jueves, 31 de diciembre de 2009

Nochevieja

La Nochevieja es el olor a cordero dorándose en el horno de la cocina de carbón de mis abuelos paternos. La Nochevieja es la tierra mojada y es el frío que corta la cara al abrir la puerta de aquella casa de pueblo a la que un día espero volver y es ese mismo frío, muchos años después, pensando que sí, que esa podía ser otra gran noche. La Nochevieja es la celebración de la amistad en la casa del único amigo que, por entonces, tenía independencia económica y casa propia. La Nochevieja son aquellas risas y aquellas músicas. La Nochevieja es la ilusión de comprarte unos zapatos carísimos y una camiseta nueva para estrenar con el año que empieza luminosamente cosido en la parte delantera con tela muy brillante. La Nochevieja es una fiesta continua en La Santa, pensando que esta ciudad, por esa noche, es Nueva York y que los colores del arco iris son los colores de todos. La Nochevieja es aquella noche, arropado bajo el edredón y no queriendo ver a nadie. La Nochevieja es un libro, un whisky y una película de alguna de mis chicas favoritas. La Nochevieja es Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. La Nochevieja es siempre el comienzo de algo. La Nochevieja es un día importante, sin duda. La Nochevieja, hoy, es una cena en casa de mis padres, con María y con Iñigo. Feliz Año Nuevo para todos.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Familias

Qué cansino el rancio discurso de la familia por parte del sector más reaccionario de la Iglesia. Todos los años, por estas fechas, erre que erre con la misma y anticuada perorata. Y qué equivocados están. Qué necesidad tienen de descender de sus altares y bajar a la calle, al día a día, donde las cosas no son como ellos quieren que sean. La familia de sangre es un núcleo muy importante para la formación y el desarrollo de las personas, y un cálido y confortable refugio en la vida adulta, qué duda cabe, pero no conviene olvidar que hay gente (he conocido algunos casos verdaderamente escalofriantes a lo largo de mi vida) que no ha tenido suerte con ella. Y todo el mundo tiene el derecho -el mismo derecho, quede claro desde ya- a formar la familia que le dé la real gana. Un hombre y una mujer, dos hombres o dos mujeres: todo es válido y respetable. O dos amigos, sean del sexo que sean, que decidan formar una familia, arroparse y apoyarse, reírse y llorar juntos: eso también es un núcleo familiar si ellos así lo deciden. ¿Quiénes son estos tipos para inmiscuirse en los derechos de los demás, erigiéndose, como siempre, en estandartes de la verdad absoluta? ¡Por favor, que estamos en pleno siglo XXI! Un respeto. Que el discurso de Jesucristo no excluía a nadie. Las personas nos necesitamos unas a otras. Y lo que cuenta es el cariño, el respeto, el amor, la comprensión, la complicidad y la buena fe de la gente de bien. Y dejar a cada cual que sea como es y no como algunos quieren que sea, basándose en los modelos que mejor les conviene. Las familias, las verdaderas familias, las buenas familias, creyentes o no (cada cual cree en lo que le parece más conveniente), aceptan a sus hijos como son: altos o bajos, rubios o morenos, feos o guapos, listos o tontos, albañiles o presidentes de gobierno, homosexuales o heterosexuales. Y lo demás son tonterías. Peligrosísimas tonterías, eso sí, con las que no se debería jugar. Y con las que no deberíamos consentir que, a estas alturas, nadie jugase.

martes, 29 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad

La mujer estaba ahí, delante de la papelera que hay al lado del portal de la casa de mis padres, revolviendo con ahínco en una bolsa de basura que había en su interior. Tendría unos cincuenta años e iba vestida y peinada con sencillez y pulcritud. En su rostro, de piel muy blanca y poblada de numerosas y diminutas arrugas, había cansancio y en su actitud, abundante ansiedad. Esa ansiedad que se apodera de nosotros, alrededor del mediodía, tras una de esas mañanas muy agitadas en las que no hemos tenido tiempo de parar ni para tomar un café, y al llegar a casa abrimos la nevera y nos comemos lo primero que encontramos en ella, sea dulce o salado, no importa. La nevera de aquella mujer era, seguramente, aquella papelera y todas las que se encontraría de camino a casa, ¿a qué casa? Aquella tarde, precisamente, la de Nochebuena, cuando de las cocinas de todos los edificios de la calle salían exquisitos olores de diferentes y suculentos guisos: carnes y pescados y sopas y dulces de todo tipo. Esa noche en la que en todas las casas, de manera abrumadora, cenamos dos o tres platos, como si se fuera a terminar el mundo y nuestras ansias de devorar masivamente con él. Como en una especie de aquella gran comilona que ideara Marco Ferreri allá por los setenta.
Nochebuena de 2009, ya digo, en un país europeo, moderno y avanzado, en la ciudad donde las entradas de cine son las más caras de ese país (pese a que ya no hay más cines que los de los centros comerciales de las afueras, con su pestazo a palomitas), en una calle de la zona alta de esa ciudad. Cuando (casi) todos estamos deseando que pasen estos días para retomar la dieta y, si acaso, apuntarnos a un gimnasio o retornar a las caminatas recomendadas para después de comer. ¿No se nos debería caer la cara de vergüenza? Lo peor es eso, que miramos alegremente hacia otro lado y no se nos cae, descuida. ¿Otro mazapán?

lunes, 28 de diciembre de 2009

Cenas navideñas

La Navidad, seas creyente o no, siempre es tiempo de alegría, de celebración, de botellas descorchadas y de múltiples festejos y variados excesos. Con crisis o sin ella, todos tiramos un poco la casa por la ventana. Otra cosa será la mítica cuesta de enero, que este año se antoja -me temo- más peliaguda que la de noviembre pero no importa. Estamos aquí y ahora. Y hay que brindar por ello. Como brindamos el sábado, en la cena en el Club de Tenis, como todos los años por estas fechas. El sitio tiene un cierto aire antiguo y una posición política muy clara (en la mesa de los periódicos: El Mundo, Abc, La Razón y La Nueva España), pero posee su encanto. Sin duda, Agatha Christie idearía una buena novela policíaca entre sus paredes y la señorita Fletcher uno de los mejores capítulos de la serie "Se ha escrito un crimen". Luces navideñas, ambiente agradable y varias señoras de esas que me encantan: mujeres en torno a los sesenta años, vestidas a la última, apretados y generosos escotes y cabellos despuntados, alzando sus voces aguardentosas sobre la conversación, como queriendo hacer saber que aún están ahí, dando cuerda al mundo y por mucho tiempo, faltaría más. Hablando de chicas, ahí estaban ellas, cada una en su estilo, todas estupendas: Teresa (fiel seguidora de este blog), Laura, Marina, Cristina y Belén. Faltaba Mónica (un beso desde aquí, chica), a puntito de ser madre -¡qué nervios!- por partida doble. Charlas, risas y algún que otro cotilleo, como debe ser. Celebrando eso, que estamos aquí y que ya está a punto de terminar el año. Uno más. Una década más. Qué vértigo.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La maleta

La maleta estaba encima del armario de la habitación pequeña de la casa de los abuelos. Era una maleta grande, oscura, sencilla, que evidenciaba los vaivenes del tiempo. Era la maleta del tío Serafín, que, después de jubilarse, se instaló allí, en la casa de su hermana y su cuñado, hasta que se murió. ¿Qué contenía aquella maleta?, me preguntaba entonces, con seis o siete años, mientras leía tumbado sobre la cama alguna nueva andanza de Zipi y Zape. Muchas veces sentí la tentación de subirme a una silla y abrirla. Pero el tío Serafín casi nunca salía de casa y podía descubrirme en cualquier momento. ¿Cartas, dinero, fotografías, una pistola? Un halo de misterio rodeaba aquel enigma que se me planteaba cada sábado, cuando íbamos a visitarlos. Intuía que algún secreto escondía la vida de aquel hombre menudo, discreto y reservado, al que le gustaba más leer el periódico en la cocina mientras las mujeres hablaban que salir con los hombres a tomar un vino por los bares de los alrededores. De su Galicia natal se había trasladado a Barcelona, donde trabajó como conserje en un colegio hasta la jubilación. ¿Por qué se había quedado soltero?, me preguntaba entonces. A veces planteaba esa misma cuestión a los mayores, pero nadie decía nada que sonara demasiado convincente. Así es la vida, susurraba la abuela, mientras le daba al pedal de su máquina de coser y las telas se deslizaban rítmicamente. Sabía que aquella frase era la que siempre utilizaban los mayores cuando no tenían respuesta para las cosas o no querían dar demasiadas explicaciones. Ya entonces, dejando a un lado las historietas de aquellos dos traviesos hermanos, me gustaba dejar volar la imaginación, fantasear con lo que podía haber dentro de aquella maleta, hilvanar numerosas historias, sin saber aún que en eso, precisamente, consiste la literatura.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Ferias de libros

El domingo por la mañana, por razones laborales, nos vamos al II Salón del Libro Asturiano que se celebra estos días en Grado. Luce un sol tímido y hace muchísimo frío. Me gustan, como ya he dicho en alguna ocasión, estas ferias de los pueblos. Durante los días que tienen lugar, suponen todo un acontecimiento para estos sitios pequeños y para sus habitantes. La gente celebra la llegada de los libros y se acerca a la carpa con la emoción propia de ese acontecimiento extraordinario que tiene lugar una vez al año. Me agrada hablar con las libreras -casi siempre son mujeres- de cada lugar. Además, al ser domingo, están colocados los puestos del mercado y todo parece más festivo. A un lado, quesos, morcillas, jamones, chorizos, verduras, frutas, hortalizas, bizcochos, mermeladas, miel y demás delicias culinarias; al otro, bolsos de imitación, gafas de sol, gorras, pañuelos, calcetines, calzoncillos, películas, cedés piratas y un sinfin de variados complementos. Después de la presentación del libro de la editorial Septem, paseamos entre los puestos, deteniéndonos aquí y allá, hojeando esto y lo otro. Donde no luce el raquítico sol, el frío es espantoso, pero no importa. Me acuerdo entonces de esos mismos paseos, hace más de veinte años, con mi tío Jose, cuando, por los veranos, venía de Bruselas, donde vivía, y me llevaba en su fabuloso coche de color naranja a tomar allí el aperitivo. Aquello me hacía realmente feliz: mi tío -mucho más cosmopolita que el resto de los hombres que había por aquí entonces- me dejaba tomar varias Coca-Colas, bolsas de patatas, aceitunas y hasta calamares, mientras me hablaba de lo maravillosa que era París, ciudad a la que iba muy a menudo. Algún día la conocerás y te encantará, señalaba. No hay nada comparable a París, repetía con cierta nostalgia mientras se tomaba su segundo vermú y se fumaba su décimo Winston americano. Ese recuerdo me emociona especialmente en esta mañana de domingo.
Después del paseo, nos vamos a comer con Marta Magadán, que de un modo tan brillante y efectivo preside el Gremio de Editores Asturianos (aparte de su editorial, Septem), y con Jesús, su marido. La charla es animada, ingeniosa y muy entretenida, y la sobremesa se prolonga hasta bien entrada la tarde, como deben ser las sobremesas después de una magnífica comida y una conversación cómplice. Alrededor de las seis, dejamos atrás Grado, que a esas horas debe estar a menos cero grados. Y en mi cabeza siguen fluyendo los recuerdos agradables -¡tantos recuerdos!- con la misma naturalidad con la que el humo de las chimeneas que vamos dejando atrás se pierde en el aire, en ese cielo que ya ha empezado a cambiar de color.

