martes, 29 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad

La mujer estaba ahí, delante de la papelera que hay al lado del portal de la casa de mis padres, revolviendo con ahínco en una bolsa de basura que había en su interior. Tendría unos cincuenta años e iba vestida y peinada con sencillez y pulcritud. En su rostro, de piel muy blanca y poblada de numerosas y diminutas arrugas, había cansancio y en su actitud, abundante ansiedad. Esa ansiedad que se apodera de nosotros, alrededor del mediodía, tras una de esas mañanas muy agitadas en las que no hemos tenido tiempo de parar ni para tomar un café, y al llegar a casa abrimos la nevera y nos comemos lo primero que encontramos en ella, sea dulce o salado, no importa. La nevera de aquella mujer era, seguramente, aquella papelera y todas las que se encontraría de camino a casa, ¿a qué casa? Aquella tarde, precisamente, la de Nochebuena, cuando de las cocinas de todos los edificios de la calle salían exquisitos olores de diferentes y suculentos guisos: carnes y pescados y sopas y dulces de todo tipo. Esa noche en la que en todas las casas, de manera abrumadora, cenamos dos o tres platos, como si se fuera a terminar el mundo y nuestras ansias de devorar masivamente con él. Como en una especie de aquella gran comilona que ideara Marco Ferreri allá por los setenta.
Nochebuena de 2009, ya digo, en un país europeo, moderno y avanzado, en la ciudad donde las entradas de cine son las más caras de ese país (pese a que ya no hay más cines que los de los centros comerciales de las afueras, con su pestazo a palomitas), en una calle de la zona alta de esa ciudad. Cuando (casi) todos estamos deseando que pasen estos días para retomar la dieta y, si acaso, apuntarnos a un gimnasio o retornar a las caminatas recomendadas para después de comer. ¿No se nos debería caer la cara de vergüenza? Lo peor es eso, que miramos alegremente hacia otro lado y no se nos cae, descuida. ¿Otro mazapán?

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