sábado, 31 de octubre de 2009

Llanes al cubo, 2009

Ayer, a raíz de este acontecimiento cultural que tiene lugar aquí todos los finales de octubre, tuve la oportunidad de tomar unos vinos con unas amigas de facebook, cuatro chicas a las que no conocía personalmente. Montse, Leni, Irene y Mariló. Una experiencia divertida, sin duda. Casi como una cita a ciegas. Es lo que tiene el mundo de las redes sociales llevadas a la realidad, que (casi) siempre resulta mucho mejor, qué duda cabe. Montse, la primera a la que conocí en el "feis", es inquieta, divertida, cariñosa y muy cercana: un torbellino de palabras y sensaciones. Leni, más seria, más guapa y moderna en directo que en las fotos (sigue conservando esa pose tan alemana, algo distante, sí, como de actriz de película de Fassbinder), tiene una sonrisa bonita y cómplice, sonrisa de chica enamoriscada. Irene, tímida de entrada, muy generosa con sus palabras hacia mis escritos, cara de buena persona. Y Mariló, con esa carcajada y esos ojos que hablan por sí mismos (¡y que no sé porqué difumina en sus fotos de la red!), sabiendo lo que es la vida y bebiéndosela a lo grande. Cuatro chicas muy diferentes entre sí. Cuatro chicas estupendas. De carne y hueso. Un placer, amigas.

viernes, 30 de octubre de 2009

Marisol

Hace algún tiempo, arrastrado por la curiosidad, entré en un puticlub. Desde luego, no era mi intención acostarme con ninguna de aquellas chicas, sino descubrir de primera mano la sórdida literatura que casi siempre acompaña a este tipo de locales. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Hacía mucho frío. Las luces de neón del exterior se apagaban y encendían, dejando un rastro levemente azulado en la noche. Me senté en la barra y le pedí una copa a un tipo de barba cerrada y cara de pocos amigos. El local estaba vacío y olía a humedad, a limpieza atrasada. Al fondo, arremolinadas en torno a un desvencijado sofá de skai granate, había unas diez o doce chicas semidesnudas. Estaban muy juntas, como si se quisiesen dar calor unas a otras. Las había de diferentes edades, altas y bajas, guapas y feas, jóvenes y no tan jóvenes, gordas y flacas, blancas y negras, españolas y extranjeras. Todas, de una en una, se fueron acercando a mí para proponerme tomar una copa en una de las habitaciones de la parte de atrás. Me llamo Alexandra, Crystal, Amanda, Sue, Kristin, Anastasia, etc, etc. Ninguna, evidentemente, tenía un nombre común y corriente. A excepción, sí, de Marisol, la mayor de todas. Parecía una Ellen Barkin tronada, de gestos rotundos y muy exagerados, envejecida prematuramente, con el rastro de haber poseído una belleza importante. Me contó que era de un pueblo cerca de Mieres, que acababa de llegar de Madrid, donde había vivido algunos años -sus mejores años, recalcaba: aquellos años en los que, sin éxito, había intentado convertirse en actriz- y de donde había tenido que marchar por la dura competencia. Llevaba unos altísimos tacones y un escueto vestido de tirantes que me parecía haber visto en el maniquí de la tienda de los chinos que había justo al lado de aquel antro. Me propuso, como las otras, ir a la parte de atrás. Le agradecí la propuesta con la clásica y socorrida frase de "estoy tomando tranquilamente una copa". El camarero de barba cerrada y cara de pocos amigos se impacientaba. Le pedí otra copa (copas a diez euros, creo recordar), pese a la evidente garrafa que contenía aquel gin-tonic. Marisol, jugando con el tirante de su vestido barato, me pidió una copa a cambio de enseñarme una teta. Le dije que no hacía falta, que estaba invitada sin necesidad de mostrarme nada. Le hice un gesto al camarero para que le sirviese un gin-tonic. Cuando éste se agachó para buscar hielo en la parte de abajo de la nevera, Marisol, en un gesto velocísimo, me mostró una teta, la derecha, y sonrió pícaramente. Tenía la sonrisa tan triste como la mirada. Cuando el tipo le sirvió la copa, me dió un beso, cogió un cigarrillo de mi paquete de Camel y se fue en busca del grupo de hombres de traje y corbata que acababan de entrar en el local. La recuerdo abriéndose paso entre las otras chicas, riendo a carcajadas en medio de aquellos hombres y despidiéndose de mí con la mano -mano grande, uñas de un rojo poderoso- alzada mientras, a duras penas, me levantaba de aquel taburete y me dirigía a la puerta. Afuera, todo -el sepulcral silencio, las calles desiertas- parecía indicar que era domingo, ya había amanecido y empezaban a caer unos finos copos de nieve. Varios operarios del ayuntamiento, en lo alto, con sus llamativos anoraks de color amarillo, colocaban las luces de Navidad. Las otras luces, las de neón, ya se habían apagado.

