello. Sandra, Sandra, Sandra. ¿Sería ése su verdadero nombre? ¿Estaría aún, a esas horas en las que salía de mi casa en dirección a la librería, disponible a las llamadas de sus posibles clientes? ¿Cuándo empieza y acaba el horario de trabajo de Sandra?, me pregunté. De todas las demás chicas que trabajan como ella y que no tienen ni siquiera un anuncio cutre y fotocopiado como el suyo. Ese anuncio que el viento y la nieve arrastrarán por la ciudad hasta que los encargados de la limpieza sepulten bajo sus oscuras bolsas de basura. Y que, en cierta medida, debería avergonzarnos.

viernes, 8 de enero de 2010

El llavero

Me lo trajeron los Reyes. A una de las fichas válidas por una copa del mítico bar de Nueva York donde el 28 de junio de 1969 tuvo lugar una de las revueltas más importantes a favor de la igualdad de gays y lesbianas (y por la cual, desde entonces, se viene celebrando en esa fecha el todavía imprescindible día del Orgullo gay: será necesario mientras aún haya personas -como, lamentablemente, las hay- que consideren una enfermedad esa opción sexual tan respetable como cualquier otra), el Stonewall, situado en pleno corazón del Village, le han puesto una cadenita de plata y ahora es un llavero, mi llavero, el que llevo a todas partes y el que tanta falta me hacía. Pero ese llavero, tan bonito y original, es algo más que un llavero, es algo más que un simple regalo. Es el recordatorio de aquel viaje, de nuestro primer viaje a Nueva York. Todas las intensas sensaciones vividas entonces. Los paseos por toda la ciudad, y en especial por aquel barrio, el del Village, tan tranquilo, tan especial. Todo en aquel viaje estuvo rodeado de magia, como no podía ser de otra manera (no conozco a nadie al que Nueva York, a diferencia de otros lugares más o menos idealizados, le haya decepcionado). Allí, en el Stonewall, aquella tarde vimos el anuncio de la visita al día siguiente de Rue McClanahan, una de las chicas de oro -Blanche, la divertida, exagerada, coqueta y sexy sureña que se quitaba años y sumaba constantes citas- de la famosa serie de televisión. Al principio, pensamos que se trataba de un travesti que haría alguna actuación imitando los rasgos de aquel genial personaje. El amable camarero de la barra nos aclaró que se trataba de ella, de la mismísima Rue en persona. Aquella noche, en uno de los bares cercanos, donde tomamos un montón de exquisitos cócteles, una chica con la misma voz que Kathleen Turner nos deleitó con medio repertorio del mejor Broadway, al lado de un piano de color blanco. Al día siguiente, lógicamente, regresamos al Stonewall. Y allí estaba ella, Rue, simpática, pícara, cercana y divina, presentando su último libro. Todos apretujados, heterosexuales, gays y lesbianas de todo tipo, esperando la firma de aquella anciana que se mantenía estupenda, casi, casi como veinte años atrás, cuando la inmortalizó la genial serie de televisión. Su sentido del humor era una buena muestra de su espléndida lucidez. En el Stonewall, sí, conseguimos aquella ficha por una copa, la que ahora luce en mi nuevo llavero, y un recuerdo imborrable. Uno de esos recuerdos que tienen lugar en uno de esos sitios emblemáticos que, de un modo u otro, forman ya parte importante de la Historia.

jueves, 7 de enero de 2010

La nieve

Me gusta ver cómo cae la nieve desde este lado de la ventana, confortablemente sentado en el sofá con un libro en la mano y sabiendo que no tengo que salir a la calle si no me apetece. Hace años, tal día como hoy, la jornada siguiente al día de Reyes, era un día triste porque se acababan las vacaciones de Navidad y teníamos que volver al colegio. Y aún faltaban tres meses para las siguientes, siempre más cortas, las de Semana Santa. Pero si nevaba, aún había esperanza, podíamos tener prórroga y quedar un par de días más en casa jugando con los nuevos juguetes o leyendo todos aquellos libros que nos esperaban apilados por orden de preferencia. Me pasaba la jornada yendo y viniendo a la ventana, deseando que la terraza se cubriese de nieve, que los copos enterrasen las hojas de las plantas que el invierno no había conseguido aniquilar del todo y formasen una gruesa capa sobre los tejados de los edificios de enfrente y sobre los coches que estaban aparcados en la calle. A veces, había suerte y, al final de la tarde, mi madre decidía que sí, que me podía quedar en casa al día siguiente, total por un día. Entonces, con gran algarabía, llamaba a la abuela, que vivía en Mieres y allí, no sé por qué, siempre llegaba primero la nieve. La abuela se reía por mi entusiasmo y decía, ay, este niño, que siempre quiere estar con su madre... Ven, abuela, ven tu también a nuestra casa, gritaba. Y la abuela se reía aún con más intensidad. Qué hermosa y qué limpia risa tenía la abuela.
Hoy, como he trabajado muchas horas en estos pasados días, no tengo que ir a trabajar. Así que me quedaré en casa todo el día (para regocijo de Francesca, que ya algo intuye y ronronea, muy mimosa, a mi alrededor), cocinando, escuchando músicas, contemplando las diferentes luces del día, escribiendo, leyendo a mis escritoras favoritas, celebrando que le han dado el Nadal a una de ellas, Clara Sánchez, disfrutando desde este refugio del espectáculo de ver cómo cae la nieve y recordando, porque para mí ver nevar es recordar.

