jueves, 30 de diciembre de 2010

Ha llovido

Ha llovido mucho desde aquella helada mañana del 2 enero de 2008 en la que llegué a esta librería, Trabe, de la que, en unas pocas horas, me iré para siempre. Puertas que se abren y otras que se cierran. Llegué con todas las ganas, con todo el entusiasmo, como es propio de mí cuando emprendo un nuevo proyecto deseado. Trabe, como librería, seguiría siendo el importante punto de referencia que había sido para la literatura asturiana y ampliaríamos el volumen de libros en castellano, hasta entonces más bien reducido. Ese era el cometido para el que se me contrató. Una librería con todo tipo de libros, con un buen fondo de Asturias y en asturiano, marca de la casa. La ubicación de la librería no era la mejor, pero ¿alguien dijo que las cosas de esta vida fueran fáciles? No, no son fáciles ni van tan veloces como, a veces, quisiésemos. Es lo que hay, afrontemos el reto. Fue Cela el que dijo aquella frase tan memorable: el que resiste, gana. Quizá no hayamos resistido lo suficiente, no lo sé. El dinero, ay, siempre manda. Y aquí, entonces, alguien dirá que se ha resistido más de lo necesario. Siempre hay opiniones para todo. Nunca se me dieron bien los números. Pienso que la librería Trabe debería seguir con sus puertas abiertas en otro rincón más vivo de la ciudad, pero ya se sabe que donde hay patrón no manda marinero, no nos engañemos.
Tres años donde, gracias a mi trabajo, conocí a escritores estupendos y gente con la que ahora, por unas razones u otras, mantengo amistad (Paquita Suárez Coalla, Miguel Barrero...), a otros escritores cuyas ínfulas son superiores a su talento, a mucha de la gente del barrio que se hicieron conmigo clientes de la librería, a muchas otras que defienden una lengua aún no oficial. Parte de esa gente venía habitualmente, con sus ganas y sus dineros en el bolso, en busca de alguna novedad, de un viejo título, de un rato de charla: Trabe, ya digo, seguía siendo el punto de referencia de esa lengua (mitad de libros en castellano y la otra, en asturiano, así como el escaparate y la distribución de la propia librería: ése era nuestro espíritu, que cada cual, libremente, elija). Otros de sus defensores desaparecieron, acaso sin recordar que cualquier lengua, oficial o no, se mantiene con dinero. Los que, de una manera u otra, nos dedicamos a la cultura no sólo vivimos de sueños. Lanzar banderas al aire, que siempre queda bonito, no es suficiente para resisitir.
Me voy, sí, de aquí. Y me llevo los gozosos momentos compartidos con mis compañeros (suerte, chicos, un placer trabajar con vosotros: decía Umbral que las mejores amistades son las que se crean en los trabajos, que no hay camaredería que una más si hay buen ambiente de trabajo, y aquí lo hubo: ilusiones compartidas, compañerismo y unas ansias importantísimas de aferrarnos a un trabajo en el que creíamos fervientemente), con la mayoría de los clientes. Tres años de mi vida, los mejores -sin duda- a nivel personal. Tres años en los que han pasado miles de cosas. Viajes, amigos, libros, risas, teatros, escritura, amor y reivindicaciones: de lo que se compone mi vida. Ciudades visitadas en la mejor compañía, que me han dado otra perspectiva del mundo. Esa perspectiva a la que sé que ahora debo aferrarme para no olvidar que esos otros mundos pueden estar ahí, al alcance de la mano, y que, de hecho, están. Feliz año nuevo a todos.

martes, 28 de diciembre de 2010

Julia Gutiérrez Caba

Llevo varios días en la cama con una fiebre altísima. La garganta, más aún que el gobierno, me exige que deje de fumar de una vez por todas. Creo que, esta vez, esta fiebre tan pesada y desagradable que me impide hacer cualquier cosa, va camino de conseguirlo. En medio de esa somnolencia pesada que detiene el reloj y te impide saber muy bien si es de día o de noche, si llueve o luce el sol al otro lado de la persiana, escucho desde Radio 5 la voz pausada de Julia Guitérrez Caba. Qué clase la de esta mujer y la de toda su familia. Habla de su andadura sobre las tablas, de los premios que ha recibido, de la familia, de ese cine que, como de tantas otras grandes damas de nuestra escena, se olvidó (casi) por completo de ella... Lo hace de un modo sosegado, reflexionando cada respuesta, modulando perfectamente esa voz maravillosa, tan característica. La vi varias veces en el teatro -alguna de esas veces, en Gijón, muchos años atrás, con su hermana Irene, cuya nieta, según cuenta, ya está dentro de este oficio, haciendo esto y lo otro-, y su elegancia y su talento interpretativo merecieron siempre mi aplauso más sonoro y encendido. En "Feliz aniversario", de Adolfo Marsillach, ofrecía un auténtico e inolvidable recital interpretativo. Es de esas actrices que, con una mágica elegancia, sin aspavientos ni sobreactuaciones de ningún tipo, llena por completo el escenario. Sus interpretaciones fluyen siempre naturalmente. Una mujer sabia y discreta, una actriz poderosísima que, dice, espera no haber dicho la última palabra. Y que, por unos minutos, escuchando sus reflexiones y recordando sus interpretaciones, consigue que me olvide de este lamentable estado febril.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Días extraños

Hay veces que uno descubre lugares mágicos de una manera inesperada. Así, la otra tarde, en la otra punta de la ciudad (zona Pórticos 1), cuando íbamos a ver la exposición de Consuelo Vallina (no os la perdáis), en la sala de arte Alfara, que está en la parte de abajo de la librería Santanillas, cuyo descubrimiento supuso todo un hallazgo. Se trata de una librería pequeña, bien distribuida, muy acogedora, donde, además de las imprescindibles novedades, puedes encontrar libros interesantes publicados tiempo atrás. Después de saludar a Consuelo (tan cercana y cariñosa) y a varias personas que me felicitan por ese texto, "Sándalo en la memoria", que escribí expresamente para la exposición y que le da título, con nuestras copas de vino blanco en la mano, la recorremos. Me encuentro con uno de los últimos libros de Umbral, "Días felices en Argüelles", que llevaba un tiempo buscando. A veces, aunque tenga muchas ganas de un libro en concreto, dejo que el azar me sorprenda en este sentido. Como ayer. Quién me iba a decir que, cuando semanas atrás estábamos en Madrid, en la propia zona de Argüelles, iba a encontrar ese libro en mi ciudad. Me gusta mucho ese Umbral de los últimos tiempos, memorialístico como siempre pero con un lenguaje más sencillo, más transparente. Abro el libro y leo: "La vida se resume en salir a por el periódico, bajarse paseando todo Argüelles y el Parque del Oeste". No lo dudo: me lo llevo. Es un buen resumen de la vida, sí: lo comparto plenamente. La encantadora chica que está al frente de la librería, me cuenta que una clienta habitual vino hace pocos días a comprar mi libro (ya lo había visto en los expositores de la entrada). Otras dos chicas que están en la exposición dicen, al oír hablar de él, que se van a hacer con sendos ejemplares. Una de las editoras que mejor publica libros infantiles ahora mismo en Asturias (ellas saben la admiración que siento por su trabajo, más aún en estos tiempos tan difíciles), me propone ilustrar algún texto que escriba expresamente para el público infantil (llevo meses dándole vueltas a una idea, pero... ¡es tan complicado escribir bien para los niños!). Agradable compañía, arte del bueno, proposiciones interesantes, perfiles de proyectos, librerías cálidas, hallazgos inesperados y algunas risas... Momentos felices para días tan aciagos (qué patético final para tantas ilusiones creadas) en la propia librería en la que trabajo.

martes, 21 de diciembre de 2010

Consuelo Vallina y el arte

SÁNDALO EN LA MEMORIA
La mujer de ahora, tiempo atrás, era una niña imaginativa que recibía abanicos de regalo por parte de aquellos familiares que, como tantos de nuestros antepasados, se habían ido a buscar la vida a Cuba. Eran abanicos delicados, de diferentes tamaños y colores, siempre con las sensuales reminiscencias y el dulce olor del sándalo, que ella conservaba como preciados y delicados tesoros en un lugar secreto de su cuarto. Me imagino a aquella niña, en la penumbra de su habitación, cuando todos dormían, sacando aquellos abanicos de aquel rincón secreto, acariciando su fina textura, abanicándose suavemente y soñando bien despierta con (casi) todas las posibilidades que le ofrecería el mundo. La niña fue creciendo y se convirtió en una mujer entusiasta por el arte, estudiosa, trabajadora y creativa, muy creativa. Se libró de ciertas ataduras que, entonces, en este país, aún impedían a las mujeres desarrollarse plenamente como personas y como artistas. Y viajó por todo el mundo, siendo muy consciente de que eso, viajar, conocer otras formas de vida, otras tierras, otros cielos, otros olores y otras culturas, es lo más importante para la creatividad y para ser una persona abierta de mente, comprensiva con el otro, cercana y afable. Muchos de esos viajes quedaron, como es lógico, plasmados en su extensa obra. Una obra que, como toda buena creación, ha ido evolucionando, renovándose, pero siempre manteniendo el espíritu fiel de quien tiene un mundo propio, variado y riquísimo. Un mundo colorista labrado con el talento innato y con las muchas horas de esfuerzo, dedicación, estudio y trabajo. Que las musas siempre te pillen trabajando, como decía lúcidamente aquel poeta.
Ahora, esa mujer, Consuelo Vallina, nos presenta algunos de sus últimos trabajos. Una serie de bellísimas linografías con el recuerdo de aquellas formas orientales que estaban estampadas en aquellos abanicos que recibía de la lejana Cuba, siendo aún una niña, entremezclados con esos otros recuerdos -vivísimos- de aquellos viajes por África, siempre tan presentes en toda su obra. El olor de la tierra o de la lluvia, las estrellas de aquellos cielos nocturnos que casi podían tocarse con las yemas de los dedos, los colores brillantes y luminosos de las gentes y sus ropajes, las sonrisas de aquellas mujeres, las mujeres africanas, con sus aterciopeladas y oscuras pieles y sus dientes de un blanco impecable, con sus hijos a sus espaldas y su afán por seguir adelante pese a todos los avatares y adversidades. Un canto -entusiasta y poderoso- a la naturaleza, a la libertad, a la vida. Labradas en vistosos colores también nos ofrece una espléndida muestra de sus cerámicas. Y, finalmente, una exquisitez: esos libros de autor que tan primorosa y delicadamente elabora. Son, cada una en su estilo, pequeñas joyas que nos revelan la personalidad de una autora que deja en cada creación un trocito de su vida y sus experiencias. Las huellas de aquella niña que soñaba en la penumbra de su habitación, cuando todos dormían, y de esta mujer, Consuelo Vallina, que mira la vida a través del arte y el arte a través de la vida. Una mujer que, en esta exposición, deja el pabellón bien alto, sí. Y que, en un susurro cargado de optimismo, casi como una advertencia, viene a decirnos lo mucho que aún le queda por vivir y por crear, que, en ella, es prácticamente lo mismo.
(Este texto pertenece al programa de mano de la exposición que Consuelo Vallina inaugura hoy en la Sala de Arte Alfara)

viernes, 17 de diciembre de 2010

En la biblioteca

Pasé muchas tardes de mi vida en la biblioteca pública de El Fontán. Buscando libros, anotando ideas para futuros proyectos, escribiendo relatos... La otra tarde, Ángela Martínez y su grupo de lectura me invitaron a hablar allí sobre mi libro. Fue un momento mágico estar sobre el escenario del Salón de Actos, hablando de "El extraño viaje" con Alberto Suárez, editor de Publicaciones Ámbitu y amigo desde los cinco años. La complicidad resultó inevitable. Son muchos años de amistad sobre nuestras espaldas. Con todo el tropel de momentos buenos, malos y regulares. Creo que conseguimos algo importante: que esa complicidad no excediese los límites de lo privado. No resulta fácil estar sobre un escenario hablando con alguien tan cercano. La gente aplaudió y valoró esa complicidad, las preguntas que, saliéndose un poco de los tópicos, Alberto había preparado y que yo, por supuesto, desconocía. También sus pinceladas de humor, que sirvieron para no hacer demasiado denso el discurso y darle un toque informal a la charla. Recordé, subido sobre las tablas, muchas de aquellas tardes que pasábamos en la casa de mis padres o en su apartamento de Luanco, con el rumor del mar al fondo, dándoles vueltas a las cosas, a una idea, a un guión, a una obra de teatro, a un relato... La vida, la nuestra y la que teníamos alrededor, siempre eran una buena base para ello. Como decía esa misma tarde en la biblioteca, al hilo de alguno de los textos, no hay nada mejor que sentarse en un banco de cualquier ciudad y observar todo lo que se mueve alrededor. No hay mayor riqueza para dar rienda suelta a la imaginación. En ese transitar de gentes e historias, está la esencia de la vida. La que han sabido captar los mejores creadores.
Mucha gente lo desconoce, pero Alberto, más allá del trabajo en su empresa, es una persona sumamente creativa. A veces se dispersa, lo que tampoco es algo negativo si lo consigues controlar, pero debería centrar todo su (importante) talento en la fotografía. En su casa y en sus carpetas hay fotografías maravillosas que sólo unos pocos hemos visto, y que están llenas de esa chispa que otorga a cualquier creador una personalidad. Su mirada, con los años, como la de todos nosotros, ha cambiado: la vida y sus consecuencias, ya se sabe. Y pienso que esa evolución es muy positiva para su creatividad. Esa creatividad que, pese al duro trabajo, no debería de quedar adormecida, como le recuerdo miles de veces. Sé que dentro de unos años, venciendo los miedos y la timidez, se animará a hacer una exposición con sus fotografías y más de uno se quedará perplejo, con la boca abierta. Tiempo al tiempo.
Vuelvo a la biblioteca. Patricia Hevia y Marian Sevares, tan cómplices ambas en sus respectivos estilos y maneras de ver el mundo, leyeron impecablemente los textos que habían elegido. Se notaba la sincera emoción que sintieron la primera vez que lo hicieron y el nudo en la garganta que denota la transparencia y la sinceridad. Gracias, chicas.
En la biblioteca pública, sí, la otra tarde, era inevitable que "El extraño viaje" hiciese allí una parada. En muchos de los libros que la habitan, está el origen del mío.

