jueves, 10 de diciembre de 2009

Grand Central Station

Volviendo a leer a la semiolvidada Elizabeth Smart -cuyo libro más emblemático, "En Grand Central Station me senté y lloré", acaba de reeditar la editorial Periférica en una preciosa y muy cuidada edición a cargo de la estupenda Laura Freixas-, me acordé de aquella cálida mañana de septiembre en la que también nos sentamos en Grand Central Station, aunque, a diferencia de la escritora canadiense, no lloramos. Tantos años después de haber leído por primera vez aquel libro tan deslumbrante y poético (cuya fuerza e intensidad siguen plenamente vigentes), la visita a aquella estación era una obligación más. Un día antes del 11 de septiembre, siete años más tarde de la tragedia, había policías armados, con cara de pocos amigos y grandes perros a sus pies por todas partes. Lo que no impedía que la gente -todo tipo de gente, como se puede ver en el resto de Nueva York: de la ejecutiva impecablemente trajeada, con gruesos playeros en los pies y elegantes zapatos de tacón asomando por su gran bolso, a la negra más oronda y desgreñada que arrastra un carrito con no se sabe muy bien qué cosas, acaso todas sus pertenencias, y habla sola como si estuviese dentro de su propio mundo- caminase acelerada de un lado a otro, siempre con la prisa agarrada a los talones. También había otra gente allí sentada, esperando a alguien que -posiblemente- jamás llegará. Como ese personaje de "El secreto de sus ojos" que aguarda, en otra estación, el paso del asesino de su mujer. O esa otra gente que camina con algún miedo en los ojos, con una historia y un secreto detrás -miles de historias y miles de secretos en los ojos de cada viajero-, como el protagonista de la última novela de Antonio Muñoz Molina, Ignacio Abel, avanza por la estación de Pennsylvania, con la mano fuertemente agarrada al asa de su maleta y a su billete.
En Grand Central Station nos sentamos y no lloramos. O acaso lo hicimos de emoción, ya no lo recuerdo. De la emoción que nos producía estar allí, aquella mañana de septiembre, en aquel escenario tan literario, con la luz clara del final del verano filtrándose por donde podía. Con el aniversario de la tragedia mascándose en cada rincón. Allí mismo, en otra esquina, un grupo de negros con sus voces prodigiosas cantaba canciones y entonaba salmos mientras, a sus pies, ardían las luces de numerosas velas. En Grand Central Station, sentados en el suelo o en aquellos butacones desgastados, tomando un té con leche y viendo a toda aquella gente que veía a la otra gente pasar. Esa fotografía, tan viva en nuestro recuerdo.

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