miércoles, 6 de enero de 2010

Día de Reyes

El Día de Reyes, en casa de mis padres, cuando éramos pequeños, era una auténtica fiesta. Los mejores años, sin duda, fueron aquellos en los que yo ya sabía que los Reyes no venían de Oriente, pero mi hermana aún no. Qué risas. Todos intentando que María, después de ponerle la mítica copita de licor a los famosos Magos en la cocina y el agua correspondiente para los camellos, se acostase para colocar los regalos bajo el árbol o sobre la mesa de la cocina. No había manera: ya entonces era una noctámbula empedernida. Mis padres nos compraban de todo: cosas necesarias (ropa, zapatos, material escolar, etc) y, las mejores, claro, las que no lo eran tanto. Juguetes, muñecos, libros y más libros, rompecabezas... Tuvimos suerte: fuimos de esa clase de niños que tuvo de todo. No por ello desconocíamos lo que costaban las cosas, ni que había otros niños, muchos niños en todos los rincones del mundo, que no tenían nuestra suerte ese día, el de Reyes, ni todos los demás días del año. Más bien al contrario. Mi madre se encargó de hacérnoslo saber. Mi madre, por entonces, entrando y saliendo de casa, a escondidas de unos y de otros para que no viésemos el tamaño ni la forma de los regalos. Había regalos para todos: para nosotros y para los abuelos de una y otra casa. Qué afortunados éramos, pienso en esta madrugada en la que la inocencia ya está completamente perdida (¿lo está?) y ningún niño pulula -aún- por ella para devolvérnosla un poquito, aunque sólo sea un poquito. Los años fueron pasando y siempre hubo regalos, muchos regalos, pero las cosas, como la propia vida, fueron cambiando. Siempre nos gusta que nos hagan regalos, tengamos la edad que tengamos: eso nunca cambia. Recuerdo muchos regalos, siendo ya adulto, de una u otra forma, pero, inevitablemente, ya nada era lo mismo. Pienso en el año que pasé en el campo, en aquel viejo molino restaurado, cómo al llegar a casa, casi al amanecer (la noche mágica de Reyes hay que vivirla también en la calle: resulta imprescindible), una hilera de paquetes envueltos en papeles de diferentes y brillantes colores me esperaba desde la entrada de la casa hasta aquella habitación con una decoración inspirada en "La noche de la iguana". Una sorpresa. Un momento ciertamente único, mágico e inolvidable. Etapas de la vida. Etapas, todas ellas, que se han quedado atrás. Para bien y para mal. Las cosas del destino. Ahora, mientras escribo esto, la casa está en silencio. Saber que ese silencio se transformará en breve en una explosión de risas y complicidades es el mejor regalo de Reyes, vengan o no vengan acompañadas de los Magos de Oriente.