martes, 14 de diciembre de 2010

Mucho más que dos

Íñigo no sabe que llevo días escribiendo este texto, porque, si lo supiera, tan discreto como es, no me dejaría seguir haciéndolo. Podría empezar por muchos sitios a tirar del hilo, casi cuatro años de intensa vida en común dan mucho de sí, como es lógico. Lo voy a hacer desde Nueva York, esa ciudad que tanto anhelábamos descubrir y que tan presente está en nuestras vidas desde que la conocimos. Era una mañana templada de principios de septiembre, cercana al séptimo aniversario de aquel atentado que conmocionó al mundo y del que siempre habrá un antes y un después. Paseábamos por alguna calle cercana a la Quinta Avenida y, de repente, encontramos una librería, otra más. Me resulta imposible, en una ciudad que no sea la mía, pasar por delante de una librería y no entrar en ella. Así que entré. Él, cansado ya de tanto recorrido literario, decidió esperarme en un banco que había a sus puertas, terminando su café. No hay mayor espectáculo que sentarse en medio de la calle de cualquier ciudad -más aún si se trata de Nueva York, claro- y contemplar a las gentes que pasan, la vida que bulle y palpita velozmente alrededor. Pasado un tiempo salí de aquella librería con algún libro y un montón de fotografías de mis escritores y actrices favoritas en la mano. Lo hice emocionado, como hace siempre el buen mitómano cuando comparte su hallazgo como el más preciado de los tesoros. Su cara, la cara de Íñigo en aquellos momentos, me quedará grabada en la memoria mientras viva. Podría describirla de muchas maneras, pero lo haré sólo de una: el que esté o haya estado enamorado alguna vez y haya visto a la persona amada feliz, realmente feliz, sabe de lo que estoy hablando. No hubiese cambiado aquel instante por nada del mundo. Estar allí, en Nueva York, con él, después de haber conseguido un regalo inesperado (aquel puñado de preciosas instantáneas, que ahora tengo enfrente de mí, colgadas en la pared, mientras escribo), que siempre son los mejores regalos. Y sé -su cara así lo demostraba, no hacían falta palabras- que él tampoco lo hubiese cambiado. Un gesto, muchas veces, es suficiente. Aquel gesto, sin duda, lo era.
Uno, en la vida, se va encontrando con muchos compañeros de viaje: amigos, novios, amantes fugaces... Son personas que, como las piezas de un puzzle, van conformando de modo inevitable los tramos de tu propia existencia. He conocido, como casi todo el mundo, a todo tipo de gente en este sentido. Buena (la mayoría), mala y peor. Todos ellos han quedado atrás, como si perteneciesen ya a una vida que no fuera la mía, aunque en ese mosaico, lo quiera o no, cada uno tiene su lugar. El lugar de los buenos y los malos recuerdos que todos, llegados a cierta edad, atesoramos. Los compañeros de viaje, a diferencia de la familia, uno los escoge libremente. Y de todos ellos, uno sabe con quién se va casar, ese estado cuya complicidad va más allá de todo lo demás. A veces, algunos amigos me preguntan los motivos por los que uno se decide a dar ese paso. Y es algo complicado de explicar. Es algo que está ahí, intangible pero muy vivo, y que se sabe perfectamente. La complicidad, en todos los aspectos, es fundamental. Mirar la vida, en sus aspectos fundamentales, de la misma manera, aunque llegar a ese punto no es tarea inmediata. Dos personas que vienen de diferentes lugares, de mundos opuestos, y que se encuentran una noche cualquiera. Lo que, en principio, parece complicado, cuando el amor y la complicidad son los puntos de unión, el viaje se vuelve sencillo. Y después, tan sencillo como imprescindible.
Íñigo es mi mejor compañero de viaje, como he dicho repetidamente estos días en la promoción del libro. Y lo es porque disfruta de mi felicidad (¡no recuerdo a persona más contenta en el mundo cuando Elvira Lindo dijo que firmaba el prólogo y cuando vimos el libro impreso!, por citar dos casos recientes), como yo hago con la suya, y porque me apoya cuando esa felicidad se ve enturbiada, como ahora, en estos complicados días en los que aún estoy asumiendo que me voy a quedar sin trabajo. Son muchos los cambios, las transformaciones, los estado de ánimo. Lo malo de ir cumpliendo años, lo peor debería decir, es que empezar de nuevo a esta edad es algo que se vuelve muy cuesta arriba. Mucho. Pero él está ahí, con su mirada silenciosa, con su apoyo constante, con su sabia templanza, con la valentía con la que se enfrentó al mundo por el amor que sentía, y eso no se paga ni con este puñado de palabras. Íñigo, ya lo dijo Benedetti mucho mejor que yo: "Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo/ y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos". Mucho más que dos.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Gays que van a misa

Las calles están adornadas con unas luces ridículas y desfasadas, que en algunos tramos se apagan y se encienden lentamente. Suena una música triste, muy triste, más propia de un funeral antiguo que de los días previos a la Navidad. Camino de los mercadillos de El Fontán, descubrimos algunos locales ya definitivamente clausurados, que la semana pasada aún estaban abiertos al público, mostrando sus mercancías al público. Todo está a medio camino entre el escenario descarnado de las películas de Ken Loach más radicales y alguno de los suburbios de Buenos Aires sobre los que aquel taxista, después de haberlos visitado tan despreocupadamente, nos alertó. Algunos jóvenes, con rostros desencajados, regresan de la juerga nocturna del sábado. Faltan pocos minutos para las doce de la mañana. Hoy es domingo todo el día, como decían al final de aquella obra de teatro del gran Edward Albee, "¿Quién teme a Virginia Woolf?". Nos encontramos con Sergio (llamémosle así), un viejo conocido. Camina deprisa, apenas se para, dice que llega tarde a misa. No doy crédito. Sergio, con el paso del tiempo fuertemente aferrado a su rostro, es (¿era?) un cliente habitual de saunas y demás locales y puntos de encuentro gays: aquí y en cualquiera de las ciudades que visitase. Todo parece una broma de pésimo gusto. Creencias religiosas al margen, que cada cual es muy libre de aferrarse al dios que crea más conveniente (y merece, desde luego, todo mi respeto, como ya se he señalado varias veces en estas páginas), ¿cómo se puede ser gay y acudir con ese fervor tan desmesurado a un recinto donde el discurso que allí se proclama te rechaza tan violentamente sólo por el mero hecho de que te gusten las personas de tu mismo sexo? No entiendo nada. Tengo la sensación de que, con estas lamentables perspectivas económicas, nos estamos volviendo todos locos poco a poco. Está mal decirlo (por eso le he cambiado el nombre), pero, tiempo atrás, vi a Sergio en situaciones que para sí quisieran los más atrevidos clientes de Studio 54, lo cual, sobra decirlo, me parece estupendamente: el sexo está para disfrutar plenamente de él y no debe tener más límites que los que te ponga la persona con la que lo llevas a cabo. Y ahora, el muchacho, llega tarde a misa... Y sí, efectivamente, nos damos la vuelta para comprobarlo (no termino de creérmelo), sube las escaleras con ese mismo paso apresurado, como me imagino que harían minutos antes los devotos que ahora ocupan los primeros bancos, y entra en la iglesia. Por la mañana misa y por la tarde, la inmensa tarde de domingo, sauna. Viva la coherencia.
La última vez que fui a misa, unos dos años atrás, me prometí firmemente no volver. Hacía mucho tiempo que no iba, desde los tiempos del colegio, más o menos, y, al tratarse de la boda de unos amigos y ante la insistencia de algunos de los otros asistentes, decidí entrar. Nada había cambiado desde entonces. Ni rastro de evolución. Ni un paso adelante. Lo que hace que tantos fieles -creyentes sensatos, que los hay- se vayan alejando de ahí. El discurso de aquel día estaba centrado en las uniones de parejas, lo cual, tratándose de lo que estábamos celebrando allí, me pareció normal. Pero, hablando de ello, poco tardó el cura en empezar a echar un sermón rotundo y peligroso -el mismo de siempre, por otro lado- sobre las uniones homosexuales, faltaría más. Siempre a vueltas con lo mismo. Qué obsesión y qué falta de respeto. Me dije: se acabó. No se puede tener tanta tolerancia con los intolerantes. Nunca más. Y espero cumplir mi promesa, venga la situación económica que venga. De aferrarse a un clavo ardiendo, que al menos sea divertido y respetuoso con los demás.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Buscando el corazón del sábado noche

Cenamos en casa de nuestros mejores amigos y, después, nos vamos a bailar. ¿Acaso hay algo mejor que el alcohol y el baile para capear el temporal, ahuyentar viejos fantasmas, sobrellevar lo que se avecina? Nos adentramos en la noche. Las calles están llenas de jóvenes que podrían ser mis hijos, qué vértigo. En La Santa, que está a tope, con música estupenda y ese aire festivo de las mejores noches, la cosa cambia, afortunadamente. Encontramos a viejos conocidos que hacía tiempo que no veíamos. Besos sonoros en las mejillas y todos con el mismo reproche: ¡Cuánto tiempo sin verte! Ay, la noche... Me encanta su juego, su misterio, su frivolidad, su descaro. He salido muchísimo de noche, he conocido a gente de todo tipo en esas horas previas al amanecer y me he divertido lo que no está escrito. Algunos de mis mejores recuerdos están asociados a ella, a la noche, pero creo que no hay que forzarse: uno sólo debe salir cuando le apetece, cuando tiene verdaderas ganas de hacerlo. Como esta noche, tan cerca de la Navidad ya. Caras que son referentes importantes de diferentes etapas de mi vida. Busco a Yolanda, pero no está sentada en su taburete habitual, con alguno de sus pañuelos de vistosos colores y su whisky en vaso bajo, como la gran anfitriona que es. Elena, sí está, bailando en el mismo sitio de siempre, con su copa en la mano y su eterna sonrisa. Elena, que ni siquiera sé si se llama así realmente, y yo, cuando bailábamos juntos, sabíamos perfectamente el estado de ánimo del otro: no hacían falta palabras. Con las miradas y la manera de bailar era suficiente. Ésa es la magia de la noche y quienes la habitamos. Sé que Elena, esta noche, está contenta. Brindo con ella y sigo bailando un rato más.
Cuando salimos de La Santa, decidimos que nos vamos para casa, pero, ay, ya en nuestra calle, nos encontramos con Álex y nos dejamos embaucar para tomar la última. Esas cosas que pasan también en la noche, qué peligro. Y en el último trago nos vamos, y blablablá, ya se sabe. No nos veíamos desde la presentación del libro, a finales de octubre, y nos ponemos al corriente de nuestras vidas. ¿Te quedas sin trabajo? Qué putada. Pues sí, chico, una putada bien grande. Anda, pídeme otro gin-tonic. Y mientras lo tomamos, recordamos aquella lejana noche en Roma, cuando nos encontramos delante de la Fontana de Trevi. Era uno de los primeros viajes que Iñigo y yo hacíamos juntos y, de repente, al darme la vuelta, ahí estaba él, Álex, sin paraguas bajo la lluvia, con su gorro de lana empapado y su eterno Winston light encendido, contemplando, como nosotros, aquella belleza. Qué aventuras buscando garitos en la noche italiana. Recorrimos media Roma haciéndolo. Otra visión de la ciudad, tan llena de gente en aquellos días de Semana Santa. Nada une más que las anécdotas vividas fuera de tu propia casa. ¿Te acuerdas de aquella discoteca en la que no nos dejaron entrar sólo por ser españoles? Al parecer, días atrás, unos españoles habían montado un numerito allí y, desde entonces, nos censuraban a todos. Terminamos llamando a la policía. Y luego, cuando nos dejaban pasar, nos pusimos estupendos, cual Max Estrella, y dijimos que ya no nos interesaba, ¡faltaría más! Qué risas. Y qué absurda, a veces, la noche. Aquí o en la mismísima Roma.
Alguien se acerca y me da dos besos. Es José Luis, el primo de una amiga a la que hace muchos años que no veo y que, semanas atrás, salió en un programa de televisión diciendo que había sido la pareja del novio de no sé qué famosa duquesa de pelo alborotado. Me dice que no pasa el tiempo por mí, que estoy estupendo, igual que siempre. Me cuenta que va a abrir un bar aquí, en Oviedo. Menos mal que todavía queda gente que se anima a abrir sitios nuevos en esta ciudad, que cada vez tiene más y más locales cerrados y ese aire, un tanto triste y patético, del principio de la decadencia.
Cuando salimos a la calle, ya casi está amaneciendo. Un aire cálido recorre las aceras, llevando de un lado a otro las hojas secas. Los más madrugadores caminan ya con su periódicos bajo el brazo. Lo hemos pasado bien. Muy bien, sin duda. Lo malo será abrir los ojos y encontrarse cara a cara con la resaca. Que los años no pasan así como así, pese a las apariencias y las amables palabras de los conocidos.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Hay que deshacer la casa