domingo, 20 de diciembre de 2009

La mujer sin memoria

La mujer tiene en torno a los setenta años. Lleva las uñas impecablemente pintadas de rosa suave y el pelo rubio, alto, siempre muy arreglado. Las ropas y los complementos fueron, en su momento, valiosos: ahora está todo bastante arrasado por el paso del tiempo. El pelo del abrigo de visón se fue cayendo y se pueden ver claramente muchas zonas en blanco, completamente desgastadas. Y los zapatos de piel, con un leve tacón grueso, están por completo dados de sí. Hace unos días, con su tranquilo perro de lanas negro, entró en la librería para pedirme un calendario muy grande, donde se pudieran ver bien las fechas. Le dije que no lo tenía, pero que intentaría localizarle alguno. Antes de que llegaran los calendarios, ella volvió. Me lo pidió de nuevo. Le dije que no los había recibido y que no sabía muy bien decirle cuándo llegarían, ya se sabe cómo son estas cosas de las distribuidoras. Me rogó encarecidamente que le consiguiese uno porque sin él no podía vivir. No tengo memoria, confesó, echándose a llorar con ese llanto terrible que siempre produce la impotencia más absoluta. Me conmovió extremadamente. Qué difícil debe ser vivir así: sin memoria. La mujer confesó sus múltiples problemas al respecto, pese a los ejercicios que hacía para ralentizar la devastación: desde saber el día que tenía que ir al médico o a la peluquería hasta qué día era el de Navidad o la víspera de Reyes. En fin, lo que, a los demás, nos parece de lo más normal, rutina a la que nuestro cuerpo y nuestra mente están acostumbrados, para ella se trataba del mayor esfuerzo. De repente, recordé que el Ayuntamiento de Gijón nos había regalado días atrás unos cuantos calendarios de diversas formas y tamaños y le regalé uno de los más grandes. 2010: Añu Internacional de la diversidá biolóxica: así decía sobre los meses del año. Un calendario muy vistoso y simpático, con algunos dibujitos y las fechas bien recalcadas. La mujer, aún con aquellas lágrimas en los ojos, no sabía cómo agradecerme el detalle. No se preocupe, cuídese, le dije. Y así se fue, con aquel calendario bajo el brazo y el paso lento de aquel pequeño perro negro a sus pies, dejando en la tarde del sábado un rastro de dignidad y de angustia difícil de superar. Y con esa pregunta: ¿qué será de ella, de esa mujer, en el próximo año? ¿Qué será de todos nosotros?

sábado, 19 de diciembre de 2009

Impotencia

Que la operación de cirugía estética de una chica que sólo es conocida por sus dimes y diretes de amor-odio con un torero ocupe más espacio en los periódicos que la muerte de Jennifer Jones, racial y destacada actriz de los años dorados de Hollywood que ha dejado para la historia del cine un puñado de importantes interpretaciones en otras tantas memorables películas, me parece triste, muy triste, y peligroso. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué tipo de sociedad estamos creando para los jóvenes del futuro, para los jóvenes de hoy en día, para nosotros mismos? No me gusta anclarme en el pasado, refugiarme en esa célebre frase de "antes esto no pasaba", sin embargo, pienso que si nos remontásemos a diez o quince años atrás, creo que algo así resultaría menos probable. ¿Cuál es la aportación de esa chica a la sociedad, a la cultura? Me parece muy bien que se opere lo que dé la real gana, faltaría más, ¿pero a cuento de qué tiene que aparecer esa noticia en los periódicos más destacados? ¿Qué pretenden señalar? ¿El triunfo de una chica de barrio que, gracias a su relación con un famoso (nos guste o no su oficio, él al menos posee uno), consigue altos niveles de audiencia y de ventas cada vez que aparece en un programa de televisión o en una revista? Francamente, no lo entiendo. Y, aparte de infinita tristeza, me produce una sensación de impotencia muy grande.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Mercados navideños

Me encantan los mercados. Y más aún, por estas fechas. La manera en la que están colocadas las frutas, las verduras, los diferentes tipos de panes, la carne, el pescado, los embutidos y los dulces. Ahora, en Navidad, los dulces son la estrella. Turrones, mazapanes, uvas pasas, higos, polvorones, almendrados y demás exquisiteces. Todo rodeado de los adornos típicos de estas fiestas: cintas de vistoso espumillón, grandes bolas de colores intensos, estrellas plateadas y muy luminosas en todo lo alto. Esos escenarios que te recuerdan las verdaderas Navidades, las de la infancia, cuando el mundo parecía mucho más sencillo y todo estaba en su sitio. Quedarte de vacaciones el día de la lotería, escuchar a esos niños cantar la suerte, las caras de felicidad de la gente, las botellas de sidra achampanada derramándose a la entrada de la administraciones, la cena de Nochebuena en casa de los abuelos, las lecturas en casa, las Nocheviejas viendo la televisión casi hasta el amanecer, la víspera de Reyes, con toda esa emoción, el propio día de Reyes, abriendo regalos y devorando con ansia las últimas horas antes de regresar al colegio. Con los años, todo cambia. Las ilusiones se van perdiendo y, aunque haya muchas cosas que celebrar y gente con quien compartirlas, nada es lo mismo. Hay un rastro inevitable de melancolía que está ahi, en esta mañana de mercados como en muchas otras mañanas navideñas. Quizá sea que nos estamos haciendo viejos, que no se han cumplido la mayor parte de nuestras expectativas o, simplemente, que hay días en que es mejor quedarse en la cama, al lado de la ventana, viendo llover o nevar, y dejar pasar tranquilamente la vida.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Amistad

Los seres humanos somos complejos e imprevisibles. A veces piensas que conoces a ese puñado de personas que te rodean desde tiempos inmemoriales mejor que a ti mismo, y no sabes cuánto te equivocas. De repente, así por las buenas, surgen las polémicas. Polémicas que no llegan a ninguna parte -espero-, pero que sirven para enturbiar los momentos de amistad y de celebración. Nadie dijo que las cosas fueran perfectas. Quizá sea eso lo hermoso de vivir, no lo sé. Lo cierto es que las polémicas, vengan de donde vengan y aunque su sangre no llegue al río, cada vez me cansan más. No tengo fuerzas ya (ni la tensión arterial adecuada) para perder el tiempo en discusiones ni con gente que no me aporta nada o que me pone de los nervios por su actitud. No sé si es una posición radical, pero la vida me ha enseñado que el mundo, junto a todo lo negativo que tiene, está llena de magníficas sorpresas (esta mañana, sin ir más lejos, una señora a la que admiro profundamente por su manera de escribir y por su posición vital me ha felicitado por mi artículo de Buenos Aires, y eso ha servido para animarme y cambiar la manera un poco torcida con la que había puesto los pies en el suelo), de cosas maravillosas y de personas estupendas como para perderla a lo bobo. De ahí, precisamente, viene la polémica. Un amigo cercano se ha encaprichado de un tío (amistosamente hablando, me refiero) que le cae mal -por méritos propios, ojo- a (casi) todo el mundo. Nadie le ve la gracia, si es que la tiene. Ni el hilo de la conversación, si es que lo posee. Ni el don de la generosidad, que definitivamente no es el suyo. Sólo él, mi amigo, y su pareja. Y lo curioso del asunto es que pueden llegar muy lejos defendiendo a ese otro tipo que no es del agrado de ninguno de los demás amigos. Cosas molestas que pasan, sí. No estamos hablando de nada nuevo. Lo único inquietante, ya digo, es la capacidad que tiene el ser humano de sorprenderte (para bien y para mal, claro, como en este caso). Somos un pozo sin fondo. Un enigma. Un misterio sin resolver. Tupida red de contradicciones.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Cosas de monjas

El niño tiene cinco años. Es inquieto, travieso, juguetón y guapo como sus padres. Le gusta curiosearlo todo, analizarlo todo, preguntarlo todo: como debe ser. Ahora, con más picardia en los ojos que en la voz, le ha dado por decir esas palabras que sabe que no debe decir. Culo, teta, polla y demás. En nuestra época, empezábamos con esa retahíla un poco más adelante, pero, como bien sabemos, los tiempos -afortunadamente- avanzan que es una barbaridad en todos los sentidos. La cuestión es que el otro día la monja del colegio en el que estudia llamó, muy alarmada, a sus padres. Tengo que hablar inmediatamente con ustedes acerca de su hijo pequeño. La madre, asustada, le preguntó que de qué se trataba. La monja, un tanto airada, dijo que no podía especificar aquel tema por teléfono. La madre pidió permiso en su trabajo y se fue al colegio para hablar con ella. ¿Qué tipo de películas ven usted y su marido en su casa?, le espeta la monja con cierta brusquedad. ¿A qué se refiere?, pregunta la madre, una chica joven, normal y corriente, de hoy en día. A que su hijo está todo el tiempo con estas palabras en la boca. ¡Cómo si para oír esas palabras fuese necesario estar viendo películas porno todo el día! Hay que ser antiguos y mezquinos. Y estar ociosos y fuera de lo que es el mundo real de hoy, una vez más. No defiendo, como es lógico, que un niño de cinco años vaya todo el día diciendo esas palabras por ahí. Pero, ¡por favor!, hay que darle menos importancia y tenerle menos miedo a las palabras y a sus significados. Además, cuanta menos importancia se le de, primero pasará el crío del asunto. De lo que se trata es de explicarles a los niños las cosas como son para no hacerlos tontos o confundirlos absurdamente. De un modo natural, como es la propia vida. Y no con ese oscurantismo y misterio gratuito que, curas y monjas, le ponen siempre a las cosas relacionadas con el sexo. Que, avanzando el siglo XXI, la palabra polla no asuste más que la palabra mano.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Grand Central Station

Volviendo a leer a la semiolvidada Elizabeth Smart -cuyo libro más emblemático, "En Grand Central Station me senté y lloré", acaba de reeditar la editorial Periférica en una preciosa y muy cuidada edición a cargo de la estupenda Laura Freixas-, me acordé de aquella cálida mañana de septiembre en la que también nos sentamos en Grand Central Station, aunque, a diferencia de la escritora canadiense, no lloramos. Tantos años después de haber leído por primera vez aquel libro tan deslumbrante y poético (cuya fuerza e intensidad siguen plenamente vigentes), la visita a aquella estación era una obligación más. Un día antes del 11 de septiembre, siete años más tarde de la tragedia, había policías armados, con cara de pocos amigos y grandes perros a sus pies por todas partes. Lo que no impedía que la gente -todo tipo de gente, como se puede ver en el resto de Nueva York: de la ejecutiva impecablemente trajeada, con gruesos playeros en los pies y elegantes zapatos de tacón asomando por su gran bolso, a la negra más oronda y desgreñada que arrastra un carrito con no se sabe muy bien qué cosas, acaso todas sus pertenencias, y habla sola como si estuviese dentro de su propio mundo- caminase acelerada de un lado a otro, siempre con la prisa agarrada a los talones. También había otra gente allí sentada, esperando a alguien que -posiblemente- jamás llegará. Como ese personaje de "El secreto de sus ojos" que aguarda, en otra estación, el paso del asesino de su mujer. O esa otra gente que camina con algún miedo en los ojos, con una historia y un secreto detrás -miles de historias y miles de secretos en los ojos de cada viajero-, como el protagonista de la última novela de Antonio Muñoz Molina, Ignacio Abel, avanza por la estación de Pennsylvania, con la mano fuertemente agarrada al asa de su maleta y a su billete.
En Grand Central Station nos sentamos y no lloramos. O acaso lo hicimos de emoción, ya no lo recuerdo. De la emoción que nos producía estar allí, aquella mañana de septiembre, en aquel escenario tan literario, con la luz clara del final del verano filtrándose por donde podía. Con el aniversario de la tragedia mascándose en cada rincón. Allí mismo, en otra esquina, un grupo de negros con sus voces prodigiosas cantaba canciones y entonaba salmos mientras, a sus pies, ardían las luces de numerosas velas. En Grand Central Station, sentados en el suelo o en aquellos butacones desgastados, tomando un té con leche y viendo a toda aquella gente que veía a la otra gente pasar. Esa fotografía, tan viva en nuestro recuerdo.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Gijón

Pocas cosas me hacen más feliz que pasar el fin de semana en Gijón. A pesar de los pocos kilómetros que nos separan, nada más entrar en la ciudad, sientes que un aire diferente recorre sus calles. Todo parece menos encorsetado, más natural y cosmopolita. Además, para nuestro alivio, no te vas encontrando estatuas absurdamente desperdigadas por las aceras cada dos por tres, como sucede aquí. Esas pobres mujeres de piedra que, cual la Penélope de la canción, esperan a la entrada de un teatro, delante de una iglesia o en medio de un banco la llegada de no se sabe muy bien qué o a quién. En Gijón, toquemos madera, aún quedan cines en el centro de la ciudad. Y eso, para los que amamos el séptimo arte de verdad, es maravilloso. Esa cadena de cines en la que pasé más de la mitad de mi vida. La intimidad de esas pequeñas salas no tiene precio. El recuerdo de tantas tardes y tantas noches (a veces una sesión iba detrás de otra en el mismo día) soñando que otros mundos pueden ser posibles durante un par de horas. Gijón, hace muchos años, sin un duro en los bolsillos, cuando mi mejor amigo y yo nos escapábamos para contarnos nuestras cosas, soñar parecidos sueños y descubrir nuevos sitios, lugares alternativos, antes de que él se convirtiera en un empresario demasiado ocupado y yo perdiese puñados de ilusiones. O, con mis amigos de allí, comprobando que es una ciudad mucho más abierta en todos los sentidos, que acepta las diferencias al modo de las grandes ciudades. Y Gijón, hoy mismo, este fin de semana, cuando todos hemos cambiado tanto, repleto de sensaciones recuperadas. Los paseos cerca del mar, con ese olor y esa bravura que todo lo pueden. El callejeo por Cimadevilla y el recorrido por los puestos de ese mercadillo que se instala habitualmente delante del ayuntamiento. Las visitas a las librerías, con especial detenimiento en Paradiso: esa formidable librería que podría estar perfectamente ubicada en una esquina del Soho de Londres o de Malasaña, o los momentos silenciosos en los cafés, en cualquiera de los cientos de cafés que te encuentras a cada paso, hojeando los periódicos y ese libro -otro- inencontrable que acabas de hallar a un precio irrenunciable. Gijón, de madrugada, de regreso al hotel, a ese hotel desde el que percibimos el rumor del mar y su olor, después de cenar exquisito pescado, de tomar un Gin-Fizz y de escuchar la misma música que una noche también escuchamos en el Village de Nueva York.
Hay ciudades en las que siempre estaremos de paso, deseando dejarlas atrás. Otras, en cambio, irán siempre con nosotros y, como esos amigos a los que hace mucho tiempo que no vemos pero que a los dos segundos del encuentro se recupera mágicamente el hilo de la amistad como si nos hubiésemos visto el día anterior, tendrán un lugar privilegiado en nuestros corazones. Gijón es una de ellas.