jueves, 29 de octubre de 2009

Escribir desde el dolor

Nunca es fácil escribir desde el dolor causado por la pérdida de un ser querido. Es complicado mantener ese equilibrio importantísimo que separa lo sublime de lo ridículo o, lo que es aún peor, de lo patético. Me vienen a la cabeza varios ejemplos de contención y dolorosa belleza. "Con mi madre", de Soledad Puértolas, escrito tras la muerte de la madre de la escritora zaragozana, cuya extrema sencillez emociona desde las primeras líneas. O la obra de C.S. Lewis, "Una pena en observación", surgida a raíz de la desaparición de su gran amor, la poetisa Joy Gresham (cuya adaptación cinematográfica, "Tierras de penumbra", es también un hermoso poema, silencios y miradas de dos actores magistrales). Palabras mayores resultan las que escribió Francisco Umbral en su mejor novela (o diario, o poema, o lo que sea: literatura en estado puro, en todo caso, de principio a fin), "Mortal y rosa", al morir su único hijo. Otros autores (pienso en Carmen Martín Gaite que, tras la muerte de su hija, optó por escribir una deliciosa fantasía, posiblemente para evadirse del dolor, y así nació "Caperucita en Manhattan") se decantan por adentrarse en otros mundos, alejados de la herida, quizá como otra forma de huida. Todo es válido, desde luego, mientras lo escrito sea bueno. Cada cual es muy libre de elegir su tabla de salvación, algo a lo que agarrarse para continuar el viaje.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Un mundo compartido

Regreso por un instante a las calles de Nueva York, como podría regresar a las callejuelas de Roma, a las brumas de Londres, al glamour intelectual de París, a la decadencia de Lisboa o a las librerías y teatros de la calle Corrientes de Buenos Aires. A todos esos lugares donde nos hemos fotografiado juntos. De repente, pienso, una noche calurosa e inesperada, conoces a alguien y todo cambia. La manera de entender el mundo y de entenderte a ti mismo. De la cosa más insignificante al hecho más extraordinario (la vida está llena de momentos insignificantes que conforman recuerdos extraordinarios): todo se transforma, muda de percepción, adquiere otro sentido. Un sentido. Todo, con sus inevitables miedos y dificultades, está al alcance de la mano. Nada parece imposibe, aunque lo sea. La cuerda floja ha quedado atrás. Sólo importa el presente, ese presente que está lleno de futuro, que lo reclama a voces. Y ahí, sí, vas creando un mundo, con sus días y sus noches, que avanza, que llenas de cosas, de viajes, de lecturas, de músicas, de películas, de botellas de vino, de charlas, de bailes, de juegos, de miradas, de risas y más risas. Un mundo compartido. La hora de la tregua.

martes, 27 de octubre de 2009

Elvira Lindo

Si tuviera que quedarme con una sola de las muchas virtudes literarias de Elvira Lindo, incluyendo su capacidad para afrontar con absoluta maestría todo género que se propone y su maravillosa aportación a la literatura infantil y juvenil -con el personaje de Manolito Gafotas, convertido ya en clásico indiscutible de nuestras letras-, me decantaría por esa cualidad magistral que posee para atrapar el detalle, los detalles. Esos detalles que se esconden en las vidas comunes y corrientes, en los hechos cotidianos, en el complejo y fascinante mundo que nos rodea. También, claro está, en las calles. Elvira, como ha dicho en muchas ocasiones, es una gran callejera. Le encanta recorrer las calles, pasearlas, vivirlas a fondo. Y atrapar, como saben hacer los grandes escritores, ese detalle, enorme o pequeño, siempre significativo, que está ahí, como una lucecita, para que alguien lo observe y lo cuente. Nos lo cuente. Pienso ahora en ese gigante de las letras y de los detalles, Truman Capote, y en ese cuento genial, incluido en "Música para camaleones", en el que acompaña durante una jornada a su asistenta en su trabajo por diversas casas de Nueva York. En su sencillez, está su grandeza.
Calles de Madrid, de Nueva York, de Roma, de Cádiz... Calles y más calles: todas son válidas. Calles para perderse, para reencontrarse, para atrapar ese detalle que a los demás quizá se nos escapa. Las calles y sus gentes, gentes de todo pelaje y condición, anónima o famosa, gentes de aquí y de allá: todos con las mismas angustias y con los mismos anhelos, en el fondo. Esa percepción de la vida, esa capacidad de observación, está ahí, en cada una de las historias de Elvira Lindo, para jóvenes y para mayores, de un modo latente, vibrante, muy palpable. Desde las novelas hasta los artículos, todos los artículos, sobre todo en esos artículos dominicales en los que, acaso sin pretenderlo, está ofreciéndonos una especie de sutil biografía y la radiografía única de un tiempo que también es el nuestro.

lunes, 26 de octubre de 2009

Tormentas de verano

La tormenta estalló cuando llegamos a casa. En el coche, casi al final del trayecto, el sonido del parabrisas limpiando las primeras gotas del cristal delantero era el único que rompía aquel silencio tan incómodo y espeso. Mis padres, como siempre al regreso de las vacaciones, no se dirigían la palabra. De hecho, llevaban días sin hacerlo. En su caso, un mes era demasiado tiempo para estar juntos. La casa necesitaba una limpieza a fondo. Aunque cualquiera hubiese sido válido, ése fue el motivo de la pelea. Los gritos se ahogaban entre los relámpagos. Y las palabras malsonantes, se difuminaban entre los truenos. Mi hermana y yo, asustados, encendimos la televisión. Fue el verano de 1985, el último que pasamos todos juntos.

domingo, 25 de octubre de 2009

La llave secreta

Fernando conserva las llaves de la piscina pública desde los tiempos en los que trabajaba allí de guarda de seguridad. Entonces, estaba casado y tenía una hija, Andrea, recién nacida. Ahora, cosas de la vida, ya no está casado, su hija tiene cuatro años y la ve quince días por el verano y un fin de semana de cada dos, pese a que tanto a él como a la niña les gustaría verse mucho más a menudo. Por las noches, cuando cierran las instalaciones, abre con su llave secreta, entra en el vestuario masculino, se quita la ropa y nada en la piscina grande durante, al menos, una hora. De un lado a otro, con el estilo de siempre, bajo el cielo nocturno que se vislumbra a través de la cristalera. Es el único momento de la jornada en el que hace caso de las recomendaciones del médico y en el que piensa que todo puede cambiar.

(Este texto fue leído por la escritora Soledad Puértolas en el programa La Ventana de verano, de la Cadena SER)

Madrid

Madrid es una ciudad luminosa, abierta, cosmopolita y muy acogedora. Muchos de mis mejores recuerdos están asociados a ella. Desde aquellos viajes, ya tan lejanos, de la infancia, con mis padres y mi hermana, en aquel Seat 127 blanco, donde conocí por pimera vez los lugares más destacados, hasta los viajes, ya de adulto, que me mostraron la libertad que se respira en las grandes ciudades. Esa misma libertad que siento cuando paseo por Nueva York. O, en menor escala, por Gijón. Dos de mis ciudades favoritas.
Hace dos semanas, con motivo de la celebración de nuestros cumpleaños y al igual que el año pasado, regresamos a la capital. Esta vez, debido al desmesurado precio de los aviones, lo hicimos en coche. Dos días intensos y muy bien aprovechados. Como nos quedamos sin entradas para ver la versión de Espert y Sardá de "La casa de Bernarda Alba", nos decantamos por "Sexos", estimable obra, con una Anabel Alonso en permanente estado de gracia. Anabel es una cómica genial, en la mejor tradición de las grandes cómicas de este país, que no necesita más que un escenario desnudo y un buen texto. Aunque el resto del reparto está espléndido también, el teatro se encendía con cada una de sus desternillantes apariciones.
Paseos por la ciudad, de día y de noche; visitas a las librerías, de nuevo y de viejo; o las obligadas citas de siempre, como esa copa en Chicote, cerca de la silla donde Ava se emborrachaba. Y ese momento, donde el tiempo se detuvo y que quedará en nuestra memoria: el domingo al mediodía, tomando una cerveza en una terraza de Malasaña y leyendo el periódico, acaso comentando alguna noticia o el artículo de Elvira Lindo sobre Polanski. Y es que, una vez más, en las cosas más sencillas está la verdadera esencia de la vida. Deberían enseñarnos esta lección mucho antes.

viernes, 23 de octubre de 2009

De libros y paraísos

Ayer, en la presentación del nuevo libro de José Luis García Martín, "Hotel Universo", se habló, entre otras cosas, de literatura, de viajes, de las pequeñas historias que esconden en su interior grandes historias, de la magia de las palabras, de la dificultad de atraparlas y de darles la forma deseada. También se evocó al paraíso, con aquella idea de Marcel Proust de que los auténticos paraísos son los que hemos perdido flotando -inevitablemente- sobre todas las demás ideas. Y del público, claro, también se mencionó al auténtico destinatario de las palabras de todo escritor. Hay un momento mágico, casi sagrado, cuando una persona entra en una librería, observa, curiosea, acaricia los libros, y, finalmente, escoge uno, ese libro, su libro, entre todos los demás libros, buenos y malos, y se lo lleva, ilusionada, debajo del brazo. Algunas personas, las más nerviosas, curiosas o impacientes, cuando salen por la puerta de la librería, sacan ya el libro de la bolsa y caminan, ensimismadas, hojeando las primeras palabras de ese tesoro recién adquirido. Me reconozco en esas personas. Ahí, sí, en ese instante, no hallamos paraíso superior. No cambiaríamos ese momento por ningún otro. Aunque, después, el libro nos decepcione: ese momento es único. Y será así, único, cada vez que volvamos a entrar en una librería y nos hagamos con un nuevo libro. Al público no se le engaña. El público decide. Para él, como decía García Martín, se escribe. Y el escritor inteligente lo sabe.

jueves, 22 de octubre de 2009

Cambio de sexo

Soho llegó a nuestra casa el primer sábado de agosto. Era una mañana fría y muy lluviosa, casi invernal. Era una bola de pelo de color canela, asustada, nerviosa, que cabía en la palma de la mano. Era, sin duda, el gato más guapo de la tienda. Y también, parecía, el más bueno. Junto a él, una gata enorme, que no era su madre, se celaba cuando nuestras miradas se dirigían a aquel gato que ya sabíamos nuestro. Nos lo metieron en una diminuta caja de cartón, que, ahora, dos meses más tarde, arrastra por toda la casa y mordisquea con deleite. Nada más situarlo en el salón, empezó, tímidamente, a inspeccionarlo todo: los libros, los discos, las películas, las velas, los periódicos... La timidez inicial dió paso a una desenvoltura absoluta: parecía que llevase toda la vida en nuestro pequeño apartamento. Nosotros, también enseguida, nos acostumbramos a él. Nunca rompió nada, ni cometió ninguna travesura de esas contra las que nos habían prevenido (si exceptuamos el hecho de que, de cuando en cuando, le encanta meter la patita en el cuenco de agua y dejar sus huellas por el suelo de toda la casa). Era un gato muy cariñoso, que venía detrás de mí nada más que ponía el pie en el suelo por las mañanas. Desde el primer momento, el nombre quedó claro: Soho. Iñigo, mi hermana y yo llegamos a ese acuerdo muy pronto. Era uno de los barrios de Nueva York que más nos había gustado. Soho, ven. Soho, no tires ese libro. Soho, a cepillarse. Soho, ahí no... Lo llevamos al veterinario, como es lógico, para sus primeras vacunas. Se portó bien. Lo llevamos una segunda vez. Y fue ahí, cuando al llamarlo por su nombre, Soho, dijo él, el veterinario, ¡cómo!, si no es un gato... es una gata, ¿no lo veis? Y sí, efectivamente, entre aquella frondosa mata de pelo, se podía ver claramente que lo que el veterinario decía era cierto. El gato se transformó, entre risas, en gata. Soho, en Francesca. Inicialmente, era Frances, por Frances Farmer, la bella y rebelde actriz americana, pero con el toque italiano, la gata respondía mucho mejor. Nunca se lo dije a nadie, pero yo siempre supe que aquel gato, por la complicidad que halló en mí, era una gata, como la de Tennesse Williams, la que ronronea y hace cosquillas a mis pies mientras escribo.