Era el título de una obra teatral, de mediados de los 80, con la que Charo López tuvo un gran éxito en Buenos Aires y por la que, aquí, a su regreso, compartiendo escenario con la desaparecida Lola Cardona (¡qué maravillosas actrices conforman la historia de la interpretación de este país!), ganó el Premio Ercilla. Es la historia de dos hermanas que, tras la muerte de sus padres, se reúnen en la casa familiar para repartirse la herencia. Ahí empiezan a aparecer los recuerdos, las rivalidades, la nostalgia y los conflictos. Ayer, desmantelando la librería para su cierre definitivo, me acordé de esta obra de teatro escrita por Sebastián Yunyet. Aunque aquí, en la librería, no tengamos que repartirnos nada (todo regresa a las distribuidoras y a las editoriales, qué pena), sí aparecen, inevitablemente, los recuerdos. Tres años de trabajo. Ocho horas diarias durante esos tres años, si hacemos minucioso recuento, son unas cuantas horas, con su lentitud o con sus instantes más luminosos y fructíferos. Cada uno de los libros de fondo de la librería, como cada uno de los que conforman la librería de mi propia casa, tiene un significado, un sentido. No están ahí por estar. Cuando, comprando ese libro, en el caso de la tienda, imaginaba que habría un lector al que podría interesarle esa historia, ese autor. Libros imprescindibles de Ítalo Calvino, Ángel González, Truman Capote, Pablo Neruda, Carson McCullers, Clarice Lispector, y tantos y tantos otros. O, en el caso de mi propia librería, constituyen el resultado de otras lecturas, de otras recomendaciones, de otros descubrimientos. Cada uno tiene su propia historia. Una aventura detrás de cada libro. Por eso, aunque en mi casa tenga cada vez menos espacio, me cuesta tanto deshacerme de los libros: todos ellos, incluso los menos buenos, forman parte de mi recorrido vital, con todas sus cosas positivas y negativas. Traen, al sacarlos de su hueco de la estantería, el recuerdo de una tarde, de una época. La manera en la que, cuando no tenía trabajo, iba ahorrando o camelando a mi madre para que me comprase otro, otro título más, anda, por favor, que acabo de escuchar a Fulanito o Menganita (póngase aquí el nombre de un escritor, actriz, director de cine o prestigioso editor) decir que es magnífico y en la biblioteca aún no lo tienen: ésos eran siempre mis argumentos de más peso. Quizá, ahora sin trabajo, tenga que volver a ellos.
Miles de recuerdos, ya digo. De ilusiones. Ahora, muchos de los libros de la tienda, de los imprescindibles y de los que no lo son tanto, están ya en cajas, preparados para su viaje hacia otros rumbos, otros recorridos, otros espacios. Su historia continúa lejos de esas estanterías que, durante estos años, les sirvieron de cobijo. No deja de ser, si lo pensamos bien, una buena metáfora de la propia vida. Todos buscando nuestro lugar en el mundo, como los personajes de aquella película argentina, así una y otra vez. Qué cansancio.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El amor y la dulce rutina

Me levanto despacio, con ese paso algo torpe que te queda después de la fiebre y de haber pasado demasiadas horas en la cama con las defensas bajas. Francesca viene detrás de mí, muy sigilosa, esperando que levante las persianas, que esa luz que ya se filtra por las rendijas inunde toda la habitación. No le gustan las persianas cerradas cuando intuye la luz del día al otro lado. Enciendo la radio y preparo café. Las mismas noticias de siempre: el aumento del paro para el nuevo año (allí, en sus colas, estaré yo el 2 de enero), políticos de uno y otro lado peleándose entre sí, inundaciones por el temporal, bajada y subida de las temperaturas, violencia machista... Qué pereza. El mundo sigue girando y todo sigue más o menos igual. Escucho la única noticia cultural que, al parecer, hay en el día: las palabras de Mario Vargas Llosa, en su discurso de aceptación del premio Nobel, hablando de su mujer. Le emocionan a él esas palabras y nos emocionan a todos, porque el amor, cuando es verdadero, produce escalofríos como si no hubiese pasado el tiempo. Ay, el tiempo...
Francesca ya está instalada en el cojín rojo, en la silla más cercana a la ventana. Lleva varios días inmóvil, como si la fiebre también se hubiese apoderado de ella. Días atrás, estuvieron en casa nuestros sobrinos, Iñigo y Javi, dos niños preciosos, tranquilos, simpáticos y muy cariñosos, sobretodo el mayor, el que se llama como su tío. De repente, al verlos, descubrimos a una Francesca completamente atemorizada, huyendo despavorida de su lado, corriendo como una loca por toda la casa, escondiéndose en los lugares más inverosímiles, sacando sus uñas como nunca antes lo había hecho. Pobre Francesca, asustada por la presencia de dos niños. ¿Quiénes son estos dos hombrecillos que osan inundar mi espacio?, pensaría. A ella, más que a nadie, le encanta la rutina. Ese dulce y lento transcurrir de los días. Ajena a todo alborozo que se salga de la convivencia habitual con nosotros. (Cuando vienen amigos a cenar, se deja querer durante los primeros cinco minutos. Después, se retira prudentemente a la habitación y no se vuelve a saber nada de ella hasta que la casa recupera su sonido habitual). Ahora ya se ha quedado dormida contemplando esos cielos grises y amenazantes de lluvia, los tejados de los otros edificios, las luces de Navidad que salen ya de las otras ventanas. Duerme profundamente, sí. Ni siquiera el sonido de esa lluvia que anunciaban por la radio la despierta. Observo su respiración pausada, cómo su cuerpo se mueve rítmicamente a su compás. Francesca, cómodamente instalada en su rutina. Ahora que vienen otros tiempos para mí, supongo que ha llegado la hora de modificar la mía, mi rutina. Decía Elvira Lindo -por experiencia propia- que siempre resulta complicado cuando dejas de trabajar fuera, por unos motivos u otros, hacerlo en casa. Debes de ser muy disciplinado, organizar las horas, no salirte de esos horarios, de esa otra rutina que tienes que establecer tú mismo: sin jefes, sin compañeros de trabajo, sin horarios establecidos por otros o por las demandas del mercado. Será cuestión de planteárselo y de no perder la calma. De atrapar esa serenidad que envuelve ahora a la gata, Francesca, feliz en su rutina, ajena por completo a todas las tormentas.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Sin trabajo

Aunque, dadas las circunstancias y los tiempos, intuías que podía pasar, no te imaginabas que la noticia llegase así, de repente, de un modo tan precipitado, de hoy para mañana. La vida tiene esas cosas, carece de término medio, no entra en demasiadas razones ni consideraciones. Hoy estás arriba. Mañana, abajo. Hoy, aquí. Y mañana sabe dios dónde. Hoy me toca a mí. Y mañana te tocará a ti. Ayer le tocó a unos cuantos, ya lo sabemos. Ese es el juego, la apuesta, el riesgo. Vivimos en unos tiempos difíciles, muy difíciles, realmente. Los que trabajamos cara al público y, además, recorremos las calles, todas las calles, de una punta a otra, de la ciudad, de las ciudades, bien lo sabemos. No hay demasiada ilusión en los rostros de las personas. Hay miedo a comprar, a entrar en un bar, en una tienda, en una librería. Hay temor a gastar el poco dinero que queda libre. Esa es la sensación que tengo. Qué sabes lo que puede suceder mañana. Quién lo sabe. Ese mañana está aquí, ya, para algunos. Para mí también. Otra librería que cierra. La mía, Trabe, en la que llevo tres años trabajando. Tres años llenos de muchas cosas. Tres años maravillosos en lo personal. Y gratificantes en lo laboral. Qué triste desenlace. Cuando uno empieza en un nuevo trabajo, un trabajo que le gusta, como es mi caso (amo la literatura y amo el contacto con la gente, ofrecerle a cada uno lo que considero más apropiado para sus gustos), lo hace lleno de sueños, de ilusiones, de expectativas. Y así ha sido, sin duda. La crisis, ay, la crisis. Me voy de esta librería, Trabe, que echa el cierre. Y me llevo la satisfacción del trabajo bien hecho. El haber encontrado a dos personas estupendas, Esther y Samuel, mis queridos compañeros durante todo este tiempo. Me llevo el recuerdo de la complicidad de todas esas tardes, debatiendo sobre unas cosas y otras, sobre lo humano y lo divino. Las risas, los quebraderos de cabeza, el apoyo mutuo, las botellas de vino que nos hemos bebido en días señalados, las entusiastas apuestas a diferentes loterías y el cariño sincero que surgió y que está ahí, inamovible. También me llevo los estupendos momentos compartidos con Nati, la chica que se parece a Marisa Paredes y que limpia la librería dos días por semana, lunes y jueves, al final de la tarde. Conocer a Nati, toda una superviviente, con su voz bronca y su alma tan loca y tan cercana, ha sido otro magnífico regalo de la vida. Me llevo todo eso, que ya está en un lugar bien destacado de mi corazón. Me llevo todo eso y me voy. Me iré el 31 de diciembre, dejando atrás este año tan fructífero (la boda, la publicación de mi libro, el cariño demostrado por tanta gente...) y una etapa de mi vida. Tres años están compuestos por muchas horas, por mucho trabajo, por mucha dedicación. Me quedo sin trabajo a punto de cumplir cuarenta años. Así son las cosas. Y así, salvando las distancias, puedo decir aquello que decía la gran Bette Davis en su mítico anuncio para un periódico de los años 50: Actriz, con dos Oscar y muchos años de experiencia, busca trabajo. Pues eso, aunque no tenga -aún- esos dos Oscar.
El show debe continuar, ¿no era así?

