martes, 8 de diciembre de 2009

Paseos

Me encanta pasear. Salir de casa despreocupadamente, sin tener que estar pendiente del reloj, y dejarme llevar por el ansia de callejear. Las mañanas de descanso de los lunes suelen ser ideales para ello. Esos días, puedo observar la cara de pocos amigos de la mayoría de la gente (el comienzo de la semana es duro para todo el mundo), el ir y venir con prisas, la falta de sueño, el regreso a la cruda realidad. Sólo los viejos, sentados en los bancos de los parques o haciendo corrillos en alguna plaza, parecen, como yo, tomarse la mañana con calma. Algunos, están en las colas de los supermercados (los descansos, llevan implícitas estas imprescindibles paradas); muchos de ellos, bastante acelerados, intentando -sin una gota de disimulo- colarse. ¿Para qué tienen tanta prisa? ¿Para sentarse con los colegas en sus bancos y criticar a diestro y siniestro, siempre con especial preferencia al gobierno? Ellas, las mujeres mayores, suelen mostrar una actitud diferente (siempre hay algunas con mucha prisa también, alegando que tienen que ir a misa de doce o a recoger al nieto a la parada del autobús, pero son minoría): su actitud va más por el camino de la charla, de iniciar conversación, buenos días, ¿es usted el último?, el jamón york que tienen hoy de oferta es muy bueno, si uno lleva trescientos gramos le regalan media docena de huevos, y a partir de ahí, pueden contarte tranquilamente sus vidas en los minutos que tarda la charcutera en darte la vez. Siempre hay historias interesantes. Radiografías exactas de la realidad. Muchas viudas que se quejan de sus miserables pensiones. Muchas ecuatorianas que vigilan constantemente al bebé de la casa en la que trabajan y que duerme plácidamente en su cochecito. Muchas trabajadoras de oficinas, de tiendas, buscando un hueco en su hora del café para llenar las neveras, habitualmente arrasadas después de los fines de semana. Muchas abuelas explotadas por sus propios hijos, que tienen que sacar adelante a sus nietos como primero hicieron con esos hijos. En fin, una amplia variedad de historias. La vida en estado puro. Me gusta observarla.
Prosigo el paseo. Entro en alguna librería de viejo a la caza de ese libro descatalogado -siempre hay uno: a veces pienso que podría definir las etapas de mi vida según el libro que anduve buscando en cada momento. Alrededor del mediodía las caras de la gente se van suavizando. Algunos niños regresan del colegio para comer. Los bares que hay enfrente de casa, en estos días cercanos a la Navidad, se llenan ya desde el lunes para celebrar lo mucho que la gente se quiere en estas fechas. Hojeo el libro de segunda mano que me acabo de comprar. ¡Siempre encuentras uno!, exclamará Iñigo cuando llegue. La camarera esquiva, como mejor puede, las tonterías que le dicen un grupo de hombres trajeados y engominados, con abundante sidra achampanada ya en sus cuerpos. Pido un vino y me sumerjo en el libro, ajeno a ese reloj que indica que la jornada de descanso se va terminando. Si realmente existe la felicidad, no cabe duda de que está ahí, en ese fugaz instante.

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