martes, 8 de diciembre de 2009

Paseos

Me encanta pasear. Salir de casa despreocupadamente, sin tener que estar pendiente del reloj, y dejarme llevar por el ansia de callejear. Las mañanas de descanso de los lunes suelen ser ideales para ello. Esos días, puedo observar la cara de pocos amigos de la mayoría de la gente (el comienzo de la semana es duro para todo el mundo), el ir y venir con prisas, la falta de sueño, el regreso a la cruda realidad. Sólo los viejos, sentados en los bancos de los parques o haciendo corrillos en alguna plaza, parecen, como yo, tomarse la mañana con calma. Algunos, están en las colas de los supermercados (los descansos, llevan implícitas estas imprescindibles paradas); muchos de ellos, bastante acelerados, intentando -sin una gota de disimulo- colarse. ¿Para qué tienen tanta prisa? ¿Para sentarse con los colegas en sus bancos y criticar a diestro y siniestro, siempre con especial preferencia al gobierno? Ellas, las mujeres mayores, suelen mostrar una actitud diferente (siempre hay algunas con mucha prisa también, alegando que tienen que ir a misa de doce o a recoger al nieto a la parada del autobús, pero son minoría): su actitud va más por el camino de la charla, de iniciar conversación, buenos días, ¿es usted el último?, el jamón york que tienen hoy de oferta es muy bueno, si uno lleva trescientos gramos le regalan media docena de huevos, y a partir de ahí, pueden contarte tranquilamente sus vidas en los minutos que tarda la charcutera en darte la vez. Siempre hay historias interesantes. Radiografías exactas de la realidad. Muchas viudas que se quejan de sus miserables pensiones. Muchas ecuatorianas que vigilan constantemente al bebé de la casa en la que trabajan y que duerme plácidamente en su cochecito. Muchas trabajadoras de oficinas, de tiendas, buscando un hueco en su hora del café para llenar las neveras, habitualmente arrasadas después de los fines de semana. Muchas abuelas explotadas por sus propios hijos, que tienen que sacar adelante a sus nietos como primero hicieron con esos hijos. En fin, una amplia variedad de historias. La vida en estado puro. Me gusta observarla.
Prosigo el paseo. Entro en alguna librería de viejo a la caza de ese libro descatalogado -siempre hay uno: a veces pienso que podría definir las etapas de mi vida según el libro que anduve buscando en cada momento. Alrededor del mediodía las caras de la gente se van suavizando. Algunos niños regresan del colegio para comer. Los bares que hay enfrente de casa, en estos días cercanos a la Navidad, se llenan ya desde el lunes para celebrar lo mucho que la gente se quiere en estas fechas. Hojeo el libro de segunda mano que me acabo de comprar. ¡Siempre encuentras uno!, exclamará Iñigo cuando llegue. La camarera esquiva, como mejor puede, las tonterías que le dicen un grupo de hombres trajeados y engominados, con abundante sidra achampanada ya en sus cuerpos. Pido un vino y me sumerjo en el libro, ajeno a ese reloj que indica que la jornada de descanso se va terminando. Si realmente existe la felicidad, no cabe duda de que está ahí, en ese fugaz instante.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Tortilla de patatas

Una vieja conocida con la que comparto complicidades acaba de quedarse, a sus cincuenta y pocos años, viuda. Otra mujer, muy cercana a mí, pasados los treinta, ha roto una relación después de siete años de convivencia. Las dos, como es lógico, están un poco perdidas y desorientadas. (Las dos, después de años y esfuerzos por dejarlo, han vuelto a fumar como carreteras). ¿Quién no se ha sentido así alguna vez? Sé que hacen grandes esfuerzos por salir adelante, por reponerse de esas pérdidas, cada una de la suya, pero es muy complicado. Todos buscamos el refugio, el amparo, la protección y el cariño de otra persona. Necesitamos sentirnos queridos. Buscar una mano o una mirada, y saber que están ahí, a cualquier hora del día o de la noche, si se las necesita. Nos cuesta aceptar la soledad, habitar en ella, por mucha palabrería que le pongamos al asunto de la autosuficiencia. Está bien pasar unas horas solo, refugiados en nuestras cosas y en nuestros quehaceres, pero luego reclamamos que alguien esté pendiente de nosotros y nosotros estar pendientes de ese alguien. Compartir la vida. La soledad es muy dura. Los amigos y la famlia estamos ahí, claro, pero no es lo mismo. Nunca es lo mismo. Siempre llega un momento en el que cierras la puerta de tu casa y tienes que enfrentarte con la realidad. Cada uno busca la definición amorosa que mejor le viene. Creo que una de las más bonitas que he oído recientemente está en una pequeña sorpresa, de apariencia insignificante, que le dieron ayer a otra amiga. Después de pasar dos días fuera por asuntos laborales, mi amiga llegó a casa y se encontró con una tortilla de patatas recién hecha por su chico encima de la mesa. ¿Se puede definir mejor el amor? En ese pequeño detalle de la vida cotidiana está todo: la complicidad de saber que es uno de sus platos preferidos, el cariño que demuestra el hecho de estar pendiente uno de la vida de la otra y el esfuerzo que supone hacer una tortilla de patatas, que no siempre apetece arremangarse a pelar patatas y demás. Como bien sabemos los tortilleros de verdad.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Crucifijos

Pienso en este viernes un poco triste y un poco soleado de este frío invierno en muchos de aquellos viernes, ya tan lejanos, de la infancia. Todos los viernes del año, hiciese frío o calor, a primera hora de la mañana, después de haber rezado como hacíamos habitualmente al entrar en clase, los curas del colegio en el que estudiábamos nos llevaban a la pequeña iglesia que había en el último piso de aquel siniestro y gigantesco edificio. La otra, la iglesia grande, estaba reservada para eventos importantes: comuniones, confirmaciones, inicios o finales de curso, celebraciones del mes de mayo, etc. Después de recorrer aquellos largos y oscuros pasillos, en silencio y en rigurosa fila india, llegábamos a aquel recinto que olía a cera, a humedad, a flores muertas y a rancio. Allí nos obligaban a confesarnos: de uno en uno, muy modositos, íbamos pasando al confesionario para contarle al cura lo primero que se nos ocurriese, ¡toda esa larga lista de pecados que un niño de siete años puede cometer! El miedo agudizaba el ingenio. Mentiras piadosas, algún problemilla con tu hermana, algún escaqueo a la hora de hacer los deberes, qué sé yo: todas esas tonterías que te venían a la cabeza para salir del paso... ¿Y te tocas?, solía preguntar al final aquel cura gordo y lascivo. ¿Tocarse el qué?, te preguntabas con aquellos siete años. No, no, respondías de inmediato, porque intuías que eso era lo que tenías que decir para que no te castigaran. Bueno, hijo, bueno, reza tres avemarías y un padrenuestro, que Dios te perdonará, ¡y no te toques!, remataba aquel hombre con respiración pesada y aliento a vinazo dulce y tabaco negro. Regresabas a aquel helado banco de madera, te arrodillabas para rezar de principio a fin lo que te habían ordenado y tratabas de ahogar la risa -aquella risa que actuaba como una especie de escape para ahuyentar el miedo- para que no te dieran un par de tortazos o llamaran a tus padres para decirles que te estabas riendo en aquel sagrado recinto. Y te seguías preguntando qué era aquello que no debías tocarte. Y los motivos por los que no debías hacerlo.
Ahora, con toda esta polémica sobre los crucifijos, algún representante de la iglesia ha lanzado la pregunta al aire, con esa cara de prepotencia y bondad que suelen poner cuando alguien les lleva la contraria, ¿a quién puede molestar un crucifijo? Pues a mí, señor, a mí y a muchísima gente que, como yo, al verlos, recordamos aquella represión, aquel oscurantismo, aquel miedo que tardó muchos años en desaparecer de nuestras mentes.

Ana María Matute

La vida es una continua espera. Nos pasamos la vida esperando: una oportunidad, un golpe de suerte, un instante de tregua. Algo nuevo, algo diferente, algo que nos saque de la rutina, aunque sea por unas horas, por unos días o por unas semanas. A veces, con templanza, paciencia y resignación; otras, sin rastro de ellas. No sé si Ana María Matute espera ya que le concedan el premio Cervantes. El caso es que, año tras año, se queda a sus insignes puertas. Sus muchos seguidores sí esperamos que se lo otorguen antes de que sea demasiado tarde. (Ángeles Caso así lo repite, y hace bien, casi en cada entrevista que le hacen). Antes de que se vaya sin él, como les ocurrió a Rosa Chacel y a Carmen Martín Gaite, bien merecedoras ambas del prestigioso galardón. No es por tocar las narices, pero yo creo que algo de machismo, de ese viejo y ancestral machismo que aún pulula tan ricamente por ahí, hay en la cosa. Sólo dos mujeres, a día de hoy, tienen el prestigioso premio, no lo olvidemos. Matute es una escritora soberbia, con un mundo propio, mágico y personal, muy diferente a la mayoría. Además -no conviene olvidarlo- sus libros para niños son extraordinarios. Más puntos a su favor en su largo recorrido. Un recorrido, como ella misma confesó en diversas ocasiones, con dificultades, con trabas, con sus malos momentos, que no todo son facilidades y parabienes en la vida de los escritores y, menos aún, en la de las escritoras. Y que merece ser recompensado de inmediato.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Insomnio

El tic-tac del reloj antiguo de la vecina de arriba. Los pasos que, silenciosos, se deslizan por el pasillo después de abrirse el ascensor. La luz amarillenta que se filtra por debajo de la puerta. El gorgoteo de la cafetera del vecino del tercero que llega o que se va a trabajar, nunca se sabe. El último camión de la basura. Los cubos que se caen violentamente en el suelo mojado. El murmullo de una conversación lejana. Las voces de un par de borrachos que mean en el portal de enfrente. Uno de los bebés del edificio que se despierta y reclama comida y atenciones. La cálida voz de una mujer en la radio. Todas las imágenes, buenas y malas, que pasan por la cabeza en esos momentos. Oscuridad. Vértigo. Incertidumbre. Y mañana, ¿qué? Y, también, todo lo contrario. Hubo tiempos peores, sin duda. Dormir acompañado, como dice mi amiga Chirli, es muy gratificante. Un gato que maúlla en el patio y hace que Francesca, en su cesta, se sobresalte por un instante. Los tacones de la vecina de al lado marcando estilo en el decansillo. Sus llaves tintineando, sus risas ahogadas, las de su novio. Y ahora, como tres de cada cinco madrugadas, sus gemidos de placer, sus alaridos nada disimulados, ahí, en la habitación de al lado, pared con pared, que casi parece que estén en la misma habitación. La apoteosis final, nada prudente tampoco. La discreta perplejidad de Francesca, ya en mi almohada, indicándome que es la hora de su desayuno, de mi primer café, de escribir un rato. En la cocina, mientras la gata devora sus galletitas y el olor a café recién hecho se extiende por toda la casa, recuerdo ese verso del mexicano José Emilio Pacheco, reciente premio Cervantes: "La noche huele a luz carbonizada". Y pienso que aúna genialmente todos los pensamientos de una noche de insomnio.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Miedo a los animales