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Sida. El reto de los tres ceros

Hoy, uno de diciembre, es día para recordar que el sida es una enfermedad que nos puede tocar a todos. No es día para mirar hacia otro lado, lavarse las manos, como hacen algunos, con la iglesia católica y sus absurdas conclusiones a la cabeza (el otro día, cuando el Papa visitó Barcelona, entrevistaban por la calle a una monja jovencísima que decía que estaba científicamente demostrado que el condón no evitaba el contagio: es sólo un ejemplo, un terrible ejemplo, sin duda, de lo que podemos escuchar cada día desde ese lado de la sociedad, y hacerlo, escuchar declaraciones así, produce bastante más miedo o indignación que risa). El problema es de todos: gays, heterosexuales, hombres, mujeres... Incluso de esa monja imprudente, por mucho que ella se empeñe en lo contrario. De aquí y de allá, de un continente y de otro. No conviene despistarse. Todos conocemos casos cercanos, muy cercanos incluso. Amigos que se fueron quedando, que se están quedando en el camino. Estadísticas que producen vértigo. Mucha ignorancia, mucha intolerancia (la discriminación laboral es, según los expertos, el principial problema de los seropositivos en nuestro país), y no sólo por parte de la iglesia católica.
Hoy es 1 de dicembre, día mundial de la lucha contra el sida, y está bien que se celebren días así para recordar -una y otra vez- la situación, los problemas, la necesidad de usar el condón. Pero no conviene olvidar que no es sólo eso, que no basta con ponerse hoy un lazo rojo bien grande y bien solidario en la parte más vistosa de la chaqueta, que hay que recapacitar, reflexionar y aceptar que mañana podemos ser cualquiera de nosotros los infectados. Me gusta esa campaña promovida por la ONU, la de los tres ceros. "Cero nuevos casos de infección por VIH. Cero discriminaciones. Cero muertes relacionadas con sida". Y, sobre todo, ponerse (antes de juzgar) en la piel del otro, que siempre resulta la mejor manera de aceptar a lo demás y de aceptarnos a nosotros mismos.

martes, 30 de noviembre de 2010

Nacho Martínez

Éramos muy jóvenes y teníamos ganas de hacer cosas diferentes y creativas. Ser escritores, locutores de radio, directores de cine, actores, guionistas... O todo eso a la vez, ya puestos, con esa maravillosa inocencia a cuestas de los jóvenes que están seguros de que se van a comer el mundo de inmediato con su talento y sus ganas infinitas. Acabábamos de dejar atrás el colegio. En los últimos meses, habíamos ganado un concurso literario con la historia de una mujer alcohólica, "Elisa siempre llega tarde" (¿dónde andará ese relato?), donde el jurado había dictaminado que se trataba de un texto muy maduro para nuestra edad (se trataba de un concurso para estudiantes de C.O.U.). Ahora estábamos en verano y habíamos decidido escribir un guión de cine. ¿Cómo lo hacíamos? Lo mejor era llamar a alguien a quien admirásemos y decirle que nos dejase uno, así podríamos ver la estructura, los espacios en blanco y todo lo demás. Se barajaron varios nombres, que ya no recuerdo. De repente, al ser asturiano, surgió el suyo, Nacho Martínez. Hacía poco que habíamos visto la serie "El olivar de Atocha" y teníamos, evidentemente, muy cercano el recuerdo de "Matador", aquella película que Almodóvar, pensando en Ava Gardner, escribió para Charo López y que ella no quiso hacer, y donde él, como acostumbraba, estaba magnífico. Busqué su nombre en la guía de teléfonos y le llamé a su casa de Madrid. Contestó él mismo. Aquella poderosa voz que escuchábamos en sus trabajos, lo era aún más en directo. Le conté nuestra propuesta. Me dijo que lo llamase de nuevo a la semana siguiente a otro número, el de la casa de Oviedo, donde iba a pasar unos días con la familia, y que sí, que nos traía el guión y que ya nos veríamos. Así lo hice: a los ocho días justos volví a llamarle y quedamos con él. Nos encontraríamos en el bar Sevilla, a las cinco de la tarde. Allí estaba él, Nacho Martínez, puntual, educadísimo, con el guión bajo el brazo, muy caballero. Le hablamos de nuestro proyecto, de nuestas aficiones, de nuestras inquietudes, de nuestras ganas de viajar, de ir a Madrid, de hacer miles de cosas. Él nos contó algunas historias sobre cine, sobre Madrid, y nos dijo que había venido a descansar, que lo necesitaba tras duros meses de trabajo. Nos entregó el guión de una película que, por problemas de financiación, no había llegado a realizarse. Le dimos las gracias repetidas veces y quedamos en volver a vernos. No lo hicimos, claro. Pero nunca olvidaremos ese gesto, el de quedar con dos principiantes para entregarles el guión que le habían pedido: ese gesto que define tan positivamente a la persona que lo hizo. Y nunca olvidaremos su imagen, tan delgada, tan alta, con sus sandalias de tiras marrones, sus ropas blancas y su cigarrillo siempre entre los dedos, alejándose por la calle Cimadevilla, tras despedirse de nosotros, pensando -seguramente- en todos los palos que les esperaban a aquel par de ingenuos que había dejado atrás, respirando el calor húmedo de la tarde de verano, descansando por estas tierras, las suyas. Nacho Martínez, aquel caballero que, hoy, dando nombre a un prestigioso premio, está en las manos de esa mujer que se arrepintió de no haber querido ser Ava Gardner. ¿Nuestro guión? Lo mejor de él está en este recuerdo, sin duda.

jueves, 25 de noviembre de 2010

An early frost

Vemos una de las primeras películas que se hicieron en los EEUU sobre el sida, "An early frost", que compramos la otra tarde en Berkana. Es una cinta hecha para la televisión con la dignidad de algunas de las películas hechas para ese medio y el aliciente de ver a la siempre maravillosa Gena Rowlands, a Ben Gazzara y a Sylvia Sidney en los papeles protagonistas. Son los padres y la abuela materna de Aidan Quinn, el joven, con todo un prometedor futuro por delante, al que le diagnostican el sida. En ella, con valentía y sin tapujos, se trata el tema de la homosexualidad y el del sida. No hay que olvidar que es una película de los primeros años ochenta, cuando ambos seguían siendo temas tabús. Más aún el del sida, me atrevería a decir. El joven, al serle diagnosticada la enfermedad, se tiene que enfrentar a sus padres para decirles las dos cosas: que es homosexual y que tiene sida. La reacción de los padres es bien diferente. La madre, comprensiva como la mayoría de las madres, enseguida se pone de su parte. La abuela materna, también. El padre, en principio, lo repudia. La primera reacción al oír su confesión es la de pegarle un puñetazo. Después, poco a poco, al ver la salvaje marginación que sufren los primeros afectados por esa enfermedad, se va mostrando más abierto, más tolerante, sin ponerse a la altura de la comprensión de las dos mujeres, su esposa y su suegra. La hermana, embarazada, también se muestra -al principio- reticente y huidiza, con temor a que ese hijo que está esperando pueda ser infectado sólo por estar en la misma habitación que él.
Hay una escena terrible. El joven, una noche, en casa de sus padres, sufre una importante recaída y llaman de inmediato al hospital. Vienen a recogerlo en ambulancia. Cuando los operarios que conducen la ambulancia descubren la enfermedad que sufre, se niegan en rotundo a llevarle y se marchan. Ahí es cuando el padre se despoja de todo prejuicio y lo lleva él mismo en su coche. Imagino, al ver esta escena, el infinito sufrimiento que provoca el rechazo, que todas esas personas, las primeras a las que les diagnosticaron la enfermedad, marginadas, desamparadas, solas... Imagino su final. Esa manera de morir rechazado por todo el mundo, incluso por sus propias familias. Y no puedo imaginar un final peor.
Leo, casi al mismo tiempo, un espléndido y reciente artículo que Antonio Muñoz Molina escribió en su blog sobre un amigo que se instaló en Nueva York, a finales de los setenta, huyendo de una familia ultrarreligiosa que lo había repudiado al enterarse de su homosexualidad. Y pienso, sí, en toda esa gente que tenía sueños, esperanzas, ilusiones, ganas de comerse el mundo. Y cómo -de una manera u otra- se fueron quedando en el camino. Pienso en toda esa gente que, al margen de las propias dificultades de la vida, tuvimos que añadir la de tener una sexualidad diferente a la de la mayoría. Y también pienso en muchas de esas madres, amigas, tías o abuelas de homosexuales que, ahora, tras la publicación de mi libro, se acercan para alabar -al margen de la literatura- mi valentía. Así lo dicen, textualmente, conscientes de lo que su pariente homosexual pudo haber sufrido también. (Me están contando muchas historias a este respecto: historias terribles de rechazo, de violencia por parte de los padres, de cierta rebeldía que inicialmente tenían sus protagonistas y que, con el cansancio acumulado, se fue apagando). Valentía, sí. Aún hoy expresar tu vida, como homosexual, en términos idénticos a los que lo haría un heterosexual es considerado una valentía. Supongo que el día en que no sea así, habremos logrado la mayoría de las expectativas. La película de la otra noche, pese a los veinticinco años transcurridos, me temo que tampoco se ha quedado demasiado anticuada.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Soledad Puértolas, académica

Estamos en Madrid para asistir al acto de investidura de Soledad Puértolas como académica. El cielo de Madrid -tan alto, tan azul, tan literario- se oscurece de repente y empieza a llover. Se desluce por completo el día. No importa. Decidimos tomar un gin-tonic en el Ritz antes de dirigirnos a la Real Academia. Un pianista, al fondo, recrea famosas melodías del cine americano. Cuando llegamos, descubrimos a un grupo de gente que ya está haciendo cola. Las invitaciones, por colores que indican la prioridad de los asientos, son reclamadas a la entrada. El edificio, tanto por fuera como por dentro, impone cierto respeto. El color de nuestras invitaciones, amarillo, nos permite sentarnos en las primeras filas, junto a los amigos y los familiares de Soledad. Delante de nosotros está Jorge Herralde, su editor. Cuando me levanto para acercarme a él y darle las gracias por las cariñosas palabras que me ha dedicado recientemente por "El extraño viaje", me doy cuenta de que está al fondo saludando a unos y a otros. Ahí está Rosa Pereda. Allí, Carmen Posadas, Cristina Morató y Eugenia Rico. A mi lado, queda un asiento libre. Y en la butaca siguiente, con una boina de fieltro fucsia y numerosas pulseras diminutas en sus muñecas, descubro a Marina Mayoral, escritora admirada, con la que empiezo a hablar. Me cuenta que está algo resfriada, con los vaivenes del tiempo -ahora frío, ahora calor- ya se sabe, que se ha jubilado ("así tengo más tiempo para escribir", señala) y que en la primavera publicará una nueva novela. La felicito por ello y le prometo que escribiré algo sobre ella para la revista Clarín. Me gustan sus historias de mujeres, su particular mundo. Y sé que a García Martín, director de la revista, también. A los poco minutos, en el asiento que quedaba libre entre Marina y yo, se sienta Enriqueta Antolín, cuya larga entrevista a Francisco Ayala, recogida en un libro, "Ayala sin olvidos", he releído estos meses, tras la muerte del escritor. Poco a poco, van subiendo al estrado los académicos (algunos de ellos con verdadera dificultad) y enseguida da comienzo el acto. José Luis Borau y José María Merino salen de la sala en busca de Soledad Puértolas. Entran los tres. Todas las miradas se dirigen a la escritora, bien escoltada por su anfitriones. El momento, tan solemne, de su entrada está acompañado de cálidos y sonoros aplausos. Enseguida le dan la palabra. Soledad centra su discurso en los personajes secundarios del Quijote, sus aliados. Es evidente que, en su obra -al margen de en este último libro de relatos, "Compañeras de viaje", donde resulta patente-, los personajes secundarios, ya desde el principio de su carrera, son muy relevantes. Aliados, sí, es el título del discurso. De todo ese discurso, tan bello y tan bien leído, me quedo ahora con unas palabras que Soledad rescata del Quijote, palabras que Cervantes pone en boca de maese Pedro: "Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala". Son importantísimas en la obra de la propia Puértolas y en la de todos aquellos escritores que, como ella, buscamos la transparencia del lenguaje. José María Merino le da la réplica y concluye el acto con nuevos y acalorados aplausos. Soledad Puértolas ya es académica, la quinta mujer que está dentro de la institución. Y yo pienso en todas esas tardes y esas madrugadas de insomnio, leyéndola y releyéndola, sublimes instantes, momentos llenos de placer (de los más placenteros como lector, sin duda alguna) y entusiasmo, y en lo afortunado que soy ahora, estando ahí, fundiéndome en un cariñoso abrazo con ella. Porque ahí, en ese abrazo, están, sí, esos momentos, todos ellos. Los que todo escritor busca en su interlocutor, y viceversa. Y yo sé que ella lo sabe.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Vanessa Gutiérrez