martes, 5 de enero de 2010

María

Esa chica que camina ahora por la calle con un gorro de colores en la cabeza es mi hermana. Se llama María y a pocas chicas les sientan tan bien los gorros de colores como a ella. Conozco a un puñado de chicas guapas, incluso guapísimas, a las que les sientan fatal los gorros de colores. Qué se le va a hacer. Es, como casi todo en esta vida, cuestión de suerte. Quizá a mi hermana le sientan de maravilla ese tipo de gorros porque todo en ella es una intensa gama de colores. Y, a veces, como sabemos, los iguales también se atraen. Un vibrante y luminoso arco iris: así veo a mi hermana, esta mañana, la de su cumpleaños, treinta y tres esplendorosos y rotundos años, mientras camina acelerada por la calle y enciende otro cigarrillo, que siempre -dice, aunque no se lo crea ni ella misma- va a ser el último. El verde de sus ojos, el negro de su pelo, el rojo de su corazón, el azul de su inteligencia, el naranja de su chispa, el rosa de su solidaridad y el morado de sus camisetas escotadas, que son las que mejor le sientan: por moradas y por escotadas. La que puede, puede. Y ella, las cosas como son, puede. Vaya que si puede. Si mi hermana fuera una chica de película (que podría serlo perfectamente), estaría entre la Audrey Hepburn de "Desayuno con diamantes" y Aitana Sánchez-Gijón. Porque a mi hermana, aparte de los gorros de colores, lo que le sienta bien es buscar gatos perdidos bajo la lluvia mientras suenan los acordes de "Moon River". Aún no ha encontrado a su gato definitivo (lo encontrará, como yo encontré a esta Francesca que dormita sobre mi regazo mientras escribo), ni a su chico (también lo encontrará) porque la desventaja que tienen las chicas guapas e inteligentes es que no hallan demasiados chicos a su altura. La cosa está muy escogida. Y es bien sabido que hay muchas más chicas inteligentes que chicos inteligentes (con perdón): así son las cosas.
El año pasado -adiós, adiós- no fue un año demasiado bueno para ella. Pero, como dijo el poeta, todo pasa y toda queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar, proseguir, avanzar, hacer caminos sobre la mar si podemos, y mirar hacia atrás justo lo imprescindible. De la noche a la mañana, la vida da un giro sobre sí misma, 180 grados en un halehop, que la vida es muy caprichosa y muy danzarina, y todo puede cambiar. Y, de hecho, cambia. Porque lo bueno que tiene el destino es que a veces trata a las chicas de película como si realmente estuvieran en una película, en una buena película con final feliz. Sólo es cuestión de tener un poco de paciencia, hermana. Que ese color, el de la paciencia (cosas de familia), es el que tienes, a día de hoy, más apagado. Y la vida, como el show, debe continuar. Muchas felicidades.

lunes, 4 de enero de 2010

Revoluciones

Siempre que salimos a cenar fuera (y, en estos días de continuos y variados excesos navideños, tal y como corresponde, lo hacemos bastante más de lo debido), de regreso a casa, lo encontramos en el cajero que hay al lado de nuestro portal recién restaurado, durmiendo entre cartones, un poco más allá de esa coctelería fashion que se está poniendo muy de moda. Es un hombre y no tendrá más de cincuenta años. La imagen se corresponde con el cliché: ropa vieja, pelo enmarañado, mal olor y un cartón de vino malo a su vera. Ayer, en Gijón, en plena tarde de ese domingo que parecía lunes con todas las tiendas abiertas y el bullicio de las compras de última hora a todo gas, vimos al menos a tres jóvenes con sus pertenencias y sus amasijos de cartones instalados en varios portales de edificios vacíos. Se trataba de tipos jóvenes y uno de ellos, el único que estaba despierto, tocaba la armónica. Bob Dylan: The answer, my friend, is blowing in the wind... Ciertamente, no sé dónde estará la respuesta, si es que realmente la hay. Cada vez tengo más dudas sobre ello, si soy sincero. Lo único que sé es que mil revoluciones aún están pendientes mientras un solo hombre duerma en estos tiempos en la calle. Sea Navidad o no.

sábado, 2 de enero de 2010

Mujer en el bar

Son las diez y media de la mañana del último día del año. Estoy tomando un café en un bar con aires de boîte setentera, con luces verdes y adornos navideños propios de aquella década dispersos sin mucho criterio por aquí y por allá. La televisión, aunque sin volumen, está encendida al fondo. Están pasando imágenes de los acontecimientos más destacados del año que se va. Suenan, por los altavoces, villancicos tradicionales a ritmo dance. A mi lado, en la barra, una mujer de unos sesenta años muy mal llevados desayuna un vaso de vino peleón y un cigarrillo negro detrás de otro. Está sola y mira al frente, con los ojos perdidos en el espejo que nos refleja desde la pared del fondo de la barra. ¿Dónde despedirá esta mujer el año viejo y recibirá al nuevo?, me pregunto. Pide otro vaso de vino peleón, que la joven camarera de generoso escote, que está ahora mismo coqueteando con un atractivo cubano que acaba de llegar, le sirve de mala gana. No obstante, le llena el ancho vaso casi hasta la mitad, como diciendo ahí tienes bastante refuerzo, por un buen rato no me molestes más. Y sigue coqueteando con el cubano, que le muestra orgulloso un reloj enorme que se pierde entre un montón de pulseras doradas y que tiene toda la pinta de no haberse acostado aún. Apuro mi café y vuelvo a la mujer que sigue bebiendo vino peleón a pequeños y continuos sorbos. ¿Qué motivos pueden llevar a alguien a una situación así? ¿Soledad, abandono, pérdida de seres queridos? Quizá algo de todo ello. Mientras salgo del bar pienso en lo afortunados que somos algunos y en el poco derecho que tenemos de quejarnos. Acabar así, como esa mujer a la que la camarera le está diciendo ahora mismo que va a terminar en el suelo como todos los días, es sólo cuestión de segundos. De un día para otro, inesperadamente, todo puede cambiar. No conviene despistarse.