Hubo un tiempo en el que tenía miedo a los animales, a todos sin excepción. Sobretodo, a los perros. Daba igual que se tratase de un enorme dóberman que de un insignificante caniche. Algo dentro de mí hacía que me apartarse inmediatemente de su lado. Mucha gente se tomaba a guasa este miedo, sin saber -me temo- que el miedo es irracional y tú no puedes controlarlo, ¡qué más quisieras! El miedo es lo peor de todo: te aisla, te inmoviliza, te golpea duramente. Las tontas o maliciosas risas que ese miedo provoca, vengan de donde vengan, no hacen más que empeorar las cosas. Si veía venir a lo lejos a un perro podía tirarme a la carretera para cruzar de acera, sin mirar siquiera si pasaban coches o no. Lo importante era que aquel perro no se me acercara. Había todo tipo de dueños de animales. Se pueden resumir entre los que respetaban el miedo ajeno y los que no. La célebre frase "pero si no hace nada" me sacaba de mis casillas. Ya sé que no hace nada, me apetecía responder, pero aleje a ese animal de mí, por favor. Había gente que, dentro de su propia familia o círculo de amistades, tenían a personas con el mismo problema. E inmediatamente, con total educación, hacían que el perro se alejase de ti. Otras, en cambio... Y lo peor es que no podía entrar en discusiones, polémicas o razonamientos porque el perro empezaba a ladrar y a gruñirme de un modo furioso. Era una fobia espantosa. Un buen día, cosas de la vida y del amor, me fui a vivir a una granja donde había de todo: perros, gatos, ocas, patos, gallinas, conejos, ovejas, cabras... Entonces, méritos de la supervivencia, me decidí a afrontar de la manera más directa el asunto. Una botella de vino en ayunas y a coger animales. El primero, fue un gato diminuto, precioso, casi con los ojos cerrados aún, con más miedo en el cuerpo del que yo tenía en el mío. La experiencia resultó estupenda. Así, cada día con cada uno de aquellos animales, con paciencia y dedicación. El segundo día, también tuve que recurrir al vino para llevar a cabo mi propósito. Después, ya sólo lo bebía, como siempre, por placer. El miedo estaba superado. Dos meses más tarde, estaba encantado con todos aquellos animales, y ellos conmigo. Mis preferidos, sin duda, resultaron ser los gatos. Era asombroso verme rodeado de diecisiete gatos cuando, semanas atrás, huía despavorido de ellos. A todos les puse un nombre -de escritores, cineastas, tanguistas, artistas y demás mitos de mal vivir- y muchos de ellos, la mayoría, atendían por él cuando los llamabas. Casi todos se quedaban dormidos en mi regazo mientras leía o escribía o me dejaba llevar por el sonido del viento meciendo las hojas de los árboles o el murmullo del río que pasaba por delante de la casa. Sobre todo, ellas, las gatas, tan zalameras y cariñosas. Meses más tarde, dejé aquella granja y volví a la ciudad. Todo pasa y todo queda, como dijo el poeta. Ahora, muchas mañanas, cuando me despierto y encuentro a Francesca adormilada en mi almohada, ronroneando suavemente, su respiración muy cerca de la mía, recuerdo esta historia, la del verano del 2005. El año que perdí el miedo a los animales.

martes, 1 de diciembre de 2009

Una triste historia

Era el segundo hijo de una familia de cuatro hermanos. Tenía la voz de un locutor de radio y el atrevimiento que, a veces, otorga la ignorancia. El típico gallito de barrio que no tenía ni idea de nada y creía sabérselas todas. Era el novio de Jorge (llamémosle así), un buen amigo, diez años mayor que nosotros. No aceptaba su sexualidad, y eso lo convertía en un ser atormentado y difícil. Cuando se tomaba demasiadas copas (muy a menudo), podía resultar muy desagradable, celoso hasta límites absurdos e insospechados y bastante violento. A la mañana siguiente, aparecían los arrepentimientos y las lágrimas. Lo de siempre: el prototipo exacto de cualquier maltratador. Le hizo la vida imposible a Jorge durante casi dos años. Después, tras varias semanas de desconcierto, mi amigo se largó de esta ciudad y comenzó una nueva vida. No ha vuelto por aquí. El otro, a los pocos días de ser abandonado y organizar varias pataletas, inició una relación con un tipo con el que, según se sabe, monta las mismas escenas: discusiones, peleas, celos, altercados y arrepentimientos de culebrón de cuarta. Varios meses más tarde de su huida, ya instalado en Madrid, Jorge recibió un montón de llamadas en el móvil de su ex pareja. Contestó a la última de ellas, casi sin pensarlo. Le llamaba para comunicarle que era seropositivo. De alguna manera, en aquella confidencia, iban implícitos ciertos reproches. Estaba convencido de que había sido él quien le había contagiado. Jorge se hizo las pruebas. Estaba limpio. Se las hace todos los años y siempre son buenos los resultados. No ha vuelto a saber nada más de él. Pero yo sé que todos los años, tal día como hoy, Jorge se acuerda de esta historia y se pone un poco triste.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Injusticias

Era una de esas amigas de la infancia de mi hermana que, cuando a los quince años casi todas revolucionaban la caja de maquillajes de mi madre en el cuarto de baño de casa antes de ir a la sesión del sábado tarde de la discoteca de moda, prefería quedarse en su habitación, leyendo tranquilamente un libro o viendo alguna película de la televisión. Era más tímida y retraída que las otras. Iba a su aire. No parecía interesarle aquel barullo adolescente. Estudió en la universidad, conoció a un chico, salieron un tiempo y se casaron. Una vida normal, hasta aquí, como la de cualquiera. La última vez que mi hermana la vio, hace casi un año, parecía radiante, feliz y muy ilusionada: estaba a punto de tener una hija. Ayer, de camino a los mercadillos del Fontán, mi hermana y yo nos encontramos con su madre. Tenía la cara desencajada (las grandes gafas de sol no podían ocultar el dolor) y la voz quebrada. Aquella niña que su hija estaba esperando se murió -muerte súbita- quince días antes de nacer. ¿Qué dices ante algo así? ¿Cómo puedes ayudar? Me temo que sobran las palabras. Lo mejor es el silencio y, acaso, el discreto abrazo, la mirada cómplice, que se sepa que estás ahí, a su lado. Dejar que la vida siga su imprevisible curso y que el tiempo apacigüe las cosas. Ante historias así, siempre pienso en la gente que cree en algún Dios. Ahí, de alguna manera, supongo que encuentran algo a lo que agarrarse. Todos mis respetos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Buenos Aires

Michael Jackson acaba de morir. Con esa triste noticia, recibida de madrugada, inciamos el viaje. Ya en Madrid, en el aeropuerto, las segundas ediciones de los periódicos tratan ampliamente el asunto. La muerte de Farrah Fawcett, ese ángel caído de los calendarios, rostro inevitablemente asociado a aquellas míticas series de nuestra infancia, queda relegada a un segundo plano. Llegamos, después de trece interminables horas de avión, a Buenos Aires. Allí, recién comenzado el día, el recuerdo del cantante también está muy presente: en la radio del taxi, en las televisiones, en las calles. Las tiendas de música colocan sus discos y vídeos en los escapates; y algunas de las otras, librerías en su mayoría, exhiben fotos y pósters de las diferentes épocas de la vida del cantante. Blanco o negro, qué más da: genio indiscutible, icono inmortal, página esencial de la historia de la música. Una de las cosas más importantes que uno aprende viajando es esa: que, pese a las lógicas diferencias, todos somos iguales. Todos, en todas partes, deseamos lo mismo, nos reímos y nos emocionamos con lo mismo, tenemos las mismas aspiraciones, veneramos a los mismos mitos y lamentamos las mismas desgracias. Los genios, esos privilegiados, aquí y allá, siempre hacen la vida más fácil, más interesante, más llevadera.Lo más impactante, ya en la calle, la mítica calle Corrientes, es el número de librerías. A cada paso, una. Abiertas desde el amanecer hasta altas horas de la madrugada. Llenas de saldos, de libros descatalogados, de ofertas siempre interesantes para el lector apasionado, para todo tipo de lectores. Todos los libros, prácticamente, en la calle, al alcance de la mano. En muchas de ellas, durante esos días, suena insistentemente la música de Jackson. "You are not alone", la canción suya que más nos gusta, también. Entre las librerías, están los teatros. Norma Aleandro, con su inmenso talento, nos deslumbra en un viejo teatro, con ese olor a madera y a humedad de los teatros de entonces, los primeros teatros. Y Darío Grandinetti, al día siguiente, hace lo propio en una pequeña sala con el mismo aroma añejo. La cultura en estado puro. Teatro y libros se funden, unas calles después, en "El Ateneo", teatro convertido ahora en librería. Y en cuyo escenario, transformado en cafetería, te puedes tomar un café hojeando tranquilamente los libros de la tienda. La fama de los argentinos es bien merecida. Cultos, educados, charlatanes, cercanos. Al fondo de la calle Corrientes, majestuoso, impresionante, se erige el Obelisco. Y a sus pies, a cualquier hora del día o de la noche, grupos de niños, de entre nueve y catorce años, al acecho: pidiendo limosna, buscando el despite del transeúnte, sobreviviendo. La picaresca disfrazada de inocencia, de cándidas sonrisas. Un taxista (que se define ferozmente nacionalista) nos advierte de lo peligrosísima que es la ciudad, de día y de noche, de que no hay más que robos, asesinatos, prostitución, descuartizamientos, que la policía, temerosa, mira siempre hacia otro lado. Aunque resulta evidente la ausencia de dinero en la mayor parte de la ciudad, no tenemos ningún problema. Ni siquiera en los barrios más humildes, los que conducen a Caminito, a La Boca, a toda esa zona tan empobrecida y pintoresca, única. Ese día, es día de elecciones. Y, como siempre que se va a votar, todo el mundo tiene prohibido beber alcohol: los que van a votar y los que estamos de visita. Todo Buenos Aires abstemio por un día. Pero como hay almas caritativas en todas partes, un amable camarero de un lujoso restaurante de Puerto Madero, frente al mítico Río de la Plata, coincide con nosotros en que no se puede comer esa deliciosa carne sin una botella de exquisito vino tinto. Y disimuladamente, nos la ofrece. La vista, desde la terraza cubierta de ese restaurante, es ciertamente maravillosa. En ese momento, por unos instantes, pienso que sí, que Buenos Aires puede ser el París sudamericano, como algunos dicen. Aunque París siga siendo mucho París. Cafés, librerías, teatros y tangos, claro, también asistimos a un espectáculo de tango -música y baile- en el emblemático café Tortoni. La noche ya es otro cantar. La fama de la noche argentina es excesiva, desde luego. Quizá, como algunas otras cosas, viva, ahora mismo, de la gloria del pasado, de sus flecos. O tal vez porque, como dice María Elena Walsh, en su espléndido libro "Fantasmas en el parque": "No sé cuándo empecé a no reconocer a Buenos Aires. Es una ciudad en permanente estado de colapso, mugre y precariedad. ¿Siempre fue así? No lo creo, no lo recuerdo. Ahora hay mucha gente que se refugia en su casa y su barrio. Y la multitud que no tiene más refugio que la calle. Crecieron la cantidad de habitantes y sobre todo el miedo. Pero la ciudad quizás es como el tiempo, ni pasa ni cambia, somos nosotros los cambiados, los pocos".Buenos Aires, ciudad de contrastes, de vaivenes y poetas (Borges, Cortázar y Gardel, pero también Haroldo Conti o la propia Walsh), literaria y decadente, antigua y cosmopolita al mismo tiempo, sobrevive, sí, con la misma dignidad que esas mujeres, las de la Plaza de Mayo, algunas de ellas aún bajo sus pañuelos reivindicativos, amarilleados por el paso del tiempo pero nunca silenciados, que vimos ese jueves inolvidable y muy emocionante, y cuyo recuerdo, imborrable, bello y doloroso, habita ya en nosotros como la certeza de que algún día no demasiado lejano volveremos a esas calles, a ese otro lado del mundo.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Mujer en crisis