Son muchas las satisfacciones que me está dando este libro, El extraño viaje. Desde el primer momento en que mi compañera y amiga Esther Prieto me lo propuso, hace ya unos cuantos meses, hasta este viernes en el que acabo de presentarlo en Gijón, ciudad tan importante en mi vida y tan significativa en el propio libro. No olvido la tarde en la que mi querido compañero Samuel me enseñó la maravillosa portada que, con tanto mimo, había creado para mis textos; ni la mágica noche en la que recibimos el prólogo de Elvira Lindo, siempre tan señora; ni las palabras que le han dedicado personas a las que admiro como José Luis Piquero, Laura Freixas o Alberto Piquero. Las entrevistas de Antón García, Mercedes Marqués, Isabel Gemio o Damián Barreiro. La presentación en la plaza de Trascorrales, con casi doscientas personas escuchando, silenciosas y muy atentas, mis palabras y viajando -una vez más- conmigo. La complicidad con Azucena Vence, con Carmen Suárez. Ni las estupendas ventas que está teniendo en estos tiempos de tantas dificultades económicas. Ayer, en la presentación del libro en Gijón, en esa acogedora librería, La buena letra, que con tanto entusiasmo regenta mi colega Rafa, surgió de nuevo la magia. La escritora Vanessa Gutiérrez, tan cercana y buena comunicadora, fue la causante de que apareciese esa magia (que sólo aparece cuando le viene en gana, como bien sabemos). Con un estilo impecable, Vanessa fue desgranando las claves del libro -el yo como punto de partida, el yo con relación a los demás, la creatividad y la cultura como partes esenciales de la vida, y la figura de la mujer y la idea del viaje como centro del libro-, deslizando las preguntas, respetando los silencios, las pausas, las palabras del otro, yo, que escuchaba, embelesado (al igual que el público), cómo esas palabras que había escrito habían llegado a ella, tal cual las concebí en su momento. La conexión era total. Vanessa tiene clase, encanto, profesionalidad, talento como creadora y como comunicadora. Eso ya lo sabemos todos los que la seguimos con fidelidad, no estoy descubriendo nada. Lo que no sabía, aunque pudiese intuirlo, era el alcance que esas palabras, mis palabras, tuvieron en ella. Y de ahí, de ese alcance (impagable), surgió esa complicidad que, como escritor, uno siempre busca en el lector, en los lectores. Sobre todo, cuando quien te lee, es una mujer tan estupenda como ella, Vanessa Gutiérrez, con la sabiduría por bandera, la experiencia y el constante estudio como tablas imprescindibles, y todo un futuro luminoso por delante. Poco después, ya para finalizar, escogió uno de mis textos preferidos del libro, El café de la abuela Luisa, para leer en voz alta, y ahí sentí que de aquella boca pintada de un rojo intenso (¡ese rojo tan chic y cabaretero!) no sólo surgía una preciosa voz, la suya dando sonido a la mía, sino la de todas las mujeres que están ahí, en ese texto, y en todas las historias de mujeres y de hombres que están detrás y que se reconocen en las mías. Vanessa, te debo un largo poema. Éste es sólo un primer esbozo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

El tiempo amarillo

Mi amigo Miguel González, compadre ya, ese hombre que ama los libros tanto como yo y que, junto a su chica, Carolina, lleva con mimo, esfuerzo, ilusión y mucho entusiasmo esa librería, Seshat, en Gijón, refugio de exquisito gusto para los amantes de la buena literatura y en la que presentaré mi libro a finales de diciembre (el día 30, jueves, para ser exactos), acaba de recordarme, sin él pretenderlo ni saberlo, con una foto en blanco y negro de Jessica Lange y Sam Shepard, aquel tramo de mi vida en el que todo comenzaba. Es una foto que apareció, en su momento, en la revista El Europeo, aquella revista que comprábamos los que sabíamos que había otro mundo al otro lado de nuestra pequeña ciudad y que estaba ahí, al alcance del sueño. Ese mundo, sí, que ya sentía mío. Jessica y Sam están muy enamorados, los rostros muy pegados, el pelo rubio y mojado de ella, la sonrisa de él, su diente un poco roto o torcido o ambas cosas, que no se sabe demasiado bien, al principio de su historia de amor, en el comienzo de los años 80. El influjo de "Crónicas de motel" y las charlas que se acababan al final de la tarde con mi amiga María -en la cafetería de aquel hotel donde tantos planes hicimos y que tantas tardes nos sirvió de cobijo-, tan presentes, ciertamente inolvidables pese a todo, antes de que todo se transformase o se esfumase como lo hace siempre lo imposible. Una foto gloriosa, magistral, impresionante, que representa con fuerza ese amor y atrapa poderosamente la vibrante luz que los envuelve a los dos, Sam y Jessica, Shepard y Lange, tras el rodaje de "Frances" (la biografía cinematográfica de la bellísima actriz Frances Farmer), donde se conocieron, o acaso ya en el rodaje de "Country", su siguiente película juntos, no lo sé. Esa foto, que estuvo durante años en mi habitación, enmarcada, vigilando nuestros sueños, nuestros desvelos, nuestras risas, nuestros miedos, anhelos y complicidades (¿te acuerdas, Alberto?), y también la otra cara de todo eso, la cara más fea y antipática, que también la hubo. Ahí están, sí, viendo esa fotografía, todas aquellas noches que me pasaba escribiendo, emborronando folios y más folios, soñando con hacer posible un sueño, mi sueño, publicar un libro, escribir, escribir, escribir... Esa foto que robé, en una noche loca, cuando las noches ovetenses eran otra cosa y el espíritu de Ava Gardner, de fiesta en fiesta, estaba a mi lado, en un bar, La Regenta, donde tantas buenas veladas pasamos, ¿os acordáis? Estaba a la entrada, clavada con unas chinchetas, a punto de caerse en cualquier momento. Aquella madrugada, lo recuerdo bien, decidí que esa foto iba a ser mía. Me había quedado sin aquel ejemplar de El Europeo y no podía pasar sin ella. Merche (la otra tarde creí verte, tan cambiada, con aquel mismo pelo revuelto y aquella misma sonrisa cómplice, entre el barullo de la gente y luego te perdiste como se pierden esos hallazgos de los que uno no está demasiado seguro de haber encontrado), sé que sabrás perdonarme. Jessica se fue conmigo: estuvo en buenas manos, te lo aseguro. Sam, también. Sobre la foto, amiga, aún conmigo, como dijo el poeta, Miguel Hernández, uno de los nuestros, ya se ha posado el tiempo amarillo.

jueves, 18 de noviembre de 2010

La visita del Papa

Pasé casi quince años estudiando en un colegio de curas. Los años más importantes en la formación de cualquier niño y adolescente. Muchos años de represión, miedo, angustia, torturas psicológicas y físicas por parte de algunos de los otros niños y adolescentes que no toleraban encontrarse con un compañero diferente y -siempre, siempre- bajo la complicidad silenciosa y perversa de los curas y los profesores, alguno de los cuales, llegado el caso, se sumaban a las crueles bromas de los menores sin ningún tipo de reparo, de humanidad, ni de vergüenza. Mi colegio era una especie de cuartel, de cárcel (cuando, el pasado mayo, después de casarme, estuve en Alcatraz, la mítica prisión de San Francisco, la primera sensación que percibí fue ésa, la del siniestro parecido que tenía con aquel espantoso colegio, y no es broma o exageración lo que estoy diciendo) donde, evidentemente, triunfaba el más fuerte, el gallito, el típico chulo de barrio, el matón de la clase. El que tenía cierta pluma, el gordito, el que no sabía saltar el potro en las clases de gimnasia, el que utilizaba unas gafas más gruesas de lo habitual o el que tenía la cara llena de granos o una leve cojera: todos éramos carne de cañón, todos estábamos expuestos al ensañamiento más brutal y despiadado. Los que apuntábamos maneras gays, no obstante, nos llevábamos la peor parte. Lo más odiado, lo más repudiado era eso. Marica, mariquita, maricón... Y, a veces, esas palabras venían acompañadas de un puñetazo, un golpe en la cabeza o una buena pedrada en la frente, que de todo eso tengo recuerdo y cicatrices. Y en casa, pese a las magníficas relaciones que teníamos con nuestros padres, no nos atrevíamos a decir nada porque, cuando uno es un niño y está formándose, siempre piensa que es él el que está haciendo algo malo. Callábamos, aguántabamos, rezábamos, como nos habían enseñado nuestros padres, y le pedíamos a aquel Niño Jesús que estaba en la mesita de noche para que todo aquello terminase lo antes posible. Pasaron los años y, con ellos, los abundantes traumas sufridos se fueron superando poco a poco, no sin dificultad. Desde luego, no fue una tarea sencilla borrar todo aquel sufrimiento. Hay gente que no supo dejar esas huellas atrás, que aún está pagando las consecuencias de semejantes abusos y atropellos.
Pienso en todo esto tras la reciente visita del Papa a nuestro país (aconfesional, no lo olvidemos) y la polémica que esa visita provocó. Las cosas han evolucionado, sí, pero en algunos sectores, los relacionados con la jerarquía eclesiástica, las cosas siguen más o menos igual, por mucha denuncia que ahora quieran hacer de los casos más vergonzantes que la rodean. Respetando, como respeto, todo tipo de creencia religiosa y a muchas de las personas sensatas (que las hay, según hemos podido ver también estos días) que la practican, cada cual es muy libre de aferrarse a lo que quiera para sobrevivir, como es lógico, no debería consentirse que este Papa, representante máximo de la iglesia católica, arremeta nada más pisar suelo español contra las leyes democráticas establecidas en él como es el caso de la ley de matrimonios homosexuales. Es, de antemano, una absoluta falta de educación y de respeto al propio país que está visitando, haya escrito él su discurso o se lo haya escrito alguno de sus secuaces. Erre que erre siempre con la misma perorata, con la misma letanía, ¡qué pesadez!, ¡qué hartazgo!, con la cantidad de problemas que hay que resolver aquí y en el resto del mundo. Porque lo otro, que dos personas del mismo sexo decidan casarse, ya no admite, hoy por hoy, discusión alguna. Y el señor Rajoy, si gana las elecciones y tiene un poco de decencia, debería pensar lo mismo porque él, a diferencia del Papa (que no es nadie para los que no creemos en esa arcaica jerarquía), sí será el presidente de todos los españoles. De los miles de homosexuales que nos hemos casado, amparados por esta magnífica, necesaria y muy justa ley, le hayamos votado o no a él, también. Y eso un presidente democrático no debería de olvidarlo, ni de mirar cobardemente hacia otro lado, como si tal cosa, como hacían aquellos curas y profesores de mi colegio, casi treinta años atrás.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Berlanga, ese genio

(A mi amigo Félix Onís)
Descubrí el cine de Luis García Berlanga, en aquella adolescencia de principios de los años 80, cuando supe que el maestro era el padre de uno de los músicos que en aquellos momentos más admiraba (y sigo admirando), Carlos Berlanga, y que, junto a Alaska y a Nacho Canut, sigue siendo una figura imprescindible para conocer la música y su importante papel en la cultura y en la sociedad, todos los cambios que se estaban llevando a cabo en este país por entonces y ese otro tipo de vida que se vislumbraba más allá de la grisura y el encorsetamiento de una pequeña ciudad de provincias como la mía. Todo aquel mundo, todo aquel torrente de gentes hablando y hablando, entrando y saliendo, todas aquellas situaciones -muchas veces a medio camino entre lo patético, lo cruel y lo grotesco, heredadas de aquel terrible pasado dictatorial del que proveníamos- me fascinaron desde el primer instante, aunque, como es lógico, en aquellos momentos, por mi edad, trece o catorce años, no pudiese comprender el verdadero alcance de aquel mundo tan variado, complejo y riquísimo. Las cosas que había detrás de todo aquello, lo que se decía y lo que no se decía, lo que se mostraba y lo que se intentaba mostrar sin evidenciarlo. La mordacidad, la farsa, la salvaje ironía, el guiño deliciosamente desmesurado, la ternura ligeramente apuntada. Un puñado de obras maestras, sin duda. Cada cual tendrá su preferida.
Algún tiempo más tarde de aquel descubrimiento, en aquella estupenda televisión que dirigía la directora de cine Pilar Miró, a la hora golfa del Cine de medianoche donde tantas películas encontramos los adolescentes ávidos de sorpresas, cultura alternativa y conocimiento, pude ver "Tamaño natural", una de las películas de este genio que se nos ha ido que más me gustan. Una complejísima reflexión sobre la soledad, entre otras reflexiones, decididamente brutal, sobrecogedora, impactante. Berlanga -una vez más- no se andaba con tonterías ni con medias tintas. No era su estilo.
Recuerdo, también, años después, aquellas tardes de los sábados con Beatriz Pecker en "Fiebre del sábado", de Radio Nacional. Hablando de todo: de cine, de erotismo, de zapatos femeninos, de músicas, de mujeres, de viajes, de la vida... Un placer escucharle, dejarse llevar por todos aquellos mundos. Su voz pausada, susurrante. Su sabiduría. Su aire de caballero elegante, pícaro y un punto travieso, que parecía saber disfrutar plenamente de la vida. Era un verdadero placer, ya digo, escucharles a los dos, tan bien se complementaban sus voces, sus visiones de la vida y su complicidad, que somos muchos, sí, los que seguimos añorando la presencia de Beatriz Pecker en las ondas.
Recuerdo hoy el empeño de Concha Velasco, diciéndolo en casi todas las entrevistas, por trabajar en alguna de sus películas. Y como ese empeño dió su fruto en la última que dirigió "París-Tombuctú". Y esa escena, ya tan memorable, donde la Velasco, pletórica, guapísima, exultante y muy sensual y descarada, anima a Michel Piccoli a acariciarle sus poderosas tetas. Sólo él, Berlanga, con su fascinación por las mujeres, podía haber hecho algo así, con esa elegancia e insinuación.
Les imagino, en esta mañana helada y un tanto triste, a él y a su hijo, Carlos, sonriendo y conversando plácidamente en algún lugar cálido y soleado que recuerde a esas playas valencianas tan suyas.
El tiempo, sí, inflexible, que, con tanta ausencia destacada, nos va dejando cada vez más huérfanos, nos va haciendo cada vez más viejos y más solos.

