viernes, 4 de diciembre de 2009

Crucifijos

Pienso en este viernes un poco triste y un poco soleado de este frío invierno en muchos de aquellos viernes, ya tan lejanos, de la infancia. Todos los viernes del año, hiciese frío o calor, a primera hora de la mañana, después de haber rezado como hacíamos habitualmente al entrar en clase, los curas del colegio en el que estudiábamos nos llevaban a la pequeña iglesia que había en el último piso de aquel siniestro y gigantesco edificio. La otra, la iglesia grande, estaba reservada para eventos importantes: comuniones, confirmaciones, inicios o finales de curso, celebraciones del mes de mayo, etc. Después de recorrer aquellos largos y oscuros pasillos, en silencio y en rigurosa fila india, llegábamos a aquel recinto que olía a cera, a humedad, a flores muertas y a rancio. Allí nos obligaban a confesarnos: de uno en uno, muy modositos, íbamos pasando al confesionario para contarle al cura lo primero que se nos ocurriese, ¡toda esa larga lista de pecados que un niño de siete años puede cometer! El miedo agudizaba el ingenio. Mentiras piadosas, algún problemilla con tu hermana, algún escaqueo a la hora de hacer los deberes, qué sé yo: todas esas tonterías que te venían a la cabeza para salir del paso... ¿Y te tocas?, solía preguntar al final aquel cura gordo y lascivo. ¿Tocarse el qué?, te preguntabas con aquellos siete años. No, no, respondías de inmediato, porque intuías que eso era lo que tenías que decir para que no te castigaran. Bueno, hijo, bueno, reza tres avemarías y un padrenuestro, que Dios te perdonará, ¡y no te toques!, remataba aquel hombre con respiración pesada y aliento a vinazo dulce y tabaco negro. Regresabas a aquel helado banco de madera, te arrodillabas para rezar de principio a fin lo que te habían ordenado y tratabas de ahogar la risa -aquella risa que actuaba como una especie de escape para ahuyentar el miedo- para que no te dieran un par de tortazos o llamaran a tus padres para decirles que te estabas riendo en aquel sagrado recinto. Y te seguías preguntando qué era aquello que no debías tocarte. Y los motivos por los que no debías hacerlo.
Ahora, con toda esta polémica sobre los crucifijos, algún representante de la iglesia ha lanzado la pregunta al aire, con esa cara de prepotencia y bondad que suelen poner cuando alguien les lleva la contraria, ¿a quién puede molestar un crucifijo? Pues a mí, señor, a mí y a muchísima gente que, como yo, al verlos, recordamos aquella represión, aquel oscurantismo, aquel miedo que tardó muchos años en desaparecer de nuestras mentes.

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