La mujer estaba sentada a mi lado, en la sala de espera del ambulatorio, planta cuarta, la planta cuyas paredes están pintadas de un azul claro y relajante, sección de cardiología. Tendría en torno a los cuarenta años, aunque, por su atuendo y su peinado, demasiado clásicos para su edad, parecía mayor. Una de esas mujeres -me pareció- con una educación rigurosmente tradicional, siguiendo a rajatabla los consejos de una madre en exceso autoritaria y religiosa. Ella ya había hecho varias pruebas y esperaba los resultados del médico. Aparentaba ser (al margen de aquellas lecciones recibidas de autoritarismo) una mujer normal: correcta, educada, discreta, a su aire. De pronto, la enfermera salió por la puerta y se dirigió a ella con un montón de papeles en la mano. Habló con ella, casi en susurros, le dijo que todo estaba bien, que se relajara, que no tenía que preocuparse por nada. Entonces, aquella mujer más bien menuda, se encolerizó. Una pantera salió de su interior. Tienen que ingresarme en el hospital, tienen que ingresarme hoy mismo, ¿no ven que estoy muy mal?, ¿no lo dicen esos análisis? La enfermera, con dulzura, comprensión y paciencia, trató de calmarla, no se preocupe, no le pasa nada, repetiremos las pruebas en breve, pero estos análisis indican que no tiene motivo para alarmarse ni mucho menos para ingresar en ningún sitio. La mujer, completamente airada, fuera de sí, arrebató los papeles de la mano de la enfermera, soltó un seco adiós y se dirigió, a grandes pasos, hacia el ascensor. ¿Por qué querría aquella mujer ingresar en el hospital? ¿Qué motivos tendría para actuar así? ¿Sólo se trataba de una crisis nerviosa, de un caso de hipocondría excesiva? Quién sabe. Cuando la enfermera me indicó que pasara a la consulta, que ya había llegado mi turno, aún pude escuchar cómo la mujer aporreaba con fuerza el botón de llamada del ascensor y repetía sin cesar aquellas palabras: tengo que ingresar hoy, tengo que ingresar hoy...

jueves, 26 de noviembre de 2009

Otra mujer maltratada

Rosa, en la facultad, tenía quince años más que nosotros. Era maestra, trabajaba por las mañanas y había decidido ampliar sus estudios en los ratos libres. Poseía una preciosa voz ronca, los ojos y los cabellos negros, y el aire decidido de las mujeres que no se amedrantan ante cualquier cosa. O eso, al menos, era lo que, desde fuera, parecía. Me enamoró desde el principio: por su inteligencia, por su rapidez en las respuestas, por su sarcasmo y por su risa. Sus carcajadas cazalleras, salvajes y contagiosas. Enseguida conectamos. Ella, quizá por la edad, no mantenía demasiado contacto con el resto de los alumnos de aquella clase. Conmigo, desde el principio, hizo una excepción. Le debía de hacer gracia aquel chico que se las sabía (casi) todas de cine, que estaba allí un poco por estar, soñando con escribir un guión, dirigir una película y convertirla a ella en su musa particular. Ahí es nada para no haber cumplido aún los veinte, debía de pensar. Un café dio paso a otro café, y ese otro café, a unos vinos, una cena y una salida nocturna. En la calle, aquella primera vez que nos vimos fuera de la facultad, Rosa no se comportaba del mismo modo. Cuando quedamos, hacia las ocho de la tarde, llegó impaciente y nerviosa, mirando a uno y a otro lado de la calle, ya bastante achispada por el coñac que, según confesó después, se había tomado antes de salir. Era primavera y la estaba esperando en una terraza, aprovechando el buen tiempo, los días cada vez más largos, esa luz alegre que a finales de marzo cambia el paisaje. Nada más acercarse a mí, me suplicó encarecidamente que entrásemos en el interior del bar. Después de la cena, ya consumidas dos botellas de vino, empezó a contarme la historia. Necesitaba salir siempre colocada de casa: habitualmente con alcoholes fuertes. El miedo a la calle era tan grande que necesitaba del alcohol para enfrentarse a él. Rosa, aquella mujer que aparentaba fuerza y seguridad en sí misma, aquella mujer inteligente y culta y divertida, había sido maltratada durante los tres años que había durado su matrimonio. No una bofetada, ni dos, ni tres: contundentes palizas, palizas de las que dejan marcas, huellas, secuelas de varios tipos. Y ella no sabía cómo dejar atrás a aquel hombre. No podía. Le costó mucho trabajo, mucho esfuerzo, con ayudas, con recaídas, con más recaídas, pero el miedo seguía. El miedo a que él apareciese, aunque vivía en otra ciudad, a casi quinientos kilómetros, estaba ahí, muy vivo, siempre presente, siempre al acecho. No podía desprenderse de él. Así me lo confesó, con lágrimas en los ojos y la voz rota, con el corazón en un puño y el alma encogida. Aquel ser decidido y fuerte paracía ahora un animalillo indefenso al que le hubiesen dado veinte patadas. Soy una estúpida, una cretina, decía, pero no puedo evitarlo. A veces, añadió, aún me acuerdo de él, de los buenos momentos, que también los hubo. No digas nada, sentenció recuperando el aire firme de sus horas en la facultad, no me juzgues y llévame a bailar. La llevé a bailar aquella noche y muchas otras noches más. Siempre lo pasaba bien con ella, hasta que había un momento en el que, ya bien entrada la madrugada, se alejaba, siempre en busca del tipo más macarra del local. Siempre el mismo prototipo de canalla. No digo que aquellos hombres que conocía en aquellas noches desenfrenadas fuesen unos maltratadores (no los conocíamos de nada, ni ella ni yo), pero el aire, ese aire del hombre rudo, malencarado, con cierto toque violento y que no es demasiado de fiar, estaba ahí. Y a ella era el prototipo que le arrebataba. Y se dejaba llevar. Un día, cosas de la vida, despareció así, sin más ni más. No hubo despedidas, ni llamadas telefónicas, ni nada por el estilo. Simplemente, huyó. Se fue de esta ciudad. Años más tarde, creí verla, también a altas horas de la madrugada, saliendo de uno de aquellos pubs que frecuentábamos entonces, muy borracha y envejecida, con los ojos enrojecidos, apoyada en el hombro de uno de aquellos tipos con cara de pocos amigos que tanto le gustaban, pero tal vez fuese sólo un espejismo. ¿Dónde andarás, Rosa?

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La crisis y el surrealismo

Hay veces en que uno tiene la sensación de que en épocas de crisis la gente anda medio desquiciada. Y de que esos desquicies pueden originar situaciones verdaderamente surrealistas, casi grotescas. Ayer, a media mañana, entró en la librería una señora de unos sesenta años, delgada, enjuta, muy acelerada, con una especie de tic nervioso en una parte de la cara, la derecha, y unas gafas más grandes que el rostro. Quería un libro que tengo en el escaparate para una niña, uno de esos vistosos troquelados que, al abrirse, se transforman en castillos, en el castillo de la Princesa, en este caso. Se lo muestro. Le parece precioso. Me pregunta el precio. 20 con 60, le digo. Qué caro, si me lo rebajara un poco, susurra, es que ustedes ponen los precios de los libros muy caros. Señora, discúlpeme, pero nosotros, los libreros, no somos los encargados de poner los precios a los libros, ya vienen así de las editoriales. Rebájemelo, insistió con un tono firme, dictatorial, de monja mala. No puedo (y no quiero, me faltó por añadir: seguro que este tipo de clienta, si se presenta en unos grandes almacenes, no se atreve a pedirles descuentos a las dependientas de allí; además, basta que me hablen en ese tono, para que me niegue en redondo), afirmé con rotundidad, al tiempo que le mostraba otro troquelado, la casa de Papá Noel, que iba en la misma onda, al interesante precio de 5,95. Ah, no es lo mismo, sentenció. Le digo (y es cierto): el año pasado este mismo libro costaba 12 euros, pero para estas navidades lo han rebajado. No, no y no. No me está usted vendiendo ninguna ganga, me espeta, casi enfadada, que lo sepa. Aquí, sinceramente, me apetecía mandar a la buena señora a la mierda, pero como uno tiene que tener en el trabajo la paciencia que no posee en su vida privada, le repliqué: en serio se lo digo, señora, es una buena compra. Muy buena. ¡Es que lo tengo que enviar por correo al extranjero y allí me van a cobrar lo mismo que cuesta el libro por los gastos de envío! Aquí dejé la mente en blanco, la llevé lejos, muy lejos, a una playa del otro lado del Atlántico como mínimo, y me centré en ese estupendo puente de cuatro días que tenemos dentro de una semana y media. Vale, vale, lo llevaré, exclamó, como si supiera que mi paciencia estaba llegando ya al límite de lo permitido por los 5,95 euros de marras. Al menos, dijo, deme el papel de regalo para envolverlo, que lo quiero empaquetar en mi casa. Se lo di, claro. El caso era que se marchara ya de una vez antes de que la tensión arterial me reventara la cabeza en mil pedazos. Supongo que la persona de la ventanilla de Correos podrá contar la segunda parte de la historia.

martes, 24 de noviembre de 2009

Ellos y nosotros

Ese hombre que nos mira a los ojos, acurrucado entre cartones en cualquier portal, suplicando silenciosamente que la generosidad se apodere de nosotros. Esa mujer que, a primerísima hora de la mañana, recoge las frutas y las verduras que las dependientas de los puestos del mercado han rechazado. Esa misma mujer (u otra parecida) que hace lo propio, a última hora de la noche, también entre las cajas sobrantes de la carnicería y de la pescadería, antes de que pase el camión de la basura con su ruido estridente. Esas familias que, al oscurecer, husmean y revuelven todos los cubos de la calle, sin importarles su color ecológico, a la caza de algo útil. Una lámpara, una manta, un pijama, unos zapatos. Ese niño con cara de pillo que juega con una navaja y que nunca irá a la universidad. Esa niña que acompaña a su madre y a sus tías a la esquina donde aguardan, con mayor o menor disimulo, a los clientes. Esas mujeres que apenas saben leer y que, sin trabajo ni dinero, no se atreven a dejar atrás al causante de sus humillaciones. Ese hombre completamente alcoholizado que, en un cajero automático, te pide un cigarrillo y al que descubres un punto alto de lucidez en sus ojos vidriosos. Ese enfermo de sida que pide a la puerta de unos grandes almacenes antes de que un guarda jurado le obligue a marcharse para que no dañe la vista de sus clientas. Esas clientas, señoras muy encopetadas que viven de las rentas (ya inexistentes) de sus antepasados y que, algunas de ellas, robarán una crema, un pañuelo o un queso, en esos mismos grandes almacenes, sin que el guarda jurado, dado su encopetamiento y rancio abolengo, se atreva a decirles nada. Ese inmigrante que deja sobre el mostrador los cedés piratas que ya nadie le compra y que juega su último euro en una máquina tragaperras. Toda esa gente, gente en verdadera crisis, que quizá seamos nosotros mañana mismo.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Tres mujeres

Sara Montiel, en el último vídeo de Fangoria, aparece como lo que es: una estrella. Una auténtica estrella. La única que, aquí, en nuestro país, se puede codear con Elizabeth Taylor o Ava Gardner. Las tres mujeres más guapas de la historia del cine, con permiso de todas esas mujeres guapas que habitan nuestra memoria. Sara, moderna, libre, única, siempre avanzada a su tiempo, haciendo lo que le da la gana, demuestra, a los ochenta y pico años, bajo los focos azulados de la pista de baile, que sigue poniéndose el mundo por montera. Absolutamente.
Otra diosa del cine, Lauren Bacall, guapa entre las guapas también, inteligente y sarcástica, acaba de recibir un Oscar honorífico, ese premio de consuelo que se suele dar a todas aquellas personas que lo merecen y que no lo recibieron en su momento. Algo es algo. Lauren, elegante, distinguida, muy señora como es, evocando a Bogart con su voz aguardentosa, parece realmente emocionada al recibir al tío Oscar. En sus ojos felinos está buena parte de la historia del cine.
Ángela Molina, en Gijón, toda de negro, labios rojos, melena larga y oscura, recibiendo el "Premio de Cinematografía Nacho Martínez", luce espectacular. Ángela es una mujer fascinante. Una gran actriz con un mundo propio, muy particular. Su voz, sus gestos, su modo de interpretar: todo, en ella, es diferente. Dejó, en tierras asturianas, su magnetismo inmarchitable y una frase estupenda: "Hay que aprender a valorar lo que te dan y aprender también a perder".
Creo que Sara y Lauren también suscribirían estas palabras.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Gloria Rodríguez, fotógrafa