martes, 16 de noviembre de 2010

Así están las cosas

Estamos viviendo tiempos realmente duros. Escucho por la radio, en ese delicioso rato que puedo permitirme de descanso al mediodía, que dos millones de niños viven en hogares en riesgo de pobreza. La otra tarde, en la librería, una mujer me decía que parece que la mayoría de la gente -en la calle, en las colas de los supermercados, en las de los autobuses- está esperando la mínima oportunidad para saltar y desahogarse con el primero que tiene enfrente. La verdad es que no sé qué va a pasar aquí. Caminas por la calle, por las calles de esta ciudad, Oviedo, que tanta fama tuvo en su momento de grandes tiendas y de personas con importante poder adquisitivo, y te encuentas con la mayoría de los locales, incluso los del centro, cerrados o en vías de hacerlo. Y, si por casualidad, te animas, dejando volar la ilusión, a llamar a uno de los números de teléfono que empapelan con grandes cartelones los escaparates de esos locales cerrados desde hace más de un año y medio o dos para preguntar por el precio del alquiler y mejorar así la ubicación del negocio en el que trabajas, te quedas de piedra, la gente no se corta pidiendo auténticas exageraciones de dinero, ya no hay, si es que alguna vez lo hubo, término medio, prudencia, cierta solidaridad. Casi dos mil euros al mes por un local de ochenta metros cuadrados, sin ir más lejos, después de dejarte bien claro que deberás abonar por adelantado tres mensualidades y que ellos, los dueños del local, no se harán cargo de ninguna de las (abundantes) reparaciones que hay que hacer en el susodicho local. Y no pienses ni por un momento en una pequeña rebaja, porque entonces, la dueña (en este caso concreto) te dirá, casi con los malos modos de un gran enfado, que ese local costaba por lo menos dos o tres veces más, que bastante lo había rebajado ya, dados los tiempos. Y en ese plan -tremendo, sí- que intentas cortar buenamente porque sabes que, de un momento a otro, sin ningún tipo de reparo, se abalanzarán sobre manidos temas políticos escuchados en las televisiones más peligrosas y radicales. La gente no compra, no se anima a consumir, sale cada vez menos. Supongo que todos tenemos miedo a quedar, de un día para otro, sin trabajo, en la mismísima calle. Y así nos vamos cerrando y encerrando en nuestras casas. ¿Hasta cuándo?
Lo cierto es que, por otro lado, la gente tiene ganas de salir, de hacer cosas, de que le ofrezcan apuestas diferentes. Es lógico. Acabo de comprobarlo en la reciente presentación de mi libro. Al margen del interés que el propio libro pueda tener y generar por sí mismo o de la capacidad de convocatoria que yo pueda poseer, en esa presentación, la de El extraño viaje, se notaban esas ganas de ver algo diferente, con cierto glamour, calidad y espectáculo. Palabras, músicas e imágenes, sí, bien aderezadas. La literatura al alcance de todo tipo de público. Como sucedía aquí, en Oviedo, unos pocos años atrás. Cada jueves (o cualquier otro día de la semana, sin necesidad de que fuera en sábado o domingo) había un plan, algo interesante -a priori- que ver, a lo que asistir. Locales para tomarte un vino o para cenar repletos de gente de todas las edades. Ahora, lamentablemente, las cosas son diferentes. La falta de presupuesto arrasa con todo. Porque ya se sabe que las ideas, ay, van casi siempre unidas a ese (mayor o menor) presupuesto. Así están las cosas. Y la verdad es que, junto a la rabia y la impotencia, la situación produce pena, mucha pena. La frustrante sensación que se tiene después de haber perdido una importante batalla.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Esther Tusquets

La encontré hace unos meses, un mediodía lento, pesado, grisáceo, de esos en los que la tormenta es una amenaza más que constante, deambulando por las calles de Oviedo. Parecía algo perdida, aturdida, desorientada. No llevaba paraguas, pese a esa insistente amenaza de lluvia. La tarde anterior, en una céntrica librería, había estado presentando la primera parte de sus memorias, "Habíamos ganado la guerra". Me contaron que esa tarde, la de la presentación, había preguntado repetidas veces por una sala de bingo. Esther -reconocido por ella misma- es una jugadora compulsiva y ha publicado una estupenda novela sobre el tema, "Bingo!". Siempre es divertido, si vas con tiento, precaución y el dinero justo, pasar una tarde en el bingo. Es un juego tan absurdo como apasionante, que crea verdaderas adicciones. Apuntar los números que van saliendo del bombo y, si hay suerte, si la fortuna hace que salgan los que tienes en tu cartón, llevarte un puñado de dinero, unos euros como caídos -mágicamente- del cielo. Tuve la sensación de que Esther, magnífica escritora, estaba aquel mediodía buscando una sala de bingo, que, por cierto, se encontraba bien cerca del lugar en el que nos hallábamos, a la entrada de ese conocido centro comercial que recorro todos los días de regreso a casa. Dos salas de bingo, para ser exactos. Nadie la reconoció y debo admitir que sentí cierto temor ante la idea de acercarme a ella, pese a las ganas que tenía de decirle lo importante que había sido toda su literatura en mi vida. "El mismo mar de todos los veranos", aquella lectura que nos había dejado deslumbrados, y todos los demás... hasta ese último y estupendo cuento que aparece en el volumen "Cuentos de amigas". Su cara no parecía predispuesta a hacer nuevos amigos. Me pareció sentir que ella hubiese agradecido más el hecho de acompañarla a echar una timba que hablarle de libros o literarios recuerdos de su pasado como una de las editoras más importantes de este país. No hice ni lo uno ni lo otro. Y lo cierto, para ser sinceros, es que ahora me arrepiento de no haberle dicho nada, sobretodo imaginando lo que hubiese sido apuntar números en un cartón, cantar línea o bingo, mientras ella (quizá) me contaba algunas de las más apasionantes historias de su aventurera vida.

viernes, 12 de noviembre de 2010

San Francisco, 2010

La sensación que uno tiene cuando llega a San Francisco por primera vez y recorre esa parte de la ciudad que va del aeropuerto a alguno de los hoteles del centro es la de haber estado previamente allí. A Nueva York, esa otra ciudad americana con aires europeos, le sucede lo mismo. La influencia del cine, la literatura y las series de televisión es, en este sentido, tan amplia como decisiva, tan importante como inevitable. En realidad, cuando uno es mitómano de verdad y llega a alguna de estas grandes ciudades, una de las primeras cosas que hace es, precisamente, esa: recordarlo, casi de golpe, todo. Aquí se rodó tal o cual película, por ahí caminaba no sé qué actriz, allí moría de forma magistral uno de los alumnos más aventajados de Marlon Brando, un poco más allá tomaba un dry-martini aquel escritor mientas escribía su obra maestra, su cuento o su poema definitivo. Uno de los muchos atractivos de San Francisco es, sin duda alguna, ese. La ciudad está llena de lugares donde se rodaron muchas películas y míticas series de televisión. Esas series que a finales de los 70 y principios de los 80 revolucionaron el medio. Y también de muchos rincones literarios, muy literarios. El café Vesuvio (así, curiosamente, escrito, con v las dos, desafiando con rebeldía a las normas ortográficas), por ejemplo, donde Jack Kerouac y demás componentes de la generación beat, aquella generación de bohemios y grandes vividores, de rebeldes y hedonistas, acudían a menudo. Es un café viejo, pequeño, un poco destartalado, con decoración hippie y las paredes llenas de fotografías antiguas de muchos de aquellos músicos y escritores que lo frecuentaban y de otros que, desde añejas publicaciones colgadas en las paredes, te observan silenciosos y cómplices, como testigos mudos de aquél y de todos los tiempos. Tiene un olor muy peculiar: a vainilla, a humedad, a toda clase de tabacos (aunque, como en el resto de las ciudades americanas a excepción de Las Vegas, ya no se pueda fumar en su interior) y a esas partículas de polvo que están tan incrustadas por todo el local que sólo podrían desaparecer definitivamente con una limpieza a fondo o una reforma absoluta. Esa reforma que, por otro lado, destruiría por completo el encanto del lugar. Hay un rincón, enfrente de la barra, debajo de una fotografía en blanco y negro de Virginia Woolf que ilustra un número viejísimo de la revista Time, ciertamente especial. Desde allí, bajo la tenue luz, se puede contemplar el bar desde varias perspectivas, quién entra y quién sale, y ver cómo algunos escritores o aficionados a la literatura, poseídos por el espíritu de los viejos fantasmas y las abundantes copas, rememoran a sus clásicos. Algo parecido sucede en la librería, The City Lights Books, que está justo al lado. Acogedora, con miles de libros y todos muy apretados en sus estanterías, la librería -muy bien seleccionada- conserva ese halo de misterio que siempre acompaña a los sitios legendarios. Si cierras los ojos, no es difícil imaginar a cualquiera de aquellos beatniks sentado en el suelo o en aquellas escaleras de madera que unen los tres pisos, hojeando libros, manoseándolos, inspirándose, dejando pasar la tarde. En el último piso, el dedicado a la poesía, la luz entra a raudales por un gran ventanal y se detiene sobre los libros abiertos que reposan sobre las mesas, sobre las numerosas fotografías de poetas que decoran la sala, mientras, con sumo cuidado, intentas que la madera bajo tus pies no cruja demasiado para no estropear la sosegada magia del instante. San Francisco es una ciudad llena de fantasmas. Por sus calles, a cualquier hora del día o de la noche, aquí y allá, puedes encontrarte con mendigos pidiendo limosna o recogiendo latas de refrescos en el carrito donde guardan sus pertenencias; locos que hablan solos, que gritan, que discuten consigo mismos; enfermos de mil enfermedades; veteranos de guerra, inconfundibles con los tatuajes y las cicatrices recorriendo sus rudos y ajados rostros, que quedaron trastornados o mutilados; hippies, con lo que queda de sus largas melenas y esas ropas que -de tan pasadas de rosca como están- se han vuelto a poner de moda, cuyos cerebros no sobrevivieron a las sustancias que decidieron probar, a los viajes mentales, a tanta psicodelia; predicadores que, de tanto empeñarse en recitarlo, se creyeron su propio discurso; pobres diablos; simpáticos pícaros. Pero, todos ellos, son pacíficos. A lo sumo, con cierta delicadeza, se acercarán a ti para pedirte un cigarrillo, un dólar, un billete de tranvía, una pieza de fruta. O para contarte cualquier episodio -real o inventado- de sus excesivas vidas. También están los otros fantasmas, los que forman ya parte de la propia historia de la ciudad. El mencionado Kerouac y su grupo, Janis Joplin, Harvey Milk, que, en el barrio gay, el barrio de Castro, es una figura realmente venerada por propios y extraños, quizá aún más ahora tras la reciente película de Gus Van Sant protagonizada por Sean Penn. Su espíritu y sus reivindicaciones, aún tan vigentes y necesarias, están muy presentes en ese barrio y en toda la ciudad. Varias banderas enormes con los alegres colores que dan seña al movimiento homosexual ondean en la calle -según la denominan- más gay de todo el mundo. En la esquina principal, está el emblemático café Twin Peaks. Y en su interior, aún permanecen acodados algunos de los que iniciaron décadas atrás las manifestaciones por la igualdad. Esa zona, que se debate entre la divina decadencia y la modernidad, está llena de locales acogedores donde escuchar música relajante (jazz, chill-out) y tomarte un delicioso (y carísimo) vino californiano, un cabernet de primera clase. En uno de ellos, si lo deseas, entre vino y vino, y por un dólar el minuto, te adivinan el futuro. No es mal negocio, pensamos. Pero San Francisco es también muchas otras cosas: sus calles empinadas, sus tranvías, sus puentes, sus encantadoras y coloristas casas victorianas. Su bahía y sus alrdedores. Las vistas, desde allí, desde cualquier punto de la bahía, son magníficas, impresionantes. Sólo por eso merecería la pena visitar la ciudad. Situado enfrente, está el islote donde se erige Alcatraz, la emblemática cárcel por la que pasaron algunos de los delincuentes más famosos de la historia, con Al Capone a la cabeza, y, en la otra punta, Sausalito, un tranquilo y acogedor apéndice de la ciudad donde el leve rumor del mar es lo único que altera el silencio. Antes de coger el ferry, en el puerto de San Francisco, descubrimos un hermoso mercadillo de frutas, verduras, quesos, pescados, dulces y licores suaves. Todo tiene un color muy vistoso, una pinta estupenda. Las fresas son enormes, de un rojo muy intenso, y, cuando unas de las sonrientes chicas nos ofrece una, descubrimos que tienen un sabor realmente sabroso. Es sábado y la gente camina por allí con total relajación, deteniéndose sin prisa en cada puesto, probando de aquí y de allí, hablando con los vendedores, consultando precios, disfrutando de las horas de ocio. En San Francisco, tenemos continuamente esa sensación: la de que la gente disfruta con plenitud de cada momento. Sin las prisas, el estrés y los vibrantes aceleramientos de Nueva York, sin ir más lejos. El tiempo parece que se ha detenido en el barrio hippie, en esa larga calle -Haight Street- repleta de tiendas de segunda mano donde Janis Joplin compraba anillos, pulseras, sombreros, chalecos, sandalias... Y donde, ahora, si lo deseas, también puedes hacerte con todo tipo de cachivaches. Desde una lámpara hasta una muñeca antigua o uno de esos discos que pensabas que hacía años que estaba descatalogado. Todo es realmente auténtico. Añejo, sí, pero auténtico. Sin ese tono de impostura que últimamente recubre todo aquello que posee reminiscencias hippies. En esa misma calle, se encuentra el café Red Victorian, donde desayunaban aquellos beatniks de entonces después de sus largas noches de farra. Es un café un tanto destartalado, pero con cierto encanto. Desde su enorme ventanal, se puede ver buena parte de la calle, la única librería que hay por allí, las tiendas de ropa usada, los hippies que duermen junto a los escaparates o que tocan canciones famosas por un puñado de céntimos. La respuesta, me temo, sigue estando en el viento. Pero regreso a la zona de Castro, a uno de esos encantadores restaurantes situados en la parte de arriba de algunas de las casas victorianas que conforman el barrio. Se llama Poesía y, durante las cenas, de fondo, proyectan continuamente películas clásicas, normalmente europeas. Buñuel, Fellini, Pasolini... Ese día, entre plato y plato, la Catherine Deneuve de "Tristana" y el Donald Sutherland de "Casanova". La penumbra del local, los camareros que -al descubrir que somos españoles- nos felicitan por la ley de los matrimonios gays, el suave murmullo del resto de los comensales, la noche que va cayendo sobre la ciudad. San Francisco, 2010. Una ciudad tranquila. Un viaje importante.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Palabras que la escritora Laura Freixas dedica a El extraño viaje

Precisamente te quería escribir, para decirte cuánto me ha gustado tu libro. Hay algo, que no me gusta llamar "sensibilidad" porque la palabra está muy trillada, pero no sé de qué otra manera llamar a esa capacidad que tienes de percibir las cosas, todo lo que pasa, lo que se siente con los sentidos y con las emociones cuando parece que no pasa nada, esas temperaturas, lluvias, olores (palpita Asturias en el fondo), esos momentos detenidos, que están al borde de significar algo (no me extrana que te guste Clarice Lispector)... todos esos retratos de mujeres en las que no reparamos, como la lectora que pide el libro de Benedetti... (Solo hay algo que me ha chirriado en algún momento y es la idealizacion que haces de ciertos personajes, la pareja Bowles p ej.) Y está maravillosamente escrito. Has conseguido lo más importante: escribir un libro precioso.
Laura Freixas

El extraño viaje revisitado

La idea de crear un blog surgió el año pasado, a finales de octubre, en Llanes. Íñigo trabajaba, como de costumbre, en "Llanes al cubo" y yo quería hacer algo más que pasear, contemplar la belleza del paisaje, comer y beber, aunque todas esas cosas se puedan hacer estupendamente en esa localidad. Creamos el blog en esa casa desde la que se oye el mar y el graznido de las gaviotas que lo revolotean, y que tantas veces nos ha servido de refugio. Lo llamé El extraño viaje, como homenaje a la inolvidable película de Fernando Fernán-Gómez y al disco con el que Fangoria, hace unos pocos años, quiso homenajear al genial cineasta. Y, como siempre que emprendo una tarea literaria, sea del tipo que sea, me la tomé muy en serio. Hay alguna gente que desdeña y habla con cierto retintín de la literatura que se escribe en los blogs -es cierto que hay blogs de muchos tipos: no se puede generalizar-, pero, en mi caso, como el de muchos otros colegas, me enfrento a ese espacio en blanco con la misma seriedad, rigurosidad y profesionalidad con la que lo hago para estas páginas, para las otras en las que también escribo o para las que pudiese hacer en un futuro. Es el espacio en blanco en el que nos expresamos todos aquellos que no tenemos el hueco que desearíamos tener en los periódicos. Esos periódicos en los que tan buena literatura se ha escrito y se escribe en este país. Cada cual pondrá aquí los ejemplos que más se acomoden a sus gustos, estilo y preferencias, siempre tan particulares. Yo me quedo hoy con dos: Francisco Umbral y Elvira Lindo.
El extraño viaje -mi blog- se fue llenando, cada mañana, casi antes del amanecer, que es cuando habitualmente escribo, de muchas cosas. Recuerdos, vivencias, libros, mujeres, ciudades, amigos, músicas, películas, obras de teatro, luces de neón, luces de otras ventanas, amor... La memoria hizo también su papel. Y así rememoré todas las ciudades en las que había estado y todos los recuerdos que, caminando por aquellas lejanas calles, parques, librerías, teatros, terrazas, puertos, avenidas, museos, mercados y mercadillos callejeros, recordé. Un callejón decadente de aquel invierno de Buenos Aires me trajo el recuerdo del pozo minero que había enfrente de la casa de mis abuelos maternos, en Mieres, y el de los hombres cansados y sudorosos que salían de él; los gigantescos carteles iluminados de los teatros de Broadway me trajeron el recuerdo de todos los instantes llenos de emoción vividos antes de entrar en un teatro de mi provincia, donde actuaba alguna de mis actrices favoritas y el deseo de encontrarlas luego por la calle como un día me encontré a Charo López y otro, ya tan lejano, a Aitana Sánchez-Gijón cuando, convertida en Maggie la gata, se subía al tejado de zinc caliente de Tennessee Williams; los puentes de San Francisco me devolvieron todos los instantes de la infancia en los que llegaba a casa, después del colegio, y merendaba viendo algunas de las más emblemáticas series de televisión americanas de los años 70 y 80. Son sólo algunos ejemplos. Hay más, claro, porque lo bueno de los recuerdos es que se van hilando con la misma facilidad con la que un gato tira del hilo hasta deshacer por completo toda la madeja. Hablando de gatos, Francesca, nuestra gata, también está ahí, en las páginas de este libro y detrás del ordenador desde donde estoy escribiendo estas otras, mirando a ratos las luces encendidas de las ventanas del edifico de enfrente y otros, guiada por el sonido, los dedos de mi manos tecleando el portátil. Aparte de muchos de los recuerdos, buenos y malos, de los años vividos hasta la fecha y de las ciudades visitadas, el blog se fue llenando de mujeres, de muchas mujeres, siempre tan importantes en mi vida. Mujeres como mi abuela, mi madre o mi hermana, colegas, amigas que están ahí, cómplices, con las que me entiendo sin apenas cruzar dos palabras, y otras que se fueron quedando en el camino porque la vida no siempre es como quisiésemos sino como nos van dejando, ay. También mujeres desconocidas que veo por las calles, en el día y en la noche, y a las que sólo por un mínimo y determinante gesto deseo atrapar con mis palabras. Mujeres detrás de las que hay vidas que merecerían con toda probabilidad ser contadas. Y también, como el buen mitómano que soy, por iniciativa propia y aprendiendo de los gandes mitómanos, de esas mujeres que nos fascinan del mundo del cine, del teatro, de la radio, de la literatura, de la fotografía, de la música... Todas ellas imprescindibles, fundamentales compañeras de viaje. Hay dos constantes en el libro, dos hilos que unen todas las palabas, de principio a fin. Íñigo, la persona con la que comparto mi vida, y Nueva York, esa ciudad que tanto anhelaba conocer durante años y que no sólo no me defraudó sino que en mi mente está muy presente la idea de visitarla una y otra vez, redescubrirla -si es posible- cada año. Todo se andará, sí. Porque cuando uno está a punto ya de cumplir los 40 años, ésa es la lección que la vida te termina enseñando. Todo, tarde o temprano, pese a los cientos de trabas y dificultades, termina por llegar. Las plegarias culminan siendo atendidas. Sólo es cuestión de paciencia y perseverancia. Así, para finalizar, veo mi imagen delante de la máquina de escribir en la casa de mis padres durante muchas noches de muchos años, con el silencio cómplice de mi madre al fondo, y veo mi imagen delante de la casa que Truman Capote tuvo en Brooklyn y pienso en la poderosa presencia del azar y en cómo las cosas a veces están extrañamente unidas. El viaje comenzó en una casa, la de mis padres, y terminó en otra, delante de la casa del genial escritor americano. Y, entre medias, está este viaje, este extraño viaje.

sábado, 23 de octubre de 2010

Palabras que el poeta José Luis Piquero dedica a El extraño viaje

Mi amigo Ovidio Parades (Oviedo, 1971), librero y escritor, acaba de publicar un libro estupendo, El extraño viaje (editorial Trabe), una colección de prosas a caballo entre lo autobiográfico, la columna de opinión, el bosquejo poético y el diario. Semblanzas de actrices y escritoras (la fascinación por las mujeres está muy presente en la obra), crónicas viajeras y microrrelatos también tienen cabida en un libro heterogéneo, conmovedor, elegante y lleno de melancolía y avidez por la vida. Se trata también, en cierto modo, de un retrato generacional, con los ídolos de nuestra infancia, las primeras lecturas, los grandes descubrimientos de la juventud… Y siempre el deseo de vivir intensamente, de saborear cada día -a despecho de la sensación de que el tiempo pasa-, y la afirmación de la propia libertad de elegir.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Septiembre

Me gusta abrir la ventana y sentir el aire fresco de septiembre colándose por el apartamento. Francesca, a mi lado, mueve la cara con susto, con sorpresa, como si no recordara el frío. Atrás queda agosto, con esas tardes tan largas, calurosas y pesadas, con las calles vacías y esa sensación de domingo largamente prolongado. Empieza un nuevo mes, sí, y con él, casi intacta, la ilusión de llevar a cabo nuevos proyectos. La librería se llena de novedades (no todas buenas, todo hay que decirlo, pero esa renovación trae consigo aires diferentes, el trajín de recibir cajas, de abrirlas con curiosidad o con cierto escepticismo, de cambiar escaparates, arriba y abajo, aquí y allá, y eso siempre alegra el espíritu), la gente ya no tiene esa pereza, esa modorra que nos embarga con el calor excesivo y que casi nos inmoviliza, sobretodo aquí, en las ciudades del norte, donde, por muchos días calurosos que tengamos, no terminamos de adaptarnos demasiado bien a ellos. En breve, los colegios empezarán sus clases, y, ya desde bien temprano, las calles se llenarán de ruido, de bullicio, de gentes de todo tipo, de caras de niños adormilados, de niñas que arrastran sus pesadas mochilas de color rosa chillón, de las risas y el alboroto de todos ellos, y del olor a bocadillos, a libros, a gomas, a lápices y a estuches nuevos. ¡Cómo cambia el paisaje, en mis paseos matutinos, cuando los colegios están cerrados! Todo está mucho más silencioso y parece que, aunque ya haga rato que el cielo se despejó por completo, no termina de arrancar la mañana: a vueltas con la inevitable y perezosa sensación de domingo o de día festivo. El uno de septiembre es como si fuera el principio del año, de un nuevo año. Este año, además de todas las novedades editoriales y el espíritu de renovación, septiembre será el mes de la publicación de mi libro, "El extraño viaje", que surgió de aquí, de este blog, aunque ahora sea ya otra cosa, un viaje diferente lleno de historias propias y ajenas. El viaje que va de lo escrito al papel. Hermoso viaje, desde luego. Su estructura es otra, aunque muchos de los que lo habitan sean los mismos que recorrieron este blog conmigo cada mañana. Y las sensaciones, y los sueños, sean también casi idénticos. Es una sensación extraña y fascinante la de entregar un libro a la editorial, el trabajo ya hecho y finalizado, esa instante en el que todas las correcciones están terminadas y sabes que ya no hay marcha atrás. Ahora, en unos días, el libro tendrá su propia vida. Cada lector, de una u otra manera, lo hará suyo: tendrá, viajando conmigo, su propio viaje. Y yo me quedo con la tranquilidad del trabajo realizado, con la satisfacción de que las voces que lo leyeron han dado el visto bueno y con ese bellísimo prólogo que me ha escrito la gran Elvira Lindo (gracias, gracias y más gracias por tu generosidad, por tu talento y por tu calidad humana), que es uno de esos regalos inesperados que a veces te ofrece la vida y que sirven para reconciliarte definitivamente con ella, con la vida, pese a todo. El viaje -no quepa duda alguna- prosigue.

jueves, 12 de agosto de 2010

Una vida inesperada

UNA VIDA INESPERADA
Elvira Lindo.
Lo que me queda por vivir, Seix Barral, Barcelona, 2010

Hay acontecimientos que marcan decisivamente la vida de una persona, de una mujer, Antonia, en este caso: la muerte prematura de la madre, la maternidad siendo aún muy joven, la ruptura de una pareja donde todavía, al menos por una de las partes, la suya, había amor. La vida, que nunca es fácil, menos lo es para una joven, sola, con un niño pequeño, que intenta buscar su lugar en el mundo y que se siente huérfana, con una fragilísima sensación de orfandad y desamparo que se extiende mucho más allá del tiempo en el que se inicia, tras la muerte de la madre. Esa otra mujer, que recuerda a las mujeres del cine y de la música americana, con el corazón herido, tocado por la larga enfermedad, presencia constante pese a la ausencia física. La mujer joven, Antonia, que se busca y que se encuentra muchas veces en esa mujer que ya no está, esa voz que se funde en aquella voz: voces que se encuentran y se confunden, como en un bello rito, en el filo del espejo, en el hilo de la historia, dentro de la memoria, donde más duele. Un desafío constante. Un camino por hacer. Una vida, aparte de la suya, que sacar adelante, la del hijo. Ese hijo avispado, despierto, listísimo, solitario, que es uno de los muchos logros de esta novela (gran novela): crear y dar credibilidad a un niño, sin caer en la cursilería o el tremendismo: no es pequeño logro, desde luego. Un bellísimo baile a dos manos. Un viaje conjunto, sí. Importante y difícil viaje. El de la madre y el hijo. El de tantas madres e hijos que, en este viaje, se pueden ver reflejados. No me cabe duda alguna. Elvira Lindo, narrando esta historia, la suya, la que quería contar, ha contado también, quizá sin pretenderlo, la de una generación de personas, sobretodo de mujeres, mujeres que estaban ahí, a principios de los años 80 (esa época, posteriormente, tan sesgadamente revisada e idealizada hasta el hartazgo), cuando tantas cosas empezaban a cambiar, pero había que cambiarlas, dar el paso, salirse de lo establecido hasta entonces y continuar hacia adelante, vivir la propia vida sin el peso de las enseñanzas antiguas, hacerse un hueco en la sociedad, sobrevivir. Ella, Antonia, nuestra protagonista, lo consiguió. El pasado que arrastraba este país y el presente que se iba conformando y transformando, no sin complicaciones, día a día. Ese tránsito, ese contraste, aparece magistralmente narrado en estas páginas, que, en algunos tramos, alcanza momentos realmente memorables, de esos cuya ternura y ese cruel patetismo que, visto a día de hoy, te anudan la garganta, como te la anudan las interpretaciones de ciertas actrices (Shirley MacLaine, un suponer) cuando interpretan esas escenas que se debaten entre lo cómico, lo trágico y lo absurdo. Hay muchas escenas así en toda la literatura de Elvira Lindo, escenas que constatan y reflejan a la perfección su agudísimo sentido para captar el mundo, la vida, todo lo bueno, lo malo y lo extraño que nos rodea. Como ejemplo (uno de tantos) pondré esas páginas que retratan la boda de la protagonista, con las mujeres de la familia vistiendo al modo más clásico, rancio casi, con sus blusas de lazo y sus abrigos de mutón, asistiendo a un evento -una boda civil, de las primeras que se celebraban aquí- que a ellas, por novedoso, se les escapa completamente. También hay otras mujeres, claro, poderosos personajes secundarios que quedan grabados en la memoria -la tía Celia, la amiga Marisol...-: cada una con un trocito de historia, su historia -historias tristes, terribles: vidas que, de un modo u otro, se quedaron en el camino-, que sirven también para explicar la suya, la de Antonia. Mujeres que luchan hasta el final, que saben querer por encima de todo, que sólo la muerte les arrebatará la fuerza, el tesón, las ganas de vivir. Hay novelas que están ahí, en un rincón de la memoria, esperando a que su autor les otorgue forma definitiva con las palabras, con los recuerdos, con los sentimientos. Es un juego peligroso y hay que ser un verdadero virtuoso de las letras para salir airoso del empeño. Elvira Lindo lo consigue con creces. Cuando la vida se convierte en palabras escritas ya deja de ser vida real para convertirse en otra cosa, en otro tipo de vida, igualmente auténtica, igualmente vibrante, en literatura pura y dura. Deslumbrante, brillantísima literatura, como la que aquí nos ocupa. Elvira Lindo, que cada día que pasa es mejor escritora, se ha lanzado sin red, sin tapujos, con valentía, cara a cara, a un pasado que puede tener mucho que ver con el suyo, sí, y también con el de muchos otros, con el de todas esas personas que están ahí, que ríen, que gozan, que lloran, que sufren, que sueñan, que luchan, que se emocionan, que se desesperan, que se enfrentan a la vida que les tocó en suerte, a una vida, como la suya, como la nuestra, como la de todos, inesperada. No se la pierdan bajo ningún concepto.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Corte de pelo

La mujer se despertó y miró al hombre que dormía a su lado. ¿De quién se trataba? ¿Cómo había llegado hasta allí? Las mismas preguntas de todas las mañanas de sábado de los últimos tiempos. Aquella habitación, cuya clásica decoración en nada se parecía a la suya, le daba vueltas y más vueltas. Tenía la garganta seca, un intenso dolor de cabeza y ganas de vomitar. Descubrió su imagen en un horrible espejo situado enfrente de la cama y soltó un pequeño grito. No recordaba que la tarde anterior, después de salir de la oficina, se había ido a la peluquería que acababa de abrir enfrente de su casa y se había cortado toda la melena. Qué estropicio, musitó. Su rostro demacrado tampoco contribuía a ensalzar demasiado aquel extraño y asimétrico corte de pelo. Una mujer con un peinado muy similar al suyo la miraba desde una fotografía en blanco y negro enmarcada en ostentosa plata. A su lado, sonriente, el hombre que estaba ahora a su lado en la cama la rodeaba con sus brazos. Era verano y parecían felices. Qué cabrón, murmuró. Se levantó despacio y se vistió deprisa con aquella ropa que apestaba a noche atrasada. No encontró el cinturón. Aquel pantalón, sin él, sin aquel ancho cinturón que había comprado el verano anterior en Ibiza, le quedaba bastante holgado. Como casi toda la ropa. Desde que su marido se había marchado, seis meses atrás, había perdido casi diez kilos. A ratos, aún seguía buscando las razones por las que se había largado. El sonido de sus altos tacones sobre la madera recién pulida del suelo hizo que el hombre se despertase. Miró, acelerado, el reloj de su mesilla y le dijo, al tiempo que saltaba veloz de la cama y abría las ventanas del cuarto de par en par, que tenía que marcharse ya. Ella lo miró con más cara de pena que de asco y salió de aquella habitación. Recorrió el largo pasillo, esquivando numerosos juguetes, muñecos y libros infantiles, y abandonó el piso. Al llegar a la planta baja y abrir el ascensor, mientras sacaba del bolso sus oscuras gafas de sol, dió los buenos días a la mujer que hablaba con la portera y que mandaba callar a tres niños -dos niños y una niña- repeinados y vestidos iguales que no paraban quietos. Hemos tenido muy buen tiempo, decía alegremente a aquella mujer gordezuela que se empeñaba en sacar todo el brillo al dorado de la puerta. Tampoco a ella le favorece nada este peinado, pensó. Salió a la calle, donde lucía un sol furioso, con la firme promesa de no volver a cortarse el pelo así nunca más.

viernes, 30 de julio de 2010

Liza Minnelli

Regreso por un momento a Nueva York, a esas calles donde puedes encontrate el mayor número de teatros por metro cuadrado de todo el mundo, Broadway iluminando la noche, los cielos altos de la ciudad, Broadway iluminando Broadway, y, de repente, puedo verla, sí, es ella, Liza Minnelli, hija de artistas legendarios, saliendo por la puerta de atrás del Palace o de cualquiera de los otros teatros en los que actuó (casi todos), tratando de pasar desapercibida, fumando sin cesar y dirigiendo sus pasos hacia la calle 54, donde está ubicada la mítica discoteca Studio 54 (hoy reconvertida en teatro), esa donde pasará -bebiendo, bailando y demás- las horas que faltan hasta el amanecer. Allí estarán Bianca Jagger y Grace Jones, Andy Warhol y Truman Capote, Madonna, Al Pacino y una Elizabeth Taylor que, entrada en carnes, casi se parece más a Divine, su más fiel imitadora, que a sí misma. Esto, que es una ensoñación nocturna, bien pudo haber ocurrido en realidad, y de hecho así ocurrió algún tiempo atrás. Ahora Liza bebe esporádicamente y fuma mucho menos que entonces. Ahora Liza recorre el mundo, de una punta a otra, con su nuevo espectáculo: lleva casi dos años de interminable gira, y para seguir. Ahí está, sí, sobre el escenario, tan sólo arropada por sus músicos, con su traje rojo intenso o negro brillante, unos zapatos de altísimo tacón y una cinta en la frente para calmar el sudor, pletórica, exultante, divina, única. Rotunda de voz y ágil de movimientos. Ella es el musical en estado puro, los últimos flecos de aquella época dorada de Broadway donde su madre, Judy Garland, pese a todas las dependencias y flaquezas, brillaba como ninguna y de quien ella, Liza, herdeó su dominio absoluto de la escena. La fragilidad, la vulnerabilidad y las adicciones. Nadie es perfecto.
El espectáculo, dividido en dos partes, repasa sus míticas canciones y las de su madrina, Kay Thompson, otra intérprete de la época dorada. Dos partes que culminan con el célebre "New York, New York" y una versión a capella de "I´ll be seeing you". Cabaret total. Frases, recuerdos, anécdotas del padre y de la madre, de la madrina y de ella misma, intercaladas por todo el show. El público, todos nosotros, así lo recalcaba una y otra vez, somos su familia.
Como no podía ser de otra manera, Sally Bowles, aquella chica que se pintaba las uñas de color verde y que se desahogaba gritando cuando pasaban los trenes, también hace su aparición, Berlín, años 30. "Maybe this time", y todas las demás canciones. Sally, como la propia Liza, sigue conservando el espíritu de los seres libres -el mismo de la película de Bob Fosse, "Cabaret"-. Ese espíritu que continuará vivo mientras alguien -como yo esta noche- se las siga imaginando (a Sally o a Liza, qué más da) saliendo de un teatro, encaminándose hacia la búsqueda de ese instante de felicidad que no termina de llegar.