Madrid, 2009. La mujer está sentada en el vestíbulo de un restaurante. La decoración del local tiene un punto decadente -las paredes de madera, el sofá de botones blancos, el desnudo pie de una lámpara antigua, el frío espejo-, con ese aire que caracteriza a los sitios que tuvieron su apogeo años atrás y que ahora viven de aquel prestigio. Al fondo, en una mesa con mantel blanco, comen varias personas. La mujer, con gafas oscuras y un ligero toque a Gena Rowlands, está fumando. ¿Qué hace ahí esa mujer? ¿Qué espera? No parece estar de muy buen humor. Sobre su ropa negra, lleva un abrigo marrón, el mismo color de las gafas que no se ha quitado; el bolso, que tiró de mala gana en la silla de al lado junto a una bolsa de plástico (¿quizá de FNAC?) y un pañuelo de seda, también es marrón. ¿Por qué lleva el abrigo puesto? ¿A quién espera? No lo sabemos ¿Esperará por una habitación? El restaurante puede que sea el de un hotel. ¿Estará su marido en el baño, como en aquella novela de Rosa Montero cuya protagonista aguardaba a un marido que desaparecía en los baños del aeropuerto de Madrid? No, no parece que esté acompañada. Parece una mujer solitaria. Quizá sea viuda. Tiene clase, en todo caso. Como el sobrio anillo de su mano izquierda. Una de esas mujeres que ha vivido mucho, que no espera ya demasiado de la vida, que fuma incansablemente un cigarrillo detrás de otro y que ya no viaja al extranjero, ella que tanto viajó, simplemente por los múltiples impedimentos que la ley muestra con los fumadores. Aquí, aún, puede fumar en casi todos los sitios. Es lo que más le importa. Una mujer con un pasado, sin duda. Eso es lo que transmite la foto. La fotógrafa, Gloria Rodríguez. De todo el inmenso y fascinante catálogo de fotos que posee (de ciudades, de artistas, de gente anónima que viene y va), quiero rescatar hoy ésta, precisamente, por ese misterio que está ahí, que ha sabido plasmar con absoluta maestría, porque una foto debe decir cosas, muchas cosas, y otras, quizá la mayoría, debe dejarlas en el aire, darle trabajo a la imaginación del que las observa. Gloria Rodríguez capta el momento, atrapa la luz y los detalles, ofrece una pincelada de vida. Esa vida que está ahí y que, a veces, se nos escapa. Talento grande.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Polémicas

Estaba en la charcutería del supermercado. A mi lado, muy exaltado, un hombre de unos cincuenta años mal llevados despotricaba contra los cursos de iniciación sexual para los jóvenes. Esto es una vergüenza, vociferaba. La charcutera, ajena a mi presencia, asentía y bramaba a su vez sobre lo mismo. No sé dónde vamos a ir a parar, exclamaba indignada, antes de dirigirse a mí para preguntarme de mala gana qué era lo que quería.
A raíz de un sensato artículo, escrito la semana pasada con moderación y criterio, donde expresaba una opinión que es la de muchos, unos radicales comienzan a insultar a una escritora, Elvira Lindo, que siempre defiende sus opiniones desde el respeto y la pluralidad más absoluta.
En la barra de un bar, dos hombres polemizan sobre el rescate pagado a los piratas para liberar a los españoles apresados. Increíble, sentencia uno de ellos. Y añade: Al pobre Miguel Angel Blanco, que en paz descanse, lo mataron sin remisión porque el gobierno de entonces no quiso negociar (esto lo recalcan con orgullo) con los etarras y ahora se paga un rescate a esos tipos. Este argumento, como compruebo más tarde, está muy extendido en multitud de foros y tertulias.
Son tres ejemplos, tres polémicas muy actuales. Uno, que lleva ya unos cuantos años trabajando cara al público y ve todo tipo de situaciones cada día (¿verdad, Misántropa?), quiere creer que estos casos son sólo una minoría, que este país, el nuestro, no es ese puñado de tópicos resabiados y groseros. Creo, como decía ayer la propia Elvira Lindo en un artículo magistral por el que deberían darle el premio Francisco Cerecedo, que la inmensa mayoría queremos vivir en paz. Respetar la diferencia. Mirar hacia adelante. Aunque a algunos les cueste.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Manos de mujeres

A última hora del domingo, refugiado en la lectura después de un intenso fin de semana de vida social, me emocionó la fotografía que mi amiga Yolanda Lobo colgó en el facebook. Las manos de una abuela y las de una nieta. Hermosas manos. Diferentes manos. Manos de mujeres de distintas generaciones. Las dos trabajan la masa de unas rosquillas o de unas casadielles: algo rico, muy apropiado para la tarde fría del domingo. Rosquillas o casadielles, con una buena taza de chocolate caliente y abundante azúcar. Amasan sobre una vistosa mesa, de azulejos azules, blancos y amarillos. La vieja cuchara de la buena cocinera y el tazón con el aceite de oliva, siempre cerca. Las manos de la abuela, embadurnadas de harina y masa, son manos joviales de mujer mayor. Manos que danzan ajenas al paso del tiempo. Apostaría a que no saben estar quietas, a que les gusta la actividad constante. Las manos de la nieta, jóvenes e inexpertas, inocentes aún, arañadas por los juegos, quieren seguir el paso de las otras, las de la abuela. Palabras mayores, ya digo. Todo se andará. Más allá de la foto (muy bonita), a la nieta, dentro de veinte años, le quedará el recuerdo, el recuerdo de la abuela, aquella tarde de domingo, enseñándole a hacer rosquillas o casadielles, a extender perfectamente la masa, a preparar el chocolate en su punto justo, ni demasiado ligero ni demasiado espeso, mientras le contaba historias, muchas historias, de su madre, de sus tías, de ella misma, o de la vida en general: siempre tan generosa, tan complicada. Ese poderoso recuerdo será para ella más valioso que cualquier otra cosa en el mundo. Puedo asegurarlo.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una triste historia

La mujer entró a última hora, casi cuando estaba a punto de cerrar la librería. Me preguntó por una agenda de Mario Benedetti que tenía en el escaparate y, a raíz de ahí, me contó toda su vida. Tendría unos cuarenta y pico años, el pelo (cubierto por un estrafalario gorrito de lana rosa) y la piel muy claros, el aspecto de quien toma algún tratamiento para la ansiedad, y esos ojos tristes, muy tristes, que tiene la gente que pasa demasiado tiempo sola. Así dijo que estaba, muy sola, desde que, en este mismo año, se había muerto su madre y, poco después, su único hermano, con el que vivía. Por eso, decía, se refugiaba en la literatura. Le encantaban los libros, aseguraba. Evocaba, al ver la biografía de Audrey Hepburn, a su madre, en la cocina, preparando exquisitas comidas. Decía que era una mujer muy elegante, casi como aquella Audrey de mediana edad que nos sonreía desde su magnífica portada, que con una sencilla camisa blanca parecía una reina. Y al recordar el olor de su madre (olía siempre como los ángeles, recalcaba), se echó a llorar. Hablaba de la mala suerte de su hermano, de que nunca se había recuperado de su divorcio, y de que eso -aquella separación y los disgustos surgidos desde entonces, de los que nunca llegó a reponerse- le había provocado la muerte. Se llevó la agenda de Benedetti, con fotos, poemas y canciones del escritor y me dio las gracias, repetidas veces, por haberla escuchado. Me quedé pensando en que pocas cosas hay peores que la soledad no escogida. Esa soledad que recorre los días y las noches de muchas personas. Esa soledad con la que no saben ni quieren vivir. Y mientras recordaba aquellos versos del genial Benedetti ("Con tu puedo y con mi quiero/ vamos juntos compañero"), la mujer apareció de nuevo en la puerta para agradecerme el marcapáginas que le había metido en el interior de la agenda.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Madres e hijas

Todas las tardes de este verano, después de la siesta, nos sentamos a la sombra más fresca del patio y charlamos. Mi madre, aunque ya está jubilada, conserva bastante bien la vista y continúa recibiendo encargos de algunas mujeres del pueblo, de sus hijas y de sus nietas. Cose más lentamente que antes, pero esa vieja Singer que algún día heredaré sigue sin tener secretos para ella. Mientras ultima alguna prenda, le gusta hablarme de los cambios acaecidos en el pueblo en estos últimos años, los que ha durado mi matrimonio y en los que sólo nos vimos en las Navidades. Nunca me pregunta los motivos de mi separación. Pero yo sé que ella los conoce desde aquella reciente tarde en la que me dijo que la mirada triste y asustada que hay ahora en mis ojos es la de las mujeres que guardan silencio.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Viejas damas

La veo todas las tardes, cuando regreso del trabajo, entrando en el bingo que hay al lado de nuestra casa. Es una mujer de unos setenta y pico años bien llevados. Se da un ligero aire a aquella Bette Davis octogenaria que visitó el festival de cine de San Sebastián, veinte días antes de morir, para recibir el Premio Donostia. Va siempre impecablemente peinada (cabello rubio claro, media melena ahuecada, perfectamente teñida) y vestida, con su abrigo de espiga gris ribeteado en el cuello por algún tipo de piel oscura, con su collar de gruesas perlas, sus zapatos de medio tacón y sus grandes bolsos, como manda la moda, un tanto atrevidos en ocasiones -rojos, morados, amarillos- y bastante caros. Se nota que tiene dinero, pero no muestra ostentación en su estilo, ese estilo con un toque altivo y algo antiguo. Tiene clase. Entra, siempre muy erguida, en la sala de bingo. Desde la calle (me detengo, con disimulo, a observarla), la veo caminar por la moqueta roja, bajo las poderosas luces que hay a la entrada. A veces, en esa entrada, me recuerda a Dottie, aquella otra octogenaria que llevaba una vida normal y corriente durante el día y, por las noches, se iba a Studio 54 a mover el cuerpo y tomar todo tipo de sustancias hasta la llegada del amanecer. Aquella Dottie se murió, dándolo todo, en la pista de baile de la famosa discoteca neoyorquina, una noche en la que los excesos ya no tuvieron más cabida en su frágil cuerpo de hierro. Quizá esta otra Dottie binguera (he decidido llamarla así, Dottie, a partir de ahora), encuentre la muerta ahí, en esa sala de bingo a la que acude todas las tardes, depués de las ocho. Quizá cantando algún bingo o super bingo, evadiéndose de su vida cotidiana (¿qué vida habrá detrás?) o, simplemente, divirtiéndose como más le apetece. Qué muerte más dulce sería, en todo caso: morir haciendo lo que a uno le da la real gana.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Cocinas

La otra tarde, antes de ir a trabajar, estuve viendo la cocina que mi mejor amigo acaba de reformar (le ha quedado espléndida, por cierto), y, al salir de su casa, pensaba en lo importante que han sido las cocinas en mi vida. Esa misma cocina, la de mi amigo, antes de la reforma, donde tantas veces cociné y donde tantas charlas y risas tuvimos, siempre al lado de una buena botella de vino, una tortilla de patatas bien gorda o un balsámico arroz para la resaca. La cocina de la casa de mis padres, también antes de la reforma (cocina Cuéntame, la llamábamos, por su inconfundible estilo añejo y setentero), donde tantas complicidades pasamos ese mismo amigo, mi hermana y yo. Allí, por entonces, los sándwiches triples eran la estrella. La cocina de la casa de los abuelos, claro, con su magnífica cocina de carbón, donde, gracias a la abuela Virginia, aprendí a cocinar. Cocina de carbón también la había en la casa de Sariego, el -feliz- año que pasé en ella. Y en cuya inmensa mesa de madera evocamos en más de una ocasión aquel célebre momento de "El cartero siempre llama dos veces", versión Jessica-Jack. Ahora, tengo una cocina muy socialista, de dos por dos, tipo Barriguitas, pero estoy encantado, porque, con la edad, uno va aprendiendo que lo importante no son los escenarios sino con quién los compartes. Y, francamente, no es por presumir, pero tengo la mejor pareja de baile para ello.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Barrio Sésamo

Cuarenta años de Barrio Sésamo, qué recuerdos. Llegar a casa alrededor de las seis de la tarde, poner el pijama y las zapatillas, y merender un bocadillo de chorizo Revilla viendo aquellas entrañables historietas, después de haber dejado atrás -hasta el día siguiente, claro- aquel siniestro y oscuro colegio de curas en el que estudiabas, era uno de los momentos más esperados y placenteros del día. A lo mejor, llegabas a casa con la cara caliente por los tortazos que te había dado el profesor de matemáticas -un completo amargado que no había llegado ni a cura- por no haber entendido alguna de sus (nefastas) explicaciones. O con el corazón encogido por las burlas de tus compañeros, inicialmente promovidas por el profesor de Manualidades, que no sé quién lo tenga en su gloria, por no saber hacer aquellas estúpidas figuritas de cartulina de color sepia, que, con toda probabilidad, él tampoco sabía montar. (Eso ocurría, sí, a finales de los años 70, en este país, en un colegio religioso y no, como pudiese parecer, en un cuartel militar). A lo mejor, por temor, no decías nada a tus padres, callabas aquel dolor, aquella rabia, aquella impotencia, silenciabas las burlas y la angustia que para un niño supone eso, y te distraías viendo las aventuras de Epi y Blas, de Espinete y Don Pimpón, de Coco y del Monstruo de las Galletas, de la dicharachera rana Gustavo... Todas aquellas historias creadas con talento, inspiración e inteligencia: para los niños y para los no tan niños. El calor de la cara se iba calmando, el dolor de las burlas se iba difuminando con las risas y las sonrisas que te provocaban aquellos personajes, con la comicidad que, de modo natural, establecían con nosotros. Empezabas a camuflar aquel corazón encogido con la magia de otros mundos.

martes, 10 de noviembre de 2009

Veinte años

Cuando se conmemora una fecha especial, como ocurre ahora con la caída del muro de Berlín, siempre surge la misma pregunta: ¿qué hacías tú entonces? Veinte años, pese a lo que dice el célebre tango, son muchos años. Lo más importante, sin duda, es no olvidar que estamos aquí para contarlo. Es más de lo que algunos, desgraciadamente, pueden decir: no lo ignoremos. Veinte años atrás enterraba a mi abuela Virginia, escribía mis primeros relatos adultos hasta bien entrada la madrugada y soñaba -¡cómo no!- con comerme el mundo. ("Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde/ como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante": Gil de Biedma, que estás en los más altos cielos, qué razón tenías). Veinte años atrás, pocos días antes de la caída del muro, cumplía dieciocho años, esa edad en la que te hacías absolutamente responsable de tus actos, como te recalcaban insistentemente los mayores. Veníamos de un tiempo muy gris, y eso, en pequeñas ciudades de provincias, aún seguía notándose (todavía recuerdo a mucha gente saliendo escandalizada de la proyección de "La ley del deseo", en aquellos tristemente desaparecidos cines Brooklyn que eran como mi segunda casa, un par de años atrás). Madrid era un sueño, la ciudad ideal donde la gente hablaba un lenguaje parecido al tuyo. Sin embargo, por ésta o aquella razón (o por todas a la vez), opté por quedarme aquí. Descubrí que algunas personas hablaban el mismo lenguaje que yo: y estaban aquí. Muchas de ellas, en La Santa Sebe (gracias, una vez más, Yolanda), bailando, riendo, divirtiéndose, reivindicando mil cosas y descubriendo que, algunas noches, la vida realmente sí es un cabaret, como cantaba Liza Minnelli -con voz aguardentosa, uñas pintadas de verde y pestañas imposibles: otra criatura en busca de sus sueños, otra de las nuestras- en aquella película (tan moderna, tan rabiosamente libre) que veíamos una y otra vez. A vueltas con Berlín. La Santa Sebe era nuestro Studio 54 particular, aquel lugar al que venían algunos de los artistas a los que admirábamos y en el que nadie te miraba mal si llevabas el pelo largo, una boa de plumas o te besabas en los labios con un atractivo desconocido de tu mismo sexo. En sus paredes vintage (cuando sólo en Londres se conocía el verdadero significado de esa palabra), están muchos de mis mejores recuerdos nocturnos. La Santa Sebe: por muchos más años.
Veinte años que han pasado en un soplo. Veinte años llenos de cosas, de lecturas, de músicas, de viajes, de experiencias, de cientos de tropezones, de algún que otro acierto, de risas y llantos, de intensos e imborrables momentos de amor, amistad y camaradería. Veinte años en los que cambiaría veinte mil cosas para hacerlas -seguramente- del mismo modo. Veinte años, sí, sin muro. Sin muros. Con las arrugas que conforman este rostro, del que, según dicen, cerca de los cuarenta, uno es el único y absoluto responsable.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La chica del perrito

La chica del perrito vivía en el edificio de enfrente. Cada mañana, mientras preparaba el primer café, Toni la veía entrar en su apartamento, quitarse aquellos vistosos zapatos de altísimo tacón y jugar -pese al evidente cansancio de su rostro- con aquel caniche, blanco e inquieto, que siempre la recibía alborozado. Nunca echaba las cortinas. Una calurosa noche de agosto, después del tercer gin-tonic, se atrevió a hacerlo por primera vez: Toni llamó a aquel anuncio del periódico que había recortado en otro momento en el que también se sentía muy solo. No te arrepentirás, decía. A la media hora, deslumbrante, la chica apareció en la puerta. Se quitó la ropa y le dijo que dejara los cien euros al lado de su bolso. Ahora, aquel blanco e inquieto caniche juega a los pies de Toni mientras prepara una pasta con salsa boloñesa para la cena y ella, Elena, su dueña, le ha dicho que sí, que nada más que encuentre un trabajo se casará con él.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Toli Morilla

Un grupo de amigos nos reunimos en la librería Trabe para presentar el nuevo trabajo de Toli Morilla, "Diez cantares de Bob Dylan n´asturianu", su particular homenaje al maestro por excelencia. Me gusta el ambiente festivo que se crea en la librería en días de presentaciones: colocar los trabajos del invitado sobre el mostrador, la preparación de las botellas de vino que vamos a tomar, las charlas con mis compañeros, Esther y Samuel, en la parte de atrás. Con una puntualidad exquisita, llega Toli, muy abrigado, con su guitarra y con la ilusión de quien acaba de crear algo de lo que se siente realmente satisfecho. Tiene motivos para ello: el disco es muy bueno. Una apuesta arriesgada, sin duda, pero que él ha sabido llevar a buen puerto. Dylan, en cualquier idioma, siempre es mucho Dylan. Toli se muestra cercano y comunicativo, y, entre canción y canción, nos va contando anécdotas sobre la elaboración del disco. Todos participamos con nuestras preguntas y comentarios. El ambiente se va caldeando. Toli tiene tablas para ello. Como ya demostró en su espléndido espectáculo "Nueche d´insomniu", donde la poesía y la música iban de la mano. Ahora, rasgando la guitarra, dice estar más rockero. En cualquier caso, rockero o acústico, esperemos que este disco tenga también su espectáculo en directo. Se lo merece: por su indiscutible calidad y por ofrecerle a la lengua asturiana una importante (y siempre necesaria) amplitud de miras. Casi dos horas más tarde, se bajan las luces de la librería. En la calle, llovizna. Pero dentro, aún quedan los acordes de esa obra maestra, "Don´t think twice, it´s all right", que sigue estremeciendo como entonces. Gracias, Toli.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Operaciones

Siempre que estoy esperando para entrar en la consulta de un médico, aunque sea para una revisión rutinaria como la de hoy, no puedo evitar recordar la única intervención quirúrgica que, hasta la fecha y toco madera, tuve. Tenía seis años y continuas infecciones de garganta cada pocas semanas, por lo que mis padres, aconsejados por varios médicos, decidieron que debían quitarme las anginas. No recuerdo el mes, pero sí que era un día claro y soleado, posiblemente un día de primavera. Mi madre me vistió impecablemente, como solía hacer, y nos fuimos los tres a la consulta de aquel médico privado, que, al parecer, era toda una eminencia en su ramo. A los pocos minutos, ya en aquella sala que al recordarla ahora me evoca más a una de esas frías habitaciones donde diseccionan a los cadáveres en las series de televisión americanas que a una consulta normal y corriente, estaba sentado en el cuello de una enfermera vestida de blanco de la cabeza a los pies, con un ridículo gorrito a modo de cofia incluído. El propio médico ató mi cuerpo al de la enfermera. Literalmente. Y comenzó la operación. Recuerdo vivamente aquella especie de cuchara helada entrando por mi boca, las manos del médico -grandes y huesudas- en mi cara, la presencia de mis padres, que estaban allí también, los ojos de mi madre apoyándome, y ya no recuerdo más. Quizá me quedé dormido. Pero el pavor a los médicos, el rechazo absoluto a pisar una consulta, que duró bastantes años, comenzó, sin duda, ahí, atado al cuerpo de aquella chica rubia, vestida toda de blanco, como una especie de liturgia sadomasoquista. Lo único positivo de aquella terrible experiencia, si es que alguna hubo, fue el hecho de que, para curarme, debía de tomar todas las tardes un helado de vainilla para merendar. Y el hecho, claro, de que durante unos cuantos días me podía quedar en casa, con mi madre y mi hermana recién nacida, como era mi deseo, leyendo todos los libros que me regalaban por haber sido tan valiente en aquella impresionante carnicería.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Terele Pávez

Si hay algo que destaca poderosamente en Terele Pávez, más allá incluso de esa voz maravillosa e inconfundible de la que tanto se ha escrito y que nos sigue emocionando como la primera vez que la escuchamos, es la transparencia de sus ojos. Terele tiene la mirada limpia y transparente de la buena gente, de la gente que no juzga, que comprende, que escucha. Unos ojos que están llenos de vida y de vidas, de penas y de alegrías, de experiencias, propias y ajenas, sublimes y dolorosas, que le ayudan a crear los matices necesarios para dar credibilidad a unos personajes -a veces tremendos, a veces de una vulnerabilidad infinita: siempre imborrables de nuestra memoria por breve que sea su aparición en pantalla- a los que ha prestado cuerpo y alma. Así, aquella pobre mujer, víctima de sí misma y de la sociedad que le tocó en suerte, que envenenaba a las señoras de las casas en las que trabajaba. (Mi homenaje aquí también para Pedro Olea, director de largo recorrido y gran oficio, ahora metido en el mundo del teatro). Es uno de sus grandes personajes. Sólo una actriz inmensa como ella es capaz de un prodigio semejante. Las miradas de aquella mujer, a través de los ojos de Terele, asustaban, conmovían, abrasaban. No hay premios suficientes para un trabajo así.
A Álex de la Iglesia -ese hombre al que le debemos unos cuantos momentos de buen cine y una película, "La comunidad", que pasará a la historia de nuestra cinematografía- corresponde el mérito de acercar a Terele a las nuevas generaciones. Álex y Terele, ese tándem (que aumenta, si cabe, en talento, si se une a él la Maura, doña Carmen) que aún no ha dicho la última palabra.
Terele, rubia o morena, guapa o fea, rica o pobre, actriz soberbia en todo caso, cómica de raza, a estas alturas, si fuese americana, tendría un Oscar, dos Tonys, varios Emmys, y un teatro en pleno corazón de Broadway con su nombre en letras bien grandes y doradas. Y ríete tú de Ethel Barrymore.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Los primeros viajes

Cuando éramos pequeños, durante todo el mes de julio, mis padres nos llevaban de vacaciones a San Juan, un pequeño y tranquilo pueblo situado a cinco kilómetros de Alicante, que entonces aún conservaba la magia de los paraísos sin masas ni poderosas edificaciones. Como viajábamos de noche, en aquel Seat 127 blanco (el primer coche que tuvimos), mi padre se pasaba las horas previas durmiendo. Mi madre, ultimando el equipaje, nos mandaba callar para no molestarle. Tarea imposible, claro. Ya entonces, la emoción ante los preparativos y la propia idea del viaje, estaba muy presente en mí: qué libros llevar, qué juegos, qué cassetes, qué camisetas... La casa era una algarabía. Mi hermana (como hace ahora Iñigo), siempre más pacífica, reclamaba un poco de tregua. No había tregua que valiese. Ni siquiera luego, en el coche, la había: ¡cómo se podía uno dormir atravesando los campos de Castilla, contemplando aquel cielo estrellado, sintiendo el aire fresco de la noche entrando por las ventanillas!, me preguntaba cuando ella se empezaba a acurrucar bajo aquella manta de cuadros rojos y negros. El viaje era en sí mismo toda una celebración. Y no se podía perder un solo detalle, aunque, año tras año, el trayecto fuese, lógicamente, el mismo. Cantábamos canciones y comíamos los bocadillos que nuestra madre nos había preparado (¡cómo nos gustaba el pan reblandecido por el papel Albal!). Hacíamos paradas en gasolineras y en aquellos bares de carretera, llenos de extranjeros y camioneros (ya barruntaba todo tipo de historias, a cada cual más pintoresca, detrás de cada ser vivo). Y cuando llegábamos, con las primeras luces del día, sabía que comenzaba una nueva aventura, la de las vacaciones, un año más, pero aquélla, la del viaje, era, sin duda, tan importante como la otra.

martes, 3 de noviembre de 2009

Cómicos

Regresamos de Llanes al anochecer, con el cuerpo cansado y el maletero del coche algo más ligero de cajas. Siempre que volvemos de este tipo de ferias, me siento un poco como aquellos viejos cómicos que iban de pueblo en pueblo, hacían sus funciones, dormían en hoteles de tercera categoría y retornaban satisfechos a sus casas. (Un recuerdo aquí para José Luis López Vázquez, grande entre los grandes, uno de esos actores siempre impecables, capaces de convencerte en cualquier papel). Se vendan libros o no se vendan (mejor si se venden, claro), lo interesante de acudir a estos sitios pequeños es comprobar cómo se transforma el pueblo durante esos días, cómo ese acontecimiento supone toda una novedad, casi una fiesta: motivo indiscutible para arreglarse, salir de casa y acercarse a la carpa antes de tomar el vermú en alguna terraza. La gente, compre o no compre, se acerca al puesto, hojea, toquetea, pregunta tímidamente, comenta la portada de ese libro, la cercanía de aquel autor. Los libros de cocina y los infantiles, nunca fallan. Si para los mayores estos encuentros suponen casi una algarabía, para los niños resulta todo un festín. Los niños, como las mujeres, son un público fiel. El mejor. (Algún día habría que preguntarse por qué las mujeres, entre otros libros, son, básicamente, las que compran los de cocina y las que animan a sus hijos a la lectura). Y si encima de libros, hay algún espectáculo, teatral o musical, mejor que mejor. (No quiero pasar por alto, a este respecto, la bonita representación en directo de Mestura, que tanto gustó a los más pequeños, siempre tan exigentes, tan difíciles de convencer). Allí, el día de difuntos, después del templado sol de días anteriores, nos sorprendió la entrada real del otoño. Lluvia y el primer frío. La estación ideal para seguir leyendo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

La abuela Virginia

En este lluvioso día de difuntos, refugiado en esta casa junto al mar que invita ya a sacar las chaquetas más gruesas del armario, me acuerdo de mi abuela materna, Virginia, cuya muerte, ocurrida veinte años atrás, fue la primera realmente importante a la que tuve que enfrentarme. Mi abuela, de porte elegante y distinguido, cabellos canosos y siempre impecablemente peinados, y gestos suaves y pausados, se pasó la vida delante de una máquina de coser. Cosía para fuera, como se decía antes. Cosía y cantaba, siempre cantaba (no lo hacía nada mal), como la mujer feliz que, pese a los duros avatares de la vida, era. Se había casado a escondidas con Tomás, el chico más guapo del pueblo, debido a que la familia adinerada del abuelo no aceptaba que la suya no lo fuese. Toda una historia de amor. Tuvieron cuatro hijos (uno de ellos, el segundo, murió a las pocas semanas de vida), numerosos problemas, pero ese amor sobrevivió y duró hasta el final. Era impresionante ver cómo el abuelo cuidaba de ella en sus últimos años de vida, ya con el corazón debilitado: cómo le preparaba las comidas, cómo la ayudaba a acostarse, cómo calentaba la casa para que no tuviese frío, cómo la mimaba. El misterio del amor.
La abuela Virginia me daba dinero para comprar mis primeros libros, aquellos libros que me encantaba leer en su cama cuando los sábados íbamos a visitarlos; me llevaba de paseo por el mercado (¡aquella Plaza de Mieres, llena de puestos de vistosas frutas y verduras, de mujeres parlanchinas que te regalaban una manzana y te decían lo guapo que eras, lo mucho que te parecías a tu madre!); me enseñó a cocinar (era una espléndida cocinera), pese a las críticas de todos los hombres de la familia, sin excepción, que consideraban -¡cómo no!- que eso de andar entre cacerolas y sartenes era algo exclusivamente de mujeres. Hoy, en este lluvioso día de difuntos, la recuerdo. Como la recuerdo cada vez que veo a mi madre, en cuyo rostro y en cuyas manos están cada vez más presentes los rasgos de mi abuela. La abuela Virginia. Güelita.

sábado, 31 de octubre de 2009

Llanes al cubo, 2009

Ayer, a raíz de este acontecimiento cultural que tiene lugar aquí todos los finales de octubre, tuve la oportunidad de tomar unos vinos con unas amigas de facebook, cuatro chicas a las que no conocía personalmente. Montse, Leni, Irene y Mariló. Una experiencia divertida, sin duda. Casi como una cita a ciegas. Es lo que tiene el mundo de las redes sociales llevadas a la realidad, que (casi) siempre resulta mucho mejor, qué duda cabe. Montse, la primera a la que conocí en el "feis", es inquieta, divertida, cariñosa y muy cercana: un torbellino de palabras y sensaciones. Leni, más seria, más guapa y moderna en directo que en las fotos (sigue conservando esa pose tan alemana, algo distante, sí, como de actriz de película de Fassbinder), tiene una sonrisa bonita y cómplice, sonrisa de chica enamoriscada. Irene, tímida de entrada, muy generosa con sus palabras hacia mis escritos, cara de buena persona. Y Mariló, con esa carcajada y esos ojos que hablan por sí mismos (¡y que no sé porqué difumina en sus fotos de la red!), sabiendo lo que es la vida y bebiéndosela a lo grande. Cuatro chicas muy diferentes entre sí. Cuatro chicas estupendas. De carne y hueso. Un placer, amigas.

viernes, 30 de octubre de 2009

Marisol

Hace algún tiempo, arrastrado por la curiosidad, entré en un puticlub. Desde luego, no era mi intención acostarme con ninguna de aquellas chicas, sino descubrir de primera mano la sórdida literatura que casi siempre acompaña a este tipo de locales. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Hacía mucho frío. Las luces de neón del exterior se apagaban y encendían, dejando un rastro levemente azulado en la noche. Me senté en la barra y le pedí una copa a un tipo de barba cerrada y cara de pocos amigos. El local estaba vacío y olía a humedad, a limpieza atrasada. Al fondo, arremolinadas en torno a un desvencijado sofá de skai granate, había unas diez o doce chicas semidesnudas. Estaban muy juntas, como si se quisiesen dar calor unas a otras. Las había de diferentes edades, altas y bajas, guapas y feas, jóvenes y no tan jóvenes, gordas y flacas, blancas y negras, españolas y extranjeras. Todas, de una en una, se fueron acercando a mí para proponerme tomar una copa en una de las habitaciones de la parte de atrás. Me llamo Alexandra, Crystal, Amanda, Sue, Kristin, Anastasia, etc, etc. Ninguna, evidentemente, tenía un nombre común y corriente. A excepción, sí, de Marisol, la mayor de todas. Parecía una Ellen Barkin tronada, de gestos rotundos y muy exagerados, envejecida prematuramente, con el rastro de haber poseído una belleza importante. Me contó que era de un pueblo cerca de Mieres, que acababa de llegar de Madrid, donde había vivido algunos años -sus mejores años, recalcaba: aquellos años en los que, sin éxito, había intentado convertirse en actriz- y de donde había tenido que marchar por la dura competencia. Llevaba unos altísimos tacones y un escueto vestido de tirantes que me parecía haber visto en el maniquí de la tienda de los chinos que había justo al lado de aquel antro. Me propuso, como las otras, ir a la parte de atrás. Le agradecí la propuesta con la clásica y socorrida frase de "estoy tomando tranquilamente una copa". El camarero de barba cerrada y cara de pocos amigos se impacientaba. Le pedí otra copa (copas a diez euros, creo recordar), pese a la evidente garrafa que contenía aquel gin-tonic. Marisol, jugando con el tirante de su vestido barato, me pidió una copa a cambio de enseñarme una teta. Le dije que no hacía falta, que estaba invitada sin necesidad de mostrarme nada. Le hice un gesto al camarero para que le sirviese un gin-tonic. Cuando éste se agachó para buscar hielo en la parte de abajo de la nevera, Marisol, en un gesto velocísimo, me mostró una teta, la derecha, y sonrió pícaramente. Tenía la sonrisa tan triste como la mirada. Cuando el tipo le sirvió la copa, me dió un beso, cogió un cigarrillo de mi paquete de Camel y se fue en busca del grupo de hombres de traje y corbata que acababan de entrar en el local. La recuerdo abriéndose paso entre las otras chicas, riendo a carcajadas en medio de aquellos hombres y despidiéndose de mí con la mano -mano grande, uñas de un rojo poderoso- alzada mientras, a duras penas, me levantaba de aquel taburete y me dirigía a la puerta. Afuera, todo -el sepulcral silencio, las calles desiertas- parecía indicar que era domingo, ya había amanecido y empezaban a caer unos finos copos de nieve. Varios operarios del ayuntamiento, en lo alto, con sus llamativos anoraks de color amarillo, colocaban las luces de Navidad. Las otras luces, las de neón, ya se habían apagado.

jueves, 29 de octubre de 2009

Escribir desde el dolor

Nunca es fácil escribir desde el dolor causado por la pérdida de un ser querido. Es complicado mantener ese equilibrio importantísimo que separa lo sublime de lo ridículo o, lo que es aún peor, de lo patético. Me vienen a la cabeza varios ejemplos de contención y dolorosa belleza. "Con mi madre", de Soledad Puértolas, escrito tras la muerte de la madre de la escritora zaragozana, cuya extrema sencillez emociona desde las primeras líneas. O la obra de C.S. Lewis, "Una pena en observación", surgida a raíz de la desaparición de su gran amor, la poetisa Joy Gresham (cuya adaptación cinematográfica, "Tierras de penumbra", es también un hermoso poema, silencios y miradas de dos actores magistrales). Palabras mayores resultan las que escribió Francisco Umbral en su mejor novela (o diario, o poema, o lo que sea: literatura en estado puro, en todo caso, de principio a fin), "Mortal y rosa", al morir su único hijo. Otros autores (pienso en Carmen Martín Gaite que, tras la muerte de su hija, optó por escribir una deliciosa fantasía, posiblemente para evadirse del dolor, y así nació "Caperucita en Manhattan") se decantan por adentrarse en otros mundos, alejados de la herida, quizá como otra forma de huida. Todo es válido, desde luego, mientras lo escrito sea bueno. Cada cual es muy libre de elegir su tabla de salvación, algo a lo que agarrarse para continuar el viaje.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Un mundo compartido

Regreso por un instante a las calles de Nueva York, como podría regresar a las callejuelas de Roma, a las brumas de Londres, al glamour intelectual de París, a la decadencia de Lisboa o a las librerías y teatros de la calle Corrientes de Buenos Aires. A todos esos lugares donde nos hemos fotografiado juntos. De repente, pienso, una noche calurosa e inesperada, conoces a alguien y todo cambia. La manera de entender el mundo y de entenderte a ti mismo. De la cosa más insignificante al hecho más extraordinario (la vida está llena de momentos insignificantes que conforman recuerdos extraordinarios): todo se transforma, muda de percepción, adquiere otro sentido. Un sentido. Todo, con sus inevitables miedos y dificultades, está al alcance de la mano. Nada parece imposibe, aunque lo sea. La cuerda floja ha quedado atrás. Sólo importa el presente, ese presente que está lleno de futuro, que lo reclama a voces. Y ahí, sí, vas creando un mundo, con sus días y sus noches, que avanza, que llenas de cosas, de viajes, de lecturas, de músicas, de películas, de botellas de vino, de charlas, de bailes, de juegos, de miradas, de risas y más risas. Un mundo compartido. La hora de la tregua.

martes, 27 de octubre de 2009

Elvira Lindo

Si tuviera que quedarme con una sola de las muchas virtudes literarias de Elvira Lindo, incluyendo su capacidad para afrontar con absoluta maestría todo género que se propone y su maravillosa aportación a la literatura infantil y juvenil -con el personaje de Manolito Gafotas, convertido ya en clásico indiscutible de nuestras letras-, me decantaría por esa cualidad magistral que posee para atrapar el detalle, los detalles. Esos detalles que se esconden en las vidas comunes y corrientes, en los hechos cotidianos, en el complejo y fascinante mundo que nos rodea. También, claro está, en las calles. Elvira, como ha dicho en muchas ocasiones, es una gran callejera. Le encanta recorrer las calles, pasearlas, vivirlas a fondo. Y atrapar, como saben hacer los grandes escritores, ese detalle, enorme o pequeño, siempre significativo, que está ahí, como una lucecita, para que alguien lo observe y lo cuente. Nos lo cuente. Pienso ahora en ese gigante de las letras y de los detalles, Truman Capote, y en ese cuento genial, incluido en "Música para camaleones", en el que acompaña durante una jornada a su asistenta en su trabajo por diversas casas de Nueva York. En su sencillez, está su grandeza.
Calles de Madrid, de Nueva York, de Roma, de Cádiz... Calles y más calles: todas son válidas. Calles para perderse, para reencontrarse, para atrapar ese detalle que a los demás quizá se nos escapa. Las calles y sus gentes, gentes de todo pelaje y condición, anónima o famosa, gentes de aquí y de allá: todos con las mismas angustias y con los mismos anhelos, en el fondo. Esa percepción de la vida, esa capacidad de observación, está ahí, en cada una de las historias de Elvira Lindo, para jóvenes y para mayores, de un modo latente, vibrante, muy palpable. Desde las novelas hasta los artículos, todos los artículos, sobre todo en esos artículos dominicales en los que, acaso sin pretenderlo, está ofreciéndonos una especie de sutil biografía y la radiografía única de un tiempo que también es